Sacó un cigarrillo de su chaqueta negra de cuero y el encendedor. Cuando intentó prenderlo, se dio cuenta que su carga de gas se había agotado y que se había quedado súbitamente, aunque previsiblemente, sin fuego.
El semáforo se puso en verde. Tuvo que detenerse en seco, pero no pudo evitar el charco de agua que un taxi que pasó muy cerca de la vereda desparramó sobre él. Maldiciendo, arrojó el cigarrillo a la alcantarilla.
Todo estaba girando fuera de control.
El ruido de las bocinas lo abrumaba mientras aguardaba el cambio de color. Hombres de traje, con los celulares pegados a sus orejas, manejaban, sin prestar auténtica atención al camino. Así era como Buenos Aires se había convertido en la ciudad del infierno de incidentes.
El semáforo marcó amarillo, luego rojo y un auto anónimo cruzó la calle, haciendo frenar a los autos que habían empezado a cruzar.
Aceleración.
O desaceleración de la vida.
Como contestando su silencioso dilema, otro trueno sacudió la tierra y sus oídos. Pronto empezó a llover sobre él.
Y no tenía encendedor.
Era un buen inventor de insultos. Le gustaba esa clase de originalidad. Supo describir al inglés que acababa de pasar a su lado junto a un guía turístico a la perfección con tales palabras, haciendo que cualquiera que lo escuchara lo mirara de manera indecente o se sonrojara.
¿Qué importaba? El inglés nunca entendería.
Una muchacha que caminaba en dirección contraria a la de él, por sus altos y finos tacos y por lo maltrechas que son las calles de Buenos Aires, se resbaló o tropezó, difícil saberlo, casi incrustándose contra la acera. Por cuestión de reflejos, el hombre estiró el brazo y la sostuvo, impidiendo así su golpe. No obstante, el mundo giraba fuera de gravedad también al parecer, porque la muchacha pisó directamente su zapatilla con su taco.
Era posible que si hubiera querido hacerlo adrede, no hubiera sido más doloroso.
Simplemente fantástico.
La mujer empezó a balbucear sus disculpas y lamentos, pero la lluvia era demasiado intensa como para que le importasen aquellas palabras vacías. La dejó allí, hablando sola.
Todo aquello era nada.
Y él conocía el valor de nada.