Mar 20, 2008 17:54
Esta historia (si puede llamarse así) la escribí en febrero, dedicada al Hno Jorge (o Chorch), mi padrino de confirmación... y profesor de catequesis en los últimos 4 años, además de amigo... y compañero en el camino de la fe.
Inspirado en él y por él, Amaranth cobró forma. Es un llamado a ser... un llamado al encuentro de algo distinto, de algo inédito... y a la vez, absolutamente cotidiano. Nuestra propia humanidad.
Los invito a leer... les pido una predisposición especial si lo van a hacer, pues... no es un relato común. Fue escrito con un cariño muy delicado...
Gracias, Chorch... por todo. Y perdón por tanto...
***
~ Amaranth~
Todo día empieza con un alba, no importa el color que emane. Aún detrás de las nubes, uno divisa esa luz que se trasluce y se introduce dentro de cada ser.
Si no existiera, no habría día. Si no concurriera, todo lo absorbería la noche.
No obstante, es un gesto de eterna mortalidad, un gesto de fin…
Pero también de perdurable comienzo.
Primer Movimiento: Camino
“Escoger un camino significaba abandonar otros.”
- Paulo Coelho
Acarició la superficie del papel. No había nada extraordinario en ella. Formaba parte de un conjunto de apuntes, con procedencia dispar. No todos eran la misma tonalidad de blanco; no todos eran rayados. Algunos eran lisos. Algunos estaban rasgados en las puntas; otros habían sido cuidadosamente conservados, como si constituyera un preciado documento de identidad… o incluso con más esmero.
Lo único que tenían en común eran su propósito y su final.
En ellos había pasmado ideas, vivencias, locuras. Había escrito y escrito, con lapiceras y plumas de distintos colores. Había borrado y tachado. En cierta forma, en esos papeles tan irregulares y tan disímiles, había expresado su alma de una manera uniforme. Allí estaban unidas todas las piezas del gran rompecabezas que era su vida.
No obstante, no era un misterio que la gente estuviera dispuesta a resolver. Todos vivían de una imagen, de un prejuicio. Nadie se interesaba en sentarse a leer qué tenía él para decir. No tendría ninguna idea nueva, innovadora. No tendría ninguna teoría revolucionaria.
Qué triste era que hasta él creyera ya en tales monomanías.
Observó su trayectoria en todos estos años. ¿A qué había conducido? Se sentía vacío. Quizás antes había estado repleto de energía y expectativas, de sueños y ansias de cambio, que poco a poco le habían pedido prestado y no habían recordado devolverle. Y él, tan vacante, ya no encontraba razón para recriminarlo.
Emitió una sonrisa vaga cuando sus ojos recorrieron los garabatos, sin leerlos. ¿Qué tenía de nuevo para contarse a sí mismo?
Era hora de asumir que este camino ya lo había recorrido demasiadas veces. Era el momento de cambiar de dirección. No tenía sentido continuar sujetándose a un proyecto que estaba totalmente seco, que no daría frutos. Nadie lo esperaba, nadie lo deseaba.
Agarró el encendedor y lo acercó a uno de los pergaminos. Luego a otro. Pronto todo su trabajo, toda su alma, se prendía fuego y se convertía en ceniza.
Quería olvidar, y la mejor forma de lograrlo era borrar todos sus rastros; que no quedara rostro, ni palabras, ni gestos, ni impresiones. Quería ser olvidado y empezar de nuevo. Era momento de reconstruir desde los cimientos, desmontar lo viejo, remodelarse todo; huir de su propio vacío, rellenarlo con escombros.
Después de todo, Descartes lo había dicho. Necesitaba dudar para investigar la verdad… incluso desconfiar de sí mismo. Sin monomanías hacia su propio ser, empezaría una búsqueda mucho más profunda, para reinventarse hasta volver a creer en sí y en sus sueños.
Segundo Movimiento: Perlas
“Los defectos, como las pajas, sobrenadan en la superficie;
el que quiere encontrar perlas, debe sumergirse.”
- John Dryden
Cada semana tiene su lunes.
Y ella detestaba cada semana por esa precisa razón.
Estaba acostumbrada ya a los horarios agitados de la semana. Los martes, miércoles y jueves no sólo cursaba en la universidad, sino que además trabajaba en la empresa de su padre. Los viernes tenía clases intensivas de idiomas y los sábados salía generalmente con viejas compañeras de la secundaria o realizar alguna actividad no fuera de lo habitual.
Los lunes, sin embargo, se reservaban cierta peculiaridad. No eran agotadores, pero empezar la semana con perspectivas de no encontrar descanso hasta el sábado… era una rutina ordinaria, pero encontraba alivio echándole la culpa a los lunes. Era cuestión de quejarse nomás. Después, lograba soportarlo con la acostumbrada naturalidad. Los rituales de una vida.
Este cuatrimestre concentraba la materia Antropología Filosófica en los lunes. Sin demasiadas ilusiones, se sentó la primera lección del cuatrimestre en uno de los asientos más alejados de la atención directa del profesor y aguardó el inicio de la clase, con cuaderno cerrado y apoyando el mentón en una mano.
El profesor resultó ser el sujeto ideal para los lunes. Tenía la apariencia de un hombre mucho mayor que la edad que había anunciado tener. Sus ojos azules lucían abatidos en un día de pleno sol y su voz monótona transmitía una somnolencia irresistible. Su modo de dar clase era absolutamente desafiante para aquél que se proponía permanecer despierto. No transmitía pasión. Era llano y predecible.
Por ende, transcurrieron varios lunes sin que la materia captara su atención en lo absoluto. Leía los libros que recomendaba el profesor con la misma emoción con la que él preguntaba y replanteaba en cada clase: “¿qué es el hombre?” Estaba segura que, de no haber sido situada en los lunes y de no haber sido dirigida por un profesor tan híbrido, la materia hubiera entrado entre sus favoritas.
Pero arribó un lunes en el cual se sintió inspirada y quiso empezar la semana como si fuera martes. Entonces decidió después de la clase hablar con el profesor sobre una duda que conservaba desde que había iniciado el trabajo práctico hacía una quincena. De no mentalizarse que no era lunes, no lo hubiera conseguido.
El profesor se mostró sumamente amable, aunque ella sabía que él conocía su indiferencia hacia la materia. Sus ojos cansinos no le parecieron tan muertos cuando él le sonrió y le mostró una lista de libros que podía consultar. Incluso pareció entusiasmado cuando ella le comentó que había leído su último artículo y le solicitó que fuera totalmente franca con él y lo criticara. Ella lo hizo, pero él parecía alegrarse con cada punto negativo que remarcaba.
“¿Por qué no escribes tu versión de mi artículo y me la muestras?”
La propuesta no fue realizada de modo petulante, sino con sincero interés. Ella se sorprendió ante la oferta y aceptó el reto de algo distinto. No parecía lunes.
El lunes siguiente le presentó al profesor antes de que empezara la clase el artículo y él rió encantado, prometiéndole una devolución la semana siguiente. Durante las dos horas que duró su lección, ella le prestó mucha más atención y pudo detectar en el movimiento de sus manos el énfasis que no le daba a las palabras; pudo divisar cómo le temblaba el labio cuando un alumno acertaba a una de sus preguntas; pudo apreciar cómo su mirada se perdía en las nubes aquel día lluvioso.
El sucesivo lunes pudo reparar en otra clase de detalles; cómo le daba la espalda al sol, cómo escribía de manera furiosa en su cuaderno con cubierta de color madera mientras los alumnos leían unas fotocopias que había asignado… Y cómo le sonrió cuando se arrimó a recibir su crítica del artículo. Estaba absolutamente encantado, aunque no coincidiera con su interpretación simplista de la relación del hombre y el ser. Entonces le preguntó si no quería tomar un café y conversar un poco más al respecto. Era algo nuevo para un lunes, y lo aceptó sin meditar demasiado.
Su paso no era apresurado, más bien lento. Su mirada viajaba por los alrededores cual un turista que por primera vez visitaba la ciudad. Ella no se permitió mostrarse impaciente sólo por cortesía, pues estaba acostumbrada a transitar por aquella calle de un modo acelerado y desairado.
“¿No es preciosa nuestra ciudad?”
La pregunta, tan ligera, la sorprendió desprevenida. Volteó a mirarlo y él le dedicaba una sonrisa. No le respondió mientras cuidadosamente repasaba el paisaje. Era el mismo de ayer.
“Cada día hay algo nuevo para ver.”
Ella suspiró hastiada, en completo desacuerdo. Era lunes y la ciudad húmeda de siempre. Nada podía aburrirle más.
“Siempre se encuentra uno con alguna persona, algún ser, que restaura la belleza.”
No pudo evitar reírse al pensar que quizás el profesor estaba coqueteando con ella. Qué ocurrencias. Él la contempló con sus ojos sofocados durante unos instantes, como memorizando el sonido de su risa o la mueca de sus labios. Luego negó con la cabeza y sonrió sin ganas, dirigiendo su vista al cielo. Quizás se había dado cuenta de las demencias que estaba expresando.
Se sentaron en una mesa en un rincón de un bar poco acudido. Él le comentó que solía dirigirse a aquel lugar después de las clases, para escribir o leer, o simplemente escuchar. Cuando ella le preguntó qué escribía, él rió entre dientes y no le contestó. Entonces le preguntó qué escuchaba.
“A la gente. Tienen historias muy interesantes para compartir.”
Ella le miró escéptica mientras daba un sorbo a su café cortado. Él bajó la mirada a la mesa, tomó una medialuna y la dividió en dos, tendiéndole una parte.
“Parece que eres la clase de persona que prefiere no escuchar. ¿Vives en silencio?”
Su manera de inquirir sobre una cuestión así la inquietó. No respondió.
“Lo vives.”
Le preguntó cómo podía suponer algo así guiándose sólo por el tiempo compartido en un aula, sintiéndose al borde de la indignación.
“Oyes lo que quieres escuchar. El resto, lo descartas. Vives más bien callada, con tu propia voz de única compañía.” Con desgana, él bebió el pequeño vaso de agua antes de continuar. “Yo solía ser así. Creía que el mundo era superficial, que perdía el tiempo intentando encontrar algo distinto, intentando conectarme con algo. Me consideraba el único con algo valioso que decir... escribía desenfrenadamente.”
Le indagó sobre la causa de su cambio de postura. Él sonrió divertido y extendió sus manos sobre la mesa.
“Culpable. Un profesor colega me invitó un café un día.” Ante su mirada de estupefacción, él rió de nuevo. “Hay que buscar hondo. Hay que animarse a sumergirse. Se podría decir que es una cadena… cuando uno despierta, siente que es su deber despertar a los demás. No obstante, muchos prefieren continuar viviendo en la superficialidad de su propio ruido.”
Más tarde, se encontró sola en el subterráneo. Por primera vez, abandonó el mp3 en su mochila y se dispuso a observar y a escuchar al gentío. Había madres con niños, que relataban su día de clases con infantil euforia. Había adultos jóvenes como ella, algunos leyendo libros, otros con los equipos de música en sus oídos.
“… su propio ruido.”
A su lado había un muchacho, que jugaba con un trozo de papel entre sus dedos. Sintiéndose repentinamente embriagada, se giró hacia él y le preguntó qué era ser hombre.
Tercer Movimiento: Mar
“La amistad es como el mar:
Se ve el principio, pero no el final.”
“¿Qué es ser hombre?”
La pregunta resonó en su mente esa noche. Cuando la extraña chica le había hablado, enseguida había fruncido el entrecejo y se había dispuesto a ignorarla. Quizás eran de esas que iban buscando alguien con quien compartir sus tontas teorías filosóficas o simplemente estaba loca. Nadie va preguntando en un subte sobre la esencia de la vida humana. Nadie se lo cuestiona.
Pero en la cama y en estado de insomnio, la duda se filtraba entre los rincones indefensos de su mente. Le incomodaba la congoja que le provocaba el no saber qué contestar. Al principio, quiso convencerse de que no quería ni debía hacerlo. Era algo que se redescubría al avanzar la vida, y cuando fuera anciano encontraría sentido a todo.
Pero entonces… el silencio atacó. ¿Qué pasaría si llegaba a anciano y se daba cuenta que todo había sido un error? No tendría tiempo para reparar sus errores, no podría desandar sus pasos. No obstante, ¿qué sentido tenía perder el sueño por algo que de todas formas no iba a resolverle el problema de cómo pagar el alquiler a principio de mes?
Se incorporó en la cama y titubeó. Quería hablar con alguien, pero era ya pasada la medianoche. Bajó la vista al suelo y vio el celular, cargando la batería. Suspiró al desconectarlo, pero el dolor en su pecho no se iría hasta que no pudiera conversar con alguien. Lo prendió y buscó entre los contactos a alguien que podría estar despierto y no se burlaría demasiado de él por enviarle un mensaje preguntándole qué era ser hombre.
Pocos minutos después, mientras contemplaba el techo de su habitación, el celular vibró, emocionado por una respuesta.
“¿Desde cuándo tienes dudas existenciales? ¿Has estado bebiendo? ¿O acaso te habías olvidado de hacer un trabajo de religión? Busca en internet. No soy tu enciclopedia con patas, ¿sabes, hermano?”
Por supuesto, el mensaje no contenía tantas letras. Chasqueó la lengua, exasperado con la derivación de su hermana a la computadora. Quería una respuesta de carácter humano.
Sentía que esa maldita pregunta lo estaba desmoronando todo, de una forma potenciada por cada minuto que transcurría. ¿Quién era él? ¿Qué estaba haciendo? Se abrazó a sí mismo, sintiéndose solo y perdido. ¿Desde cuándo le preocupaban estas cosas? ¿Desde cuándo tales preguntas lograban quitarle el sueño?
Por fortuna, después de estar una hora acostado en la cama, decidió emplear otro método y buscó en la cocina una píldora para dormir. Inducido por la droga, durmió pesadamente, escapando de sí mismo y de las respuestas fluctuantes.
El martes a la tarde, a la misma hora que el día anterior, abordó el subte. Una vez dentro su mirada recorrió de manera automática a los pasajeros sin hallar el rostro femenino que tanto anhelaba divisar. El sentimiento de decepción y pesadumbre lo tomó desprevenido, pues hasta ese momento no se había percatado de cuánto ansiaba y necesitaba hablar con ella.
La semana trascurrió sin mayores percances. Cada día a la misma hora, al subir al subte, buscaba a la chica. Pero cada intento fue un fracaso. Concluyó que debía olvidarlo. Se lo había comentado a algunos compañeros del trabajo y todos le habían dicho lo mismo: que no se preocupara, que indudablemente era alguna loca con la cual nunca más volvería a cruzarse. Y que no tenía sentido plantearse tales dilemas existenciales cuando su trabajo era el papeleo de una compañía telefónica.
El lunes decidió que no se permitiría ilusionarse ni desperdiciar más tiempo y que viajaría a otra hora, además de aprovechar y hacer algunas horas extras. No obstante, su jefe lo envió a hacer unos trámites al banco a poco menos de una hora del horario de cierre de dicha institución y no tuvo otra alternativa que subirse al mismo subte. Quizás fuera un juego de las casualidades o del destino, incluso de su causalidad, pero allí estaba ella, sentada en el mismo lugar que la semana pasada, con los mismos ojos ensimismados.
Vaciló, pero se acomodó a su lado de todos modos. Ella no lo miró, pero sí sonrió ampliamente. Pasó una estación con un silencio extraño asentado sobre ellos. Frustrado, intranquilo, escatimando estaciones para posponerlo, sentenció quebrarlo. Le preguntó qué era ser hombre y ante su asombro, ella carcajeó encantada.
“¿Por qué no tomamos un café?”
El celular en su bolsillo vibró. Un llamado.
Pero la línea ya estaba ocupada.
Cuarto Movimiento: Sorpresa
“Yo no me encuentro a mí mismo cuando más me busco.
Me encuentro por sorpresa cuando menos lo espero.”
- Michel Eyquem de Montaigne
Escaseaban los minutos para que su turno terminara. Faltaba atender a un joven y a una señora mayor, que probablemente habían llegado justo antes de que se cerraran las puertas. Después de tantas horas atendiendo gente, ahora se habían convertido en simples números, cuentas a pagar y saldos que revisar.
El muchacho se presentó como representante de una compañía con la cual el banco mantenía estrechas relaciones, pero él se limitó a alzar una ceja y recibir las facturas y documentos. No iba a hacer favores a aquella hora de la tarde. El chico debería esperar como cualquier otro ser humano. Si se hubiera tratado de una vaca, la hubiera tratado mejor. Pero era un ser humano.
De todas formas, el chico estaba acompañado. Hacían una linda pareja, aunque no hablaban entre ellos. La muchacha observaba todo con ojos tranquilos y pacientes, pero con un toque de admiración en su mirada, como si fuera la primera vez que presenciaba el común acto de pagar deudas. El muchacho se mordía el labio inferior y la miraba de reojo, casi tímido. No eran nada extraordinario, al menos no después de todos los clientes que había tenido ese lunes.
Tecleó algunos datos en la computadora y selló algunos de los papeles mientras continuaba verificando mecánicamente que todo estuviera en orden. La muchacha se había volteado hacia su pareja y había apoyado su espalda en el mostrador. A duras penas contuvo el gruñido de desaprobación. Quiso decirle que no estaba en su casa, pero calló, sin ganas de ocasionar problemas.
“No tengo una respuesta científica a tu pregunta.” El muchacho sonrió, posiblemente satisfecho con la reanudación de un diálogo.
“No esperaba que la tuvieras. Pero quizás poseyeras algunos datos para compartir conmigo. Después de todo, ¿a cuántos le preguntas lo mismo cada día?” Ella permaneció callada por unos segundos, aunque risueña.
“Pero no todos deciden escuchar. No todos se permiten ganar esos segundos de vida.” Ella suspiró casi teatralmente. “La monotonía tiene garantizado un orden, que no muchos quieren romper. Están… satisfechos. ¿Pero felices? ¿Cuánta gente feliz conoces?”
El muchacho rió, pero de manera vacía, desencajada. “¿Qué es la felicidad?” La sonrisa de la chica se agrandó.
“Ya no es sólo ruido o silencio… ahora está el sonido incesante de las preguntas, ¿a que sí?”
Dejó de prestarles atención y continuó trabajando. Aquella gente definitivamente no tenía nada mejor que hacer que estar en un banco filosofando. No tardó demasiado en completar los trámites y tenderle los papeles al muchacho, sin ni siquiera desearle una buen tarde. Adustamente llamó a la última clienta y completó su día de trabajo.
Dos horas después arribó a su hogar, donde nadie estuvo para saludarlo al ingresar. Su hija estaba con el mp4 en su habitación, su hijo estaba jugando con la PlayStation y su esposa miraba la televisión, algún programa de cocina. Ni siquiera el perro meneó el rabo para indicar que se había percatado de su llegada.
Se dejó caer en el sillón y cerró los ojos, esperando encontrar algún silencio, algún signo de paz en ese momento. “¿Querés un mate?” La propuesta, brusca y sorpresiva, de su esposa no admitía una negativa. Lo aceptó con renitencia, pues estaba lavado y extremadamente amargo, lo cual no favorecía a su estómago insatisfecho. Tuvo que levantarse a devolverlo, pues la televisión había capturado a su esposa de nuevo.
Unos minutos después ingresó a su dormitorio y cambió su vestimenta por algo más cómodo y hogareño. Se acostó en la cama sin intención de dormirse. Sobre la mesita de luz de su esposa, había un libro recién empezado. Lo tomó, por mera curiosidad y aburrimiento, pero se trataba de un libro de autoayuda y su concentración no perduró en él por más de cinco minutos. La única autoayuda que necesitaba era un baño, pero su esposa le había ganado de mano.
Se sentía extraño. Era la rutina de todos los días. Nada era distinto. Era el mismo hombre, con el mismo trabajo, la misma familia, la misma casa y la misma vida. Pero de repente se sentía como si la burbuja, que sostenía toda aquella farsa, se hubiera agrietado. Había ingresado la luz de algo distinto, o la noche, según quién lo evaluara.
En el silencio, la risa del muchacho repercutía aún en sus oídos. ‘¿Qué es la felicidad?’, había cuestionado. Al cerrar los ojos, inmenso en su propia oscuridad, escuchó la voz de ella, hablándole de un orden garantizado. Era estúpido. No podía creer que aquello le estuviera desconcertando.
Se levantó y salió a la vereda. Su vecino elevó la mano, en un irresoluto saludo, sentado en la menuda y petiza pared en el frente de su casa. A su lado había una botella de cerveza, prácticamente vacía. O mezquinamente llena. Por un momento se halló contemplando los autos pasar, con una creciente sensación de que todo aquello era una ilusión montada, un teatro para él y el mundo.
Se cuestionó en voz alta si acaso quería seguir actuando. Inmediatamente después de hacerlo, negó con la cabeza, incrédulo de sus propias palabras y soslayando el rostro satírico de su vecino. El cansancio del día estaba dispersando sus pensamientos. Qué locuras estaba pensando.
Entró a la casa de nuevo. Su hija preparaba la mesa. Se sentó en su lugar acostumbrado. La televisión continuaba encendida.
Amortizado.
Quinto Movimiento: Reencuentro
“Sólo nos separamos para volvernos a encontrar.”
- John Gay
Sonreía al recostarse en el césped del jardín. Era una noche particularmente despejada, por lo que las estrellas y la luna eran protagonistas en el cielo. Cerró los ojos y se permitió ese instante de infinita armonía.
Le encantaba entrar en contacto con la naturaleza. Adoraba escuchar el sonido de los grillos, las hojas meciéndose con la brisa otoñal; percibir el aroma de las flores y la superficie húmeda de la tierra con rocío. Era el contacto con algo mucho más penetrante y, a la vez, lo más humilde.
Perdió la noción del tiempo, disfrutando de aquel momento que sólo podía consentirse esporádicamente. Luego tomó el cuaderno que yacía a su lado y se sentó en la mesa de jardín, aprovechando la luz del farol. Abrió el libro y recorrió con lentitud sus páginas, escritas de manera desordenada. Cada vez que lo requería, escribía allí. Interpelaciones, refutaciones. A veces, simplemente nada. Le gustaba concretar aquello en papel y explorarlo cada vez con la misma novedad y apertura. Redescubriéndose, reencontrándose consigo misma.
Era su pequeño rincón en el mundo. Allí estaban sus sueños, sus miedos. Allí estaban sus abismos, sus bosques. Los grillos, las flores, la tierra. Todo cuanto formaba parte de su vida, todo aquello que era mínimamente significativo, allí estaba. No había más, no había menos.
Ella era la única partícipe, la única testigo. Nadie más había entrado en su rincón, ni nada más entraría. Prefería reservarse todo aquello para sí misma. No sabía si era una cuestión de confianza, de soberbia o de miedo, pero prefería aquella soledad. No quería compartir aquello con nadie. Prefería ser juez de las colisiones, en vez de cooperar en ellas.
El mutismo de su voz y las tinieblas de su vela. No podía ser guía, no podía ayudar, no podía acompañar. Sólo podía caminar de manera solitaria su propia trayectoria, esquivando el encuentro de las personas. No quería ser desviada de su objetivo, no quería ser afectada. ¿En qué podrían auxiliarla? ¿En qué podría ella influir? Ambos se descarriarían y acabarían en una ciénaga. Claro, eso suponiendo que alguien quisiera alcanzarla.
Escribió en el cuaderno, saltando hojas, escribiendo de manera vertical, rompiendo esquemas. Posteriormente ingresó a su casa y vio a su padre abstrayéndose en la televisión de la sala de estar. Suspiró y se acercó a él, para besarlo en la mejilla y desearle una buena noche. Él tan sólo asintió, sin dirigirle la mirada. Se adentró en su habitación y se dispuso frente a la computadora, guardando el cuaderno en uno de los cajones del escritorio.
Revisó los e-mails, sin hallar nada de interés y descartando todo lo nuevo a la papelera. Abrió la página de blogs y accedió a las actualizaciones de la comunidad, con las entradas de amigos y familiares. Una de las chicas había actualizado. Cliqueó para expandir la entrada y allí su amiga citaba una frase que había leído en otro blog, y desarrollaba algo sobre el contexto en el cual lo había encontrado, pero no lo leyó, sino que sus ojos quedaron inmersos en la frase.
“Sonríe. Formas parte de un mundo.”
Sintió ganas de volver a escribir en el cuaderno, pero esta vez se contuvo. Las palabras sonaban maliciosas en su mente. ¿Formaba ella parte de un mundo?
Se sintió desconectada, como un extraterrestre, algo no-humano, al hallar silencio en la respuesta. ¿Estaba involucrada con algo? ¿O sólo vagaba entre mundos, escapando en cuanto el trato se tornaba subjetivo, íntimo, personal? ¿Era un fantasma?
¿Por qué huía? ¿Por qué no se implicaba? ¿Qué la retenía?
Inesperadamente abrumada por aquella necia combinación de palabras, apagó la computadora y retornó al jardín, sin cuaderno. Contempló las estrellas, la luna, los grillos, la tierra y las flores. Pero no había un mundo humano que se integrara a eso en su jardín. En cierta forma, habiéndose creído más madura y reflexiva que el resto de la gente con la cual trataba, había caído en el mismo error… se había sumergido en un cubículo, no inducida por la televisión ni por la rutina ni por nada parecido, sino por sí misma y su miedo.
Se aproximó a una de las macetas y acarició la planta, comprobando que era real al menos. Era un amaranto, sosegado por la noche, pero con sus intensas flores rojas eternamente vivas y presentes. Quiso sentirse tan real como la planta, pero no pudo.
Era una sombra de sí misma…
La súbita corriente de emociones la asfixió, desacostumbrada a sentir algo más allá de su apatía por el mundo, por la humanidad. Era increíble, pero una simple frase había echado abajo su fortaleza, su máscara de barro. Se vio a sí misma, abrazándose como si quisiera preservar juntos aquellos pedazos de vidrio roto. Tuvo miedo de soltarse, pues comprendió que lo único que poseía en verdad era a sí misma… ni siquiera el amaranto le pertenecía.
Su propia mente la atormentaba. “¿Y quién eres?”
‘Soy yo’, quiso expresar, pero la voz le falló, y la oscilación sobrevino.
Ya no tenía todas las respuestas y casi ninguna certeza. Indefensa, absolutamente desnuda, se enfrentó a la propia fragilidad de su humanidad. No supo si estaba ciega o cegada. Pero supo que ya no podía caminar sola.
Necesitaba ayuda.
“Todo lo que podemos decidir es qué
haremos con el tiempo que nos dieron.”
- J.R.R. Tolkien
amaranth