Después de publicar este fic en
fiction.press, en mi
livejournal y poner el link en respuesta del reto que era -además de editar las tablas correspondientes- ya por fin lo subo aquí.
Antes que nada aclarar las cosas. Este one.shoot es una respuesta al reto de
neko propuesto en
Duelo literario; y que también responde a la viñeta dos de la tabla de Imágenes de
fandom_insano .
Os explico un poco de que va. Es un tema que nunca he tratado, y aunque me parece que no lo he hecho tan bien como podría, es la primera vez que hago uno así que aún me queda mucho que aprender. Puede que más tarde me dé por hacer otro one.shoot sobre el mismo tema -lo más seguro- pero bueno.
El tema es sobre las drogas. Más que sobre ellas, sobre esas personas que siguen ahí. Que a pesar de todo están ahí. Que son héroes no reconocidos. No he querido caracterizar al personaje. Sólo dar una idea generalizada. Nada de muchos detalles. Porque así es más fácil que alguien se sienta identificado. Y, por supuesto, tratando de no nombrar a ningún personaje excepto a Nadia. Por suerte, he podido evitar poner a Aída o a Daniel. Espero que os guste el resultado. :)
Héroes del silencio
Ella describía los colores que veía en la naturaleza utilizando la textura y el sabor de las frutas. El azul del cielo era diferente que el azul del mar porque no es lo mismo acarciar la piel de un melocotón que degustar un racimo de uvas. El verde de la hierba mojada por el rocío se confundía con el zumo de las fresas al morderlas.
A veces también utilizaba el sonido de la naturaleza, o las canciones que escuchaban juntos para describir todo lo que él no podía ver. La sonrisa con la que el hermano pequeño de su amigo, aún una criatura, le recibía cada vez que ambos entraban por la puerta de casa se asemejaba mucho a la brisa de primavera. Los fuegos artificiales que muchas veces escupían sobre el manto oscuro de la noche bien podría describirse con una canción de rock and roll que su padre componía cuando era joven.
Por suerte para Nadia, él no se daba cuenta de todas las veces que ella mentía. Las mentiras no tienen color, ni textura, ni sabor, ni sonido… y de una forma u otra él no conseguía descubrirlas.
Las historias que le contaba sobre su familia, la de él, solían ser ciertas. Su padre llegaba de trabajar cansado, y su madre ya estaba en casa para cuando él llegaba. Comían juntos, hablaban… cuidaban a su hijo menor. La vida típica de una familia de clase media. Excepto por aquellos detalles.
Los moratones en los brazos de su madre, las acuciantes ojeras en los ojos de su padre; la visita semanal de familiares para ver si todo iba bien, si el matrimonio necesitaba ayuda. Y su marcha, cabizbajos y preocupados, sin poder hacer nada.
No es que fuera un caso de violencia de género, no. Nadia sabía que los padres de su amigos se querían, se amaban; igual que querían a sus dos niños. Pero es que aquello les había destrozado la vida.
Todo había comenzado cuando Nadia cumplió diecisiete años. Sus padres le permitieron volver a casa más tarde. Entre bares y discotecas, la madrugada los descubrió en lo alto de un muro probando cosas que a Nadia le daban mala espina. Pero sus neuronas, completamente ebrias de alcohol y de olor a porros, no respondieron ante su irracional miedo. Con el puño fuertemente apretado, y sus ojos fijos en las pupilas del único amigo que se había mantenido con ella toda la fiesta, Nadia se tomó las pastillas.
Heroína, cocaína, caballo… ¿Qué más daba? Ella había sabido parar. Sólo había sido un momento de irresponsabilidad, no volvería a pasar. Además no le había sentado nada bien. Todo lo contrario que su amigo. El viaje alucinógeno lo había transportado a lugares inhóspitos, auténticos, tanto por descubrir… Lo que para Nadia había sido un horrible mareo, para él se había convertido en una odisea con demasiados colores.
A partir de ahí las cosas se aceleraron, se enloquecieron, despertaron de repente en una realidad que se resisitía a dejarse ver. El instituto quedó en segundo plano, la familia parecía más insoportable que nunca, los amigos y los colegas se confundían en una madeja de relaciones sobre las que Nadia no sabía qué pensar.
Veía cómo su amigos se consumía, languidecía y nada, nada de lo que ella dijera, servía para ayudarlo.
Ese nueve de noviembre la carretera estaba nevada. Había helado durante todo el día, y los copos de nieve habían cuajado, creando un infierno que casi se convierte en su tumba. El marcador de velocidad sobrepasaba los límites marcados por los de Tráfico, y el conductor veía borroso. No tuvo reflejos para alcanzar el freno antes de tiempo y, segundos después, éste lo engulló. A él, y a sus dos acompañantes que iban en el auto.
Cuando la policía acudió a examinar el siniestro no pudo sino sorprenderse de encontrar a alguien vivo en medio de tanta sangre.
Nadia no recuerda haber llorado tanto en su vida. Creyendo que la muerte le había arrebatado a su amigo, no quiso ver a nadie durante, al menos, una semana. Se preguntaba porqué había pasado algo así, cómo había podido consentirlo… Y tampoco entendía que sólo ella, de todos sus amigos, fuera la única que había creído en él.
Eso fue lo mismo que su amigo le preguntó días después en el hospital. Estaba cubierto por más tubos y cables de los que podía contar con ambas manos, pero a Nadia no le importó. Seguía vivo. Al menos, Dios, si es que de verdad existía un dios, le había dado otra oportunidad.
Nadia no supo contestar a su pregunta pues nunca se lo había planteado. Simplemente estaba allí por él, porque él era su amigo. Y eso era todo.
Por eso comprendía que aquella familia, a pesar de haber visto sus sueños hechos añicos, siguiera tirando hacia delante. Entendía que sufrieran en silencio: que no lloraran -que la madre se hiciera daño físico para aguantar el psicológico- delante de sus hijos; que el padre sólo lo hiciera por las noches, sin poder pegar ojo. Porque querían demostrarles a ambos que podían salir adelante. A pesar de todo lo que ella había atropellado al cruzar en sus vidas.
Ella también decidió estar allí. Sin miedo, sin lástima, sin inseguridad, sin rencor… siendo los ojos de su amigo. Porque él ya había perdido la vista con el accidente, y con sus temerarias acciones; pero no por un error iba también a castigarlo con otro. Como es el de perder a un amigo.
Y aunque nadie dijera nada, Nadia sabía que lo agradecía.
¿Qué me decís?