May 02, 2015 21:14
Todos los días le veo, durmiendo, pasando el rato, esperando la muerte, sentado en un banquillo a la entrada de su pequeña tienda de abarrotes.
Todos los días le veo caminando a paso lento e inseguro, escucho sus pasos tambaleándose de aquí a allá en las noches.
Todos los días le saludo y le sonrío, él devuelve la sonrisa y seguro no ha escuchado que le he dicho Hola, Papá Carlos.
A veces me escondo para que no me vea caminar, indiferente y ajena, a veces ni es necesario que me esconda porque él difícilmente se da cuenta de algo más cuando está caminando a través del patio.
Todos los días me pregunto qué está pensando, qué está recordando, de qué se llena su mente cuando no tiene nada que hacer. Me pregunto si la está recordando, si estaría mejor con ella a su lado, sentada miserablemente en un banquillo acolchado o sobre su silla de ruedas. A lo mejor estarían conversando, aunque eso no sucedía muy a menudo. A lo mejor estarían los dos, sentados, cada uno en su cabeza, pero juntos, al fin y al cabo. Muy conscientes el uno del otro.
Renegando, sí. No dije que solieran ser una pareja ortodoxa llena de amor y detalles, más bien eran una de discusiones y dependencia no voluntaria.
Tal vez ambos eran el karma del otro.
Todos los días escucho cómo su sordera le hace punto de gritos por parte de mi tía, que a sus cincuenta y tantos ya perdió la paciencia o la compasión.
Aquéedadperdistelacompasión.
A qué edad voy a perderla yo.
Será que ya la estoy perdiendo porque entonces no digo nada. Me quedo callada y finjo que no estoy. Que ya me he ido.
Todos los días me pregunto cómo se siente. Si el frío le cala los huesos como a mí, si consigue dormir temprano, en qué piensa cuando se levanta tan temprano, cómo escucha mi voz, cómo nos ve. Si hay cariño de por medio.
No lo sé.
No somos cercanos.
Tal vez antes sí. Tal vez antes teníamos una relación más común de abuelo-nieta. Lo recuerdo fumando y a veces, jugaba conmigo, con mis hermanas. Recuerdo que daba volantines con él sosteniéndome de los brazos. Lo recuerdo, sí. Recuerdo que me reía y recuerdo que veía la calle al revés muy confiada de que no iba a soltar mis manos. También recuerdo el olor a cigarro y los lentes delante de esos ojos chiquitos.
A veces recuerdo unos helados de 10 centavos y unas bolsas de chizitos cuando los taps de Pokemon lo eran todo.
Ahora parece el mismo solo que hay una brecha entre él y yo, que a veces intento rellenar con saludos, una conversación amable que le grito para que me oiga o toda la compasión y lástima, aunque suene mal, que siento cuando oigo los gritos y los movimientos sordos cuando, en medio de su soledad, cierra la tienda.
Nunca hemos sido tan amigos.
No sé si volveremos a coincidir. Pero he aprendido cosas de él aunque haya sido más bien un personaje ajeno en mi vida.