Al comenzar la pubertad, cuando me dio por leer algunas novelas decimonónicas en las que escribirse notas era algo común y cotidiano, mi hermana y yo iniciamos el juego de escribírselas a mi entonces amiga y vecina, de cuyo nombre no quiero acordarme. De modo que, aunque nos hubiésemos visto el día anterior, le anotábamos algunos apuntes tontos o anécdotas del colegio en una hoja de nuestras libretas y se lo dejábamos en su buzón, firmando como "Señoras García", o "Condesas de Orange". Al día siguiente, nada había más emocionante que llegar a casa de la escuela y pedirle a mamá que mirara en el buzón a ver si había carta, porque seguramente la había, aunque fuese media cuartilla, y aunque un par de horas después fuéramos a casa de la remitente a pasar la tarde juntas.
Este recuerdo me ha venido a la memoria porque estoy leyendo el libro
Ligero de equipaje, la biografía que Ian Gibson, el renombrado hispanista, dedica a Antonio Machado. Intercala su narrativa con poemas, textos y cartas escritos por el insigne autor y otros contemporáneos del gran poeta, como Unamuno, Ortega y Gasset o Juan Ramón Jimenez; y no deja de maravillarme el dominio que tenían de la lengua los intelectuales de esta época, capaces de hacer rendir a cada palabra toda su belleza y su mejor resonancia.
¿Se imaginan cómo sería recibir una carta de tan ilustres señorías? Desde el encabezado, que me parece que comenzaría con un: "mi querisídima amiga", ya habría comenzado yo a emocionarme.
En estos tiempos que corren, más que nunca, admiro aquel que se toma su tiempo en escribir bien y bonito, y más aún si se lo escribe a otro ser humano, y hasta temblar de emoción si lo hace físicamente: con un boli en la mano, con el boli sobre el papel. No desdeño los avances tecnológicos, la evolución y el progreso, pero ¡demonios!, ¡qué pérdida irreparable ha sido dejar de escribirse cartas! Las generaciones futuras ya nunca conocerán ese placer inmenso de recibir un sobre a su nombre, donde se le comuniquen otros asuntos que no sean cosas que debe pagar, que se le hayan cobrado ya, o que debe recoger en su oficina de correos.
Me entristece tanto pensar que los tiempos de la retórica hayan pasado a la historia... Pero quiero ser optimista: prefiero pensar que esta ciudad es muy grande y aún no he encontrado la rebotica donde una vez a la semana quedan los tertulianos a afilar sus lenguas retóricas para que no se les oxiden. Donde los platónicos conversan e intercambian saberes con los kantianos, los poetas con los copleros, los cuentistas con los juglares, Proust con Pericles.