Pues resulta que
mordaz vio "Blancanieves y la leyenda del cazador" y no le gustó, pero luego tuvo una brillante idea para escribir un fic (en este post:
http://mordaz.livejournal.com/100015.html), idea que se me metió en la cabeza sin darme cuenta y me ha hecho escribir esto. Ejem. No es lo que suelo escribir, pero me apetecía experimentar con algo nuevo.
Así que este fic va para ti,
mordaz, por inspirarme y empujarme a hacer algo distinto. Y como regalo adelantado de cumpleaños, ya que según LJ es el día 14 y no creo que esté por aquí. ¡Feliz no-cumpleaños! Espero que te guste :3
Disclaimer: Esta historia está basada en la película "Blancanieves y la leyenda del cazador", de la que no soy dueña ni na'.
Advertencia: Contiene "necrofilia" y angst y cosas dark and full of terrors. Niños, tapaos los ojos XD
En la oscuridad
I.
Puede que él también estuviera muerto y ni siquiera lo supiera. Puede que al final hubiera conseguido matarse a alcohol, literalmente.
Y si no fuera por el dolor que le desgarraba el pecho, lo hubiera creído. ¿Pueden los muertos sentir dolor? ¿Podía sentir ella allí su presencia? ¿Podía oler su aliento ebrio, respirando ansioso sobre sus labios de sangre? ¿Podía oír sus quejidos, podía sentir las lágrimas atascadas en sus pulmones, que le impedían respirar?
Era como Sara pero no lo era porque Sara estaba muerta y ella no podía estarlo. No podía. Porque los muertos no tienen los labios rojos y una sombra carmesí tras sus mejillas. Los muertos no yacen con esa expresión pacífica, como si tan solo estuvieran durmiendo.
Pasó un dedo mugriento por sus labios, esperando sentir su aliento cálido escaparse por entre sus dientes. Pero lo único que encontró fue el tacto frío de su piel. Algo parecido a una risa se escapó de su boca y resonó contra las paredes de piedra oscura, convirtiéndose en un gemido ominoso y lamentable.
Por supuesto que estaba muerta.
Se apartó, inclinó la bota, y bebió un par de tragos más. El sabor amargo de la hidromiel le hizo estremecer. Comenzó a andar alrededor del lecho de piedra, de su cuerpo (no cadáver, no cadáver, NO), como si estuviera haciendo una especie de guardia para protegerla. ¿Protegerla de qué? Ya estaba muerta.
-Imbécil -murmuró, y la palabra se perdió entre las volubles sombras de las velas que inundaban la estancia.
Quiso decirle algo. Quiso decirle mil cosas. Todo lo que no había podido decirle cuando estaba viva. Quiso decirle que no había sido su intención huir de aquel pueblo, que los gritos de aquellas mujeres mientras se quemaban vivas le perseguirían por siempre en sus pesadillas. Que lo único que él había querido era protegerla. Y que le había fallado, como había fallado a Sara. Quiso contarle que no la había amado desde que la vio acariciar al ciervo blanco. Ni desde que había descubierto su verdadera identidad. Ni siquiera la había amado desde que ella le salvó la vida en el puente del troll. La amaba desde que la sacó del hueco de aquel árbol e intercambiaron miradas por primera vez durante un breve instante. Que eran sus ojos, sus labios, su rostro, su bondad, lo que le había salvado del abismo en el que se encontraba. Y que no lo supo hasta que fue demasiado tarde. Que ni siquiera importaba que ahora lo supiera, porque jamás la había merecido ni la merecería.
Miles de palabras cursis inundaron su mente, como si algún escribano de tres al cuarto le estuviera susurrando estupideces al oído. Le hubiera gustado decirle que subiría al cielo y sería la reina de los ángeles, o alguna gilipollez así. Pero ni siquiera él era tan estúpido. Llevaba demasiados años sumido en la oscuridad para creer que pudiera existir algo como el cielo. Su hermoso cuerpo de doncella se pudriría en una urna por toda la eternidad, los gusanos le comerían los ojos y toda la sangre de su rostro y sus labios se marchitaría hasta volverse negra como la misma muerte.
Se sentó a su lado y acarició su cabello, suave y oscuro.
-Eres demasiado hermosa para este mundo de mierda, Blancanieves.
Demasiado hermosa para él. “Blancanieves, Blancanieves”, hicieron eco las paredes. Y puede que fuera el alcohol, o que realmente había terminado de volverse loco, pero hubiera jurado que algo, o alguien, le respondía. Hubiera jurado que algo se movía, oculto entre las sombras, y sus instintos de cazador le hicieron levantarse y sacar su cuchillo, con los músculos en tensión. Miró hacia los lados, con la espalda pegada al lecho de la muchacha, a la espera de que un monstruo, un fantasma, un eco, se escapara del humo oscilante de las antorchas y le arrancara la cabeza de cuajo.
Pero no pasó nada.
Ni siquiera tenía suerte en eso. Cerró los ojos por un instante, y suspiró, mientras sus músculos volvían a la normalidad. Estaba loco, lo sabía. Y borracho. Si en ese momento se hubiera cortado las venas, habría sangrado alcohol. Pero eso no cambiaba el hecho de que estaba completamente loco. ¿Cómo si no podría pensar que había alguien más en aquella habitación vacía? Ya había guardado el cuchillo, cuando sintió la mano en su hombro.
-Cazador...
Se dio la vuelta tan rápido que estuvo a punto de caerse por el mareo. Y entonces el mundo entero se detuvo.
No estaba. Blancanieves no estaba. Había desaparecido.
La bota de hidromiel cayó al suelo, vertiendo su contenido a sus pies.
-¿Blancanieves? -llamó, mirando en derredor-. ¡Blancanieves!
Sintió cómo el pánico le atenazaba la garganta. ¿Cómo era posible? ¿Estaba viva? ¿Era un fantasma? ¿Un sucio truco de la reina bruja?
-¡Ravenna! Me las vas a pagar -gritó al vacío, y sólo su eco le respondió.
Fue entonces cuando ella le agarró por detrás.
-No soy Ravenna.
Habría reconocido la dulce voz de la muchacha en cualquier parte, pues era el sonido que más ansiaba escuchar.
-Blancaniev... -comenzó él, mientras se volvía. Ella le puso un dedo en los labios, acallándole.
Acercó su boca a la de él, sin tocarla. Sus manos recorrieron su pecho, apretando su pequeño cuerpo contra él. Sólo después de unos tormentosos instantes, ella lo besó, de puntillas, mordiendo sus labios resecos con sus diminutos dientes.
-¿Sabes cuánto tiempo he deseado hacer esto?
Comenzó a desabrocharse el vestido, dejando sus pequeños pechos al descubierto.
-Esto no está bien -dijo él.
-Mentira -respondió ella, y su voz sonó casi cruel-. No me mientas. Tú lo deseas tanto como yo. Lo has deseado siempre.
Y él ni siquiera se atrevió a abrir la boca, porque no era capaz de mirarla a los ojos y mentirle. No a ella. No era capaz de soportar por más tiempo el roce de su cuerpecillo blanco contra su ropa, la presión, el ardor en su vientre, ahí quieto, sin hacer nada. La cogió por la cintura, sin miramientos, y la puso sobre el lecho mortuorio. Se colocó sobre ella y besó sus labios rojos, como tantas veces había deseado hacer, imaginándose su sabor, imaginando los gemidos que se colarían por entre sus bocas. Pero ahora que por fin podía probarlos, no sabían a sangre, ni a fresas, ni siquiera sabían a manzana roja.
Sabían a muerte.
Porque lo estaba, estaba muerta, y él sólo era un loco besando un cadáver en una habitación oscura y fría. ¿Había sido real? ¿Había sido ella la que se había desabrochado el vestido? ¿O había sido todo un producto de su mente descarnada y rota? No habría sabido decirlo. Ella seguía allí, quieta, en paz, con sus labios y sus mejillas aún más rojos si cabe. Parecía estar viva... Quizá lo estaba... Volvió a besarla. Acarició sus senos, demasiado pequeños, demasiado suaves y tiernos bajo sus toscos dedos.
Estaba viva, tenía que estarlo. No podía haberlo imaginado. Estaba viva, hermosa bajo sus dedos, y lo deseaba. ¿Acaso importaba que sus ojos estuviesen cerrados o abiertos? Terminó de quitarle el vestido con un ansia casi feroz. Besó su vientre, mordió su pecho, y casi pudo sentirla estremecer. Se desabrochó el pantalón y la penetró, despacio, primero, como pidiendo perdón, como temiendo hacerle daño, tan despacio que le resultaba casi insoportable. Hasta que ya no pudo aguantar más y se liberó en una cadencia casi bestial, descontrolada, porque sabía que ya no había marcha atrás, porque bajo sus capas de locura era consciente de que estaba cometiendo el más atroz de los pecados y ya nada podía redimirlo, y si iba a ir al infierno prefería irse lo más rápido posible.
Terminó, y su cuerpo se quedó laxo y sudoroso, jadeando blandamente sobre el de ella. No quería separarse, no todavía, no cuando ello significaba volver a la realidad y admitir los pensamientos que martilleaban su cabeza.
Que ella estaba muerta.
Y que él lo había estado siempre.
Se arrastró fuera del lecho, moribundo, extenuado. Volvió a colocar el vestido sobre el cuerpo inerte de la muchacha, con un cuidado casi ceremonial.
Y se marchó, dejando allí su bota de hidromiel, su honor y su cordura.
Si se hubiera quedado unos segundos más, la habría visto despertar, confusa y dolorida, pero llena de vida otra vez.
II.
El cazador luchó a su lado. Hubiera luchado por ella en esa guerra y en todas las guerras del mundo, mientras aún le quedase una gota de sangre en el cuerpo. Le hubiera gustado mirarla a los ojos, sonreírle, decirle algo ingenioso, poner una sombra de felicidad en su rostro melancólico.
Pero no lo hizo. Ni siquiera los escribanos de tres al cuarto podían dictarle ahora nada cursi que decir. Parecían haberse agotado en el discurso delirante y rabioso que pronunció Blancanieves al despertar.
Ganaron la guerra. Hubo festejos, alegría. Pero no para él. Para él hubo alcohol y alguna que otra pelea de taberna de las que tan bien se le daban. Eso era lo suyo.
Y un buen día, la Reina Blancanieves anunció que se casaría con William, el hijo del Duque Hammond. Era de esperar. Una reina necesitaba un esposo, y no había mejor candidato que él.
El cazador supo que no podría soportar verla casarse con otro. Supo que llevaba demasiado tiempo dando vueltas en aquel pueblo. Ya era hora de irse.
Y nunca supo si fue la culpa, o la locura, o el alcohol, pero tuvo que despedirse. Debía decirle algo antes de marcharse. Algo.
Le permitieron el acceso a sus aposentos, por ser él quien era, porque su valor en la guerra lo había convertido en alguna especie de héroe, y porque Blancanieves aún lo apreciaba. La encontró mirando por la ventana, hermosa, regia, con esa expresión insondable que normalmente exhibía su rostro.
-Majestad... -comenzó él, cabizbajo -. Creo que ha llegado el momento de que me vaya.
Ella se volvió y, despacio, se acercó a él.
-Temía que este día llegase tarde o temprano.
Le puso un dedo en la barbilla, haciéndole levantar la mirada del suelo.
-Cazador... Mi cazador, ¿por qué ya nunca me miráis?
La culpa y la vergüenza que habían estado tanto tiempo ahogadas en alcohol afloraron de repente, cortándole la respiración. Ella sólo pudo ver sus ojos durante un instante, pero fue suficiente para que ambos supieran la razón.
-Fuisteis vos, ¿verdad?
Lo sabía. Ella lo sabía. Lo había sabido siempre. Algo amargo se retorció en el estómago del cazador.
-¿Por qué no dijisteis nada? ¿Por qué no me denunciasteis?
Ella lo miró con una tristeza resignada.
-Me salvasteis.
-Os...
Ni siquiera se atrevía a decirlo.
-Sí. Pero, dime, ¿qué bien nos habría hecho a cualquiera de los dos el decirlo?
Nada. Esa era la única respuesta.
Ella acarició su mejilla, áspera por la barba de mil días, y él se refugió en el hueco de su mano, como si fuese el único sitio donde pudiera estar a salvo. Sus labios rozaron sus dedos en un gesto lánguido, interminable.
Pero terminó. Él se apartó bruscamente, temiendo que si no lo hacía entonces, no fuera capaz de hacerlo jamás. Sólo en ese momento tuvo fuerzas para mirarla a los ojos, y sólo vio en ellos perdón. Vio la misma infinita bondad que hizo huir a aquel troll del que ella le salvó la vida.
-Sabéis que os hubiera amado siempre, ¿verdad? -murmuró el cazador.
-Lo sé.
Y sin decir nada más, salió por la puerta para no volver jamás.
PD: No sé si es exactamente lo que querías, me ha quedado quizá más triste y melancólico y menos oscuro de lo que pretendía, pero es que sentía que era lo que necesitaba la historia.