La ciudad estaba en silencio. Apenas se oían los ruidos de la calle, ya que apenas se había hecho de día. Solo algunos pocos, que tenían alguna cosa que hacer, estaban despiertos, pero no eran suficientes como para quebrar la tranquilidad de toda la ciudad.
Él era uno de estos pocos. No porque tuviera nada que hacer, si no porque se había acostumbrado, desde siempre, a levantarse temprano. Vestido con una camisa un tanto vieja y unos pantalones de pijama, el joven hacía el desayuno en silencio en la cocina. Le gustaba aquella calma matinal y no quería romperla más de lo necesario.
Ella, por el contrario, seguía adormecida plácidamente en la cama deshecha de él. Nunca había sido madrugadora en absoluto, pero algo la había despertado aquella vez. Un aroma… ¿A tortitas? ¿Quién estaría haciendo tortitas a aquellas horas de la mañana? Así que se había quedado pensando en las posibilidades de quién podía ser, sin llegar a pensar en la más obvia -y seguramente, la única- de todas.
Lentamente, se levantó de la cama que casi consideraba suya y buscó al causante de su despertar. Cuando lo encontró cayó en la cuenta y se recriminó internamente. Al parecer, no se había dado cuenta de que estaba allí, así que, aprovechando que en ese momento se encontraba de espaldas a la puerta, se acercó lo más sigilosamente que pudo hasta abrazarlo, rodeándole la cintura por sorpresa.
Supuso que ya sabría que era ella, pero de todas formas, acercó sus labios a la oreja de él y le susurró los buenos días antes de apartarse. Cuando ya se encontraban frente a frente, él le devolvió el saludo con un suave beso. O al menos, había empezado como tal, porque después, a ese beso le siguió otro. Y después, otro más. Una cadena de besos, uno detrás de otro, se iban sucediendo en las bocas de ambos.
Al cabo de los minutos, ella se encontraba sentada en la mesa, con él agarrándole las caderas, acariciando sus músculos. La ropa seguía puesta, pero la temperatura subió de todos modos. Las manos de ella recorrían el cuello y la parte superior de la espalda del chico. Los besos ahora se esparcían por los cuellos de ambos. Algunos incluso llegaban a las orejas, provocando suaves y tímidos gemidos en la boca del receptor.
Ella, por fin, encontró el valor en medio de toda aquella neblina que era su pensamiento y, con rapidez, le quitó la camiseta al chico, que se quedó mirándola anonadado, sin saber qué hacer. Por un momento, solo existía eso, una mirada. Una pausa antes de que aquello ocurriera. Muchas preguntas -¿Estás segura? ¿De verdad? Sabes que aun podemos parar, ¿No?- concentradas en la mirada café de él. Una sola respuesta, la única que importaba realmente -Sí-, estaba reflejada en la mirada esmeralda de ella.
Y entonces, todo se descontroló. Todo, absolutamente todo, había parecido perder el sentido y no importaba no recuperarlo jamás. No era -aun- nada diferente a lo ocurrido hasta ahora -besos, caricias, más besos-, pero ahora ya no había fin, no había por qué parar. Si no fuera por aquel ruido intruso en aquel mundo privado, encima de la mesa de la cocina, que ambos se habían creado.
Al principio, bastaba con ignorarlo. Pero poco a poco, el insistente sonido penetraba más profundamente en sus mentes, deshaciendo aquel ambiente que a ambos les había costado tanto crear. Sin embargo, y a pesar de saber que aquello no iba a pasar -al menos, no esa mañana-, ninguno se dio prisa por acudir a la llamada del teléfono.
Fuera quien fuera quien llamaba, podía esperar unos minutos más, al fin y al cabo, el día acababa de empezar.
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¡Yay!