Pues... esta viñeta o historia, porque se alargó mucho (?), es de LD, tiene relación con LD, pero es totalmente irrelevante para la verdadera historia. Así que no es muy spoiler que digamos...
En fin, se trata del padre de Naima de joven. Ya verán como es...
Les aviso que hay un poco de improvisación en lo que hago, así que discúlpenme las incoherencias (?).
Como sea, aquí está la primera parte. Ya veremos cuándo traigo la segundo y (¿quién sabe, si es que hay?) tercera.
Alguien golpeó a la puerta, al tiempo que él se ajustaba las mangas de su camisa y se observaba críticamente al espejo, buscando cualquier imperfección, aunque fuese la más mínima.
-Ya voy -anunció el muchacho, de dieciocho años recién cumplidos-. Se supone que es mi celebración de cumpleaños, ¿por qué no se pueden esperar?
Por supuesto, aquel último comentario no fue expresado en voz alta. Era claro que no tenía tanta libertad para decirlo.
Respiró hondo, al tiempo que sus párpados se relajaban sobre sus ojos y una mueca solemne inundaba su joven rostro bronceado. Observó con algo de desagrado el cabello rubio ceniciento y opaco, sabiendo que nada iba a hacerlo brillar de una forma digna.
Luego se encaminó hacia la puerta de su enorme habitación, con elegancia en sus movimientos. La costosa y delicada ropa, que tenía que usar para la ocasión, ondeaba a su alrededor, y por alguna razón, aquello le recordó que, por algún capricho de los ancestros, para las fiestas como aquella debía colocarse una máscara.
-Es redundante, casi -pensó, mientras se colocaba el antifaz frente a los ojos y lo ajustaba-. Ya todos nosotros vivimos con una de éstas estampadas a los rostros.
Salió lentamente, y, con voz artificialmente serena y educada, se disculpó por su demora con su madre, que le miraba con el ceño fruncido.
-Está bien, pero no te atrases más -le dijo despectivamente, como siempre, mientras ella misma buscaba algo con qué cubrirse parte de la cara-. Los Luvean trajeron a su sobrina. Es una muchacha encantadora y de fantástica familia, ya sabes. Deberías conocerla.
-Por supuesto que lo haré, madre -respondió con voz serena, aunque interiormente estaba nervioso, tratando de planear una forma de poder escapar de entre el montón de gente al que se dirigía. Por un segundo, tuvo deseos de correr, mas no pudieron cumplirse, dado que una voz, encargada de presentarlo al resto, inundó sus pensamientos.
-Ahora con ustedes, una persona que seguro será el futuro de este país: el joven señor, Emir Griot.
Y el aludido entró a la sala de eventos de su mansión, saludando a todos con un respeto que ni siquiera sentía. Le daban asco, porque parecían un montón de bestias superficiales revolcándose en su riqueza.
Y le asustaban, porque no tenía idea si les pasaba como a él, que vivía fingiendo, o si realmente eran así. No sabía qué le parecía más horrible, de cualquier modo.
Hace años que escuchaba lo mismo, día tras día. La gente le adoraba desde que era pequeño. La alta sociedad estaba a sus pies y siempre había escuchado las mismas palabras.
Él era la esperanza del país, según muchos. ¿Esperanza de qué? Jamás se había logrado enterar, mas todos parecían ver en él algo maravilloso.
En sus ojos serenos, en su espalda recta, en sus perfectos modales y su cerebro brillante. Había algo imponente y fantástico en todos esos aspectos de Emir. Un joven prometedor, sin duda, con un increíble carisma con el que parecía haber nacido y un don para hablar en público.
Por supuesto que era admirado y respetado por todos. ¿Cómo no lo iba a hacer? No se esforzaba tanto en fingir para obtener nada a cambio.
Pues en verdad Emir no era nada de lo que los ojos podían ver. Su actitud ejemplar y todo aquello eran sólo una falsa pantalla para poder obtener un éxito que, según le habían dicho desde que había nacido, merecía.
En el fondo, era alguien increíblemente simple y despistado, cuando al fin lograba relajarse. Era bastante amigable, no aquella figura tan respetada que jamás podía tener alguien realmente cercano. La verdad, era increíblemente simple, aunque bastante egoísta. Sin embargo, su auténtica identidad a sus padres no le importaba, la sociedad nunca la hubiese aceptado y no había nadie para verla. Nadie excepto ella.
Ella, algo histérica aunque tímida. Respetuosa y nerviosa. Ella, hija de una de las tantas parejas de criados de la familia, Maeli Alest.
La había conocido hacía demasiado tiempo. Mucho antes de que la presión social se revelase ante sus ojos, de que entendiera la realidad de aquel mundo en el que vivía. Hace tanto que ya no recordaba cuánto. Sólo sabía que desde ese instante se había vuelto el contrapeso por el que su mente se mantenía estable y, una vez que se hubiera dado cuenta de que estaba mal, ya era demasiado tarde para abandonarlo.
Y en la actualidad, estaba atrapado en aquellos grandes ojos color chocolate y las conversaciones llenas de miradas paranoicas alrededor, con miedo a que lo vieran actuar de esa forma tan indigna. No podía permitir que otros observaran su rostro desenmascarado.
En esos pequeños momentos de libertad, el intentaba ser libre, de una vez. Poder estar tranquilo por un rato. Sin embargo, esos pequeños momentos lo comenzaban a frustrar. No importaba si Maeli le hablaba abiertamente de sus sueños, no importaba cuantas veces le había confesado que quería lograr que su madre y padre pudiesen tener una vida tranquila y no tuvieran que matarse trabajando para sobrevivir. Aunque hiciera todo eso, siempre terminaba agregando, desconcertada como si acabara de despertar de golpe:
-¡Perdón, señor Griot! Es muy descortés de mi parte decir estás cosas -y se mordía el labio y comenzaba a temblar.
-Está bien -le respondía él siempre, sintiendo que la distancia entre los dos se agrandaba y estaba a punto de ponerse a llorar de desesperación-. Cuando estamos solos puedes tratarme como a un amigo. Llámame Emir.
Mas ella sólo se ponía más nerviosa, para luego mirar el cielo o algo por el estilo. Luego inventaba alguna excusa barata para irse y se alejaba, incómoda.
Antes, sabía vivir con eso, pero en ese momento se volvía cada vez más frustrante, más solitario. Y Emir ya tenía claro que no había nada que el tiempo se iba agotando. Una vez que hubiese cumplido los dieciocho, tendría que casarse, marcharse y vivir disfrazado por el resto de su vida. Nada le daba más miedo que pensar en ese día.
Y éste había llegado. Entre toda esa gente refinada en esa fiesta, vio su futuro. Día tras día, hora tras hora de fingir. Ya no había nada que hacer.
Absolutamente nada.