Autora:
esciamPalabras elegidas: embeleso
Personaje: Hefesto, dios mayor de la metalurgia y el fuego, inventor. Aglaya, una de las tres “Gracias”. simbolizaba la inteligencia, el poder creativo y la intuición del intelecto.
Rating: PG14 - HET
Palabras: 6.228
III. Entrega
Eufrósine era una diosa de necesidades simples, y tal vez por eso, difícil de complacer. Ser la divinidad de la alegría y felicidad hacía que pudiera estar en cualquier momento o situación, siempre y cuando quienes estuvieran con ella compartieran o se dejaran contagiar por esas emociones. Y no siempre se podía hacer eso, porque la vida requiere ser atendida más que el alma. Pero Eufrósine jamás entendía eso. Si había algo para levantar el ánimo, algo que, como ella decía, hiciera “brillar y reír al alma”, no parecía ver otra cosa más que eso.
Talía y Aglaya, no sin cierta condescendencia, decían que las tres se mantenían muy unidas más que todo por Eufrósine, porque alguien con un espíritu semejante debía ser cuidado de y en la vida. Talía y Aglaya atendían su vida, y ella atendía el alma de las tres.
De eso último se dio cuenta Aglaya en esos días, y había llegado a regañarse por no ver lo valiosa que era su hermana desde antes, o en todo momento. Eufrósine fue la única que no la vio como si hubiera perdido la razón cuando empezó a decir que quería ser sacerdotisa de Hefesto.
-¿Sacerdotisa de Hefe...? ¡Pero eso ni siquiera existe! -le había exclamado la primogénita de las tres.
Talía la miraba como esperando que dijera que solo bromeaba. Aglaya, impaciente y la defensiva, respondió de igual a igual, como su hermana le había hablado:
-Entonces seré la primera. Si alguien tiene serlo, lo seré yo.
Eufrósine se reía por lo bajo, sin malicia, pero viéndola directamente. Aglaya, acostumbrada, pasó de ella. A veces caía mal tener una hermana que viera el lado positivo o gracioso de todo. Talía ni se había dado cuenta de la reacción de Eufrósine, y estaba más abocada a discutir con la menor su nueva determinación:
-Pero eres del séquito de Afrodita, como nosotras, no puedes...
-Desde hace años vengo diciendo...
-¡Eres una diosa de la belleza, tu vida no carece de nada con nosotras, no puedes...!
-... Que iba a hacer esto hasta que... ¡Siempre olvidas que no vivo para ustedes, que debo buscar mi función, y con Hefesto...!
-¡Pero de qué función hablas, si ya tienes una... Ah, ¿¡Acaso crees que hacer trabajos pesados para un dios deforme es tu función!?
-... sabré para lo que sea que nací y yo... ¡No hables así! ¿Acaso alguna vez te has sentado a hablar con él en vez juzgarlo sin más?
Talía y Aglaya estaban tan impacientes para hacer entender a la otra su argumento, que terminaron hablando a la vez, y exaltándose cada vez más. Para cuando tuvieron que dejarlo, simplemente para poder respirar y volver a tener un porte más digno, las dos se miraban ya con expresiones de disculpa. Eufrósine, que se había alejado un paso de ellas como para no estar en medio del fuego cruzado, se acercó a Aglaya, con una sonrisa cariñosa y cercana.
-Entonces, ¿eres una artesana? -le preguntó, mirándola con cierto nerviosismo-. ¿Eso es lo que te hace falta para ser feliz, hacer cosas con barro o piedras?
-¡Frosy, por Gaia! -exclamó Talía, y luego se mordió el labio, para no dejar ir peores palabras por su boca-. ¡Obvio que no, eso no puede ser!
-¿Por qué no? ¡Podría serlo! -saltó Aglaya hacia la mayor, indignada- Tú eres una diosa floral, naciste y creciste entre la gente de Afrodita, pero tu poder te hace ser de Démeter y solo lo supimos hasta que ya eras adulta. Yo puedo ser algo como eso.
-¿Puedes moldear las piedras con las manos?
Aglaya bajó la mirada y cerró la boca, derrotada. Pero contestó, solo porque no quería darle el placer a su hermana de hacerla callar.
-No.
-¿No te quemas con el fuego? ¿Puedes sentir la forma de la tierra, o hacer que las cosas se calienten?
-¡No! No puedo hacer nada de eso, pero Hefesto no es solo un dios vulcánico, él es... él está despierto al mundo. -Aglaya se sumió tanto en ese emoción de vaguedad que tenía cuando quería explicarse, hasta a ella misma, que nada quedaba de su enojo e indignación-. Mientras nosotros solo nos damos cuenta de que las cosas existen, él se maravilla por ellas y no puede no pensar en todo, porque hasta lo más mínimo puede ser simplemente extasiante. ¿Alguna vez te has preguntado por qué llueve? Él me lo explicó, y es tan lógico, tan presente en la cotidianidad, que es hasta insultante que nunca hubiera pensado o visto antes ese proceso. Además sabe de magia, y mucho. Dice que no la entiende, pero que si sigues sus reglas, funciona. ¿Sabían que toda su montaña tiene hechizos? Él los dibujó con sus propias manos. Dijo que la tierra lo guió a saber cómo hacerlos, que él solo tuvo que afinar su mente para traducir las instrucciones y que funcionaran. Es tan parecido a lo que dices de cuando haces crecer tus plantas, Talía.
Solo hasta ese momento, Aglaya se dio cuenta de que estaba hablando y sonriendo con cariño a alguien que no estaba presente ahí. Además, de que miraba sin mirar a sus hermanas porque justo en ese instante, supo que Eufrósine le pedía con la mirada a Talía que la dejara hacer, mientras la otra tenía la boca abierta y el ceño fruncido.
-¿Estás...? ¿Estás realmente enamorada de... Hefesto? -dijo entonces, con tono de que ni se creía estar diciendo esas palabras.
Aglaya se sonrojó, pero de indignación:
-¡No es... no es eso! ¡Tártaro! Estoy hablando de... de que mi función. Algo tiene que ver con la de Hefesto, y quiero encontrarla junto a él. -extraño. Solo después de decirlo, se pudo entender totalmente a ella misma.
Talía abrió un poco más la boca y la miró negando lentamente. No podía decir algo aunque intentó empezar a hacerlo algunas veces, porque aún no entendía de lo que estaba hablando Aglaya.
-Dime lo de la lluvia -pidió de repente Eufrósine, agarrándole un brazo codo con codo a su hermana menor.
Ni Talía ni Aglaya se aguantaron de reír con cariño una, y cierta impaciencia la otra.
-¿Eso es lo único que tienes que decir al respecto, Frosy? ¿”Cuéntame de la lluvia”?
-Cuando me contaste de aquellas flores, yo te pedí que me hablaras de ello. Ahora Aglaya ha encontrado lo que la hace feliz. No entiendo porqué le tienes que poner peros. No hace mal a nadie querer ser sacerdotisa de Hefesto. Puede ser muy serio y eso, pero todos dicen que es amable a su manera.
-¿Y no se te ocurre pensar que le debemos pleitesía a Afrodita? -insistió la mayor.
-Creo que podremos hablar con ella. Sé que no es tan intransigente, algo se podrá hacer. -le respondió la del medio, mientras Aglaya la abrazaba dándole las gracias con ese simple gesto.
Talía seguía sin aceptarlo, pero tampoco hizo más por detenerla. Le dio a entender que estaba cometiendo un error y que ya regresaría a ellas cuando se diera cuenta de eso.
Pero Aglaya lo dudaba. Ya tenía unos cientos de años de vida, y estaba muy decidida. Hermes había tenido razón, sus hermanas ya tenían su función, y ella debía buscar la suya.
Eufrósine la acompañó en el viaje, como un gran apoyo, y estuvo junto a ella cuando le pidió a Hefesto que le concediera el honor de ser su pupila. También fue la que brincó gritando de felicidad cuando éste le dijo que sí con un movimiento de cabeza, porque estaba muy sorprendido para decir algo.
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Llevaban poco más de tres ciclos lunares trabajando casi todos los días juntos; y Hefesto no podía creer que su vida hubiera cambiado tanto.
Antes de conocer a Aglaya jamás se le había ocurrido, por ejemplo, tener recesos para comer por horario y no cuando le daba hambre, lo cual siempre sucedía cuando terminaba alguna fase en lo que hacía y se daba cuenta de que tenía días sin comer. Pero, en ese momento, lo hacía no tanto por él mismo, que su cuerpo siempre resistía lo necesario para poder seguir trabajando en sus inventos cuando tenía entusiasmo, sino por ella. Aglaya no solo necesitaba comida, sino tiempo para sentarse y no hacer nada, o solo hablar; que en su caso era demasiado práctico, porque así también podían corregir o pensar más cosas sobre los proyectos, o simplemente pasar un buen momento de relajación.
Hefesto sabía que era una persona difícil con la cual estar cerca. El haber crecido rodeado de muchas ninfas no había ayudado a hacerlo sociable. Ellas no lo trataban mal, pero solo parecían acordarse de que él existía cuando tenían que hacer algo por su subsistencia. Darle de comer, más que todo. Hefesto podía recordar que, muy joven, él esperaba algo más de ellas, que ya grande entendería que lo que quería era que fueran su madre. Solo lo entendió cuando una no se fue para casarse, y tuvo a su hija mientras seguía viviendo con ellas. Vio la diferencia en el trato hacia la bebé en comparación a la de él. Nunca había estado tan celoso en su vida, y triste.
Pero, al menos, siempre fue muy inteligente. Cuando niño, hacía preguntas, jugaba a construir cosas y hacer mímica de lo que observaba. Algunas veces se hartaba de hacerlo solo e invitaba a las ninfas que lo acompañaran en sus juegos. Lo hacían, pero sin deseo. Y aún así él atesoraba esos recuerdos, aunque le doliera admitirlo.
Haber crecido tan solo en medio de la gente, lo había hecho estar realmente cómodo consigo mismo, el mundo y sus ideas. En la soledad, no debía tener cuidado por su forma de comportarse, o por como se cuidaba a sí mismo o sus rutinas. Nadie lo corrigió nunca, a menos de que hiciera daño, nadie le decía jamás qué no hacer o qué sí hacer.
Aprendió a ver, oír y crear según lo observado y vivido. Era lo que más le gustaba en el mundo, lo hacía feliz. Empezó a regalar algunas de sus invenciones; no porque quisiera agradar, si no porque si había hecho prensas para el cabello, las ninfas eran las que iban a necesitar esas prensas. Y ellas por fin vieron no solo que existía, sino que servía de algo que lo hiciera. Cuando empezó a inventar cosas más útiles y novedosas, el rumor se expandió sin que él se diera cuenta, pero inexorablemente. Sin saberlo ni entenderlo totalmente, empezó a tener acólitos que iban a pedirle favores. Eso, él mismo, lo sacó de su lugar de silencio y anonimato para convertirlo en Hefesto, el herrero, el inventor. Al que se debía acudir cuando se quisiera algo mágico, o un aparato que hiciera las cosas más fáciles.
Había aprendido a tratar con las personas porque era parte de lo que hacía. Conseguir, no el cariño, pero al menos el respeto o el halago de todos siendo útil lo hizo tener que socializar para, simplemente, “vender” su mercancía o saber qué le iban a pedir.
Pero, a pesar de los cambios en esas centurias, de que ya era hasta uno de los doce grandes, jamás tuvo que cambiar mucho su forma de comportarse. Sí, hablaba más, pero porque debía. A nadie le importaba como se viera, vistiera, en donde viviera o sus hábitos alimenticios o maneras en que hacía las cosas.
Por eso, cuando llegó Aglaya a trabajar con él, tuvo un gran momento de iluminación. Y, por primera vez, no fue en cuanto a algo exterior, como cuando se dio cuenta de que todo caía hacia el suelo y que eso significaba que el suelo atraía, o que el aire debía estar hecho de “algo” para que se sintiera el viento... No, por primera vez tuvo una iluminación sobre sí mismo. Fueron muchas, en realidad, y la suma de todas ellas lo hizo estar en vilo toda la noche. No podía seguir siendo él mismo, con sus rutinas, si Aglaya trabajaba con él. Hizo todo lo que pudo en ese momento, como hacer más segura la cueva, regular mejor la temperatura y el aire...
Aún así, cuando ella llegó y en los primeros días, Hefesto se dio cuenta de muchas cosas más sobre sí mismo. Como que era impaciente, y daba por hecho que la gente debía saber lo que esperaba de ellas, o hasta lo que pensaba. También, que era demasiado perfeccionista, y le costaba confiar en que alguien hiciera algo de su labor, por más pequeño que fuera. Trabajaba demasiado en varias cosas a la vez, y nadie más que él podía seguir su ritmo... Un cúmulo de muchas cosas que nunca antes habían sido tan evidentes a sus ojos.
Saber que debía tratarla bien, lo hizo darse cuenta de lo mal que podía tratar a la gente. Esperaba no haberlo sido con ella alguna vez, aunque algo le decía que era así, y temía no haberse dado cuenta. Sin embargo, Aglaya jamás se había enojado o herido por algo que hiciera o no hiciera, así que si se le seguía escapando algo en lo que debía mejorar, al menos no era de suma importancia.
Pero lo peor de todo lo que acababa de darse cuenta sobre sí mismo, fue el gran descubrimiento de que vivía solo en una cueva. Sí, lo peor era lo más obvio. Vivía solo, sin amistades, familia ni hogar, físico y metafórico; no porque él lo hubiera querido, sino porque nadie jamás había hecho lo que Aglaya hizo, querer estar con él y que su vida fuera mejor. ¿Como su única diversión era su trabajo? ¿Cómo siendo un dios su mundo prácticamente se reducía a esa montaña, las pocas personas que vivían en ella y sus inventos? ¿Cómo podía ella querer quedarse con él si tenía tan poco para ofrecerle?
Porque otra de las revelaciones que no tardó en tener con ella cerca, era que la quería para que fuera su consorte. Y no porque era la única mujer que lo había tratado bien y no sintiera repulsión por él, o que en verdad se interesaba por lo que hacía sin que tuviera que ser útil para ella. No era por eso o tantas otras cosas. “Ven, es hora de comer... al menos toma esta agua que te traje”. “¿No sabes bailar? Es fácil, yo te enseño”. “Los he atendido mientras terminas su encargo. Por cierto, ven para que te den las gracias”... podía acordarse de todo lo que ella le dijera, pero a su mente siempre venía lo que lo hacía sentirse más feliz. Por eso, y tanto más, la amaba. No tenía idea de cómo podía ser pero él, al que nunca le habían dado de ese sentimiento, sabía como darlo porque era para Aglaya. Solo quería verla feliz y bien, y aunque estaba listo para que no fuera su consorte y que algún día, alguien llegaría a pedirla como esposa, al menos haría todo lo posible para que esos momentos en que estaban juntos fueran muy buenos y que Aglaya, por más que se fuera, no lo dejara solo y lo visitara como la amiga que ya era.
Eso era lo único que se dejaba soñar, y para él, era mucho más que lo que hubiera imaginado jamás para su vida.
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Talía no se extrañó de ver a su hermana menor caminar atareada hacia ellas, pero sonriente. Había llegado tarde a los preparativos de la única celebración anual que ellas organizaban, y no solo estaba muy feliz con eso, si no que hecha un desastre. El moño de su peinado estaba tan suelto que varios mechones caían por doquier hasta su cintura. Su piel estaba brillante de sudor en la frente y el pecho, sus mejillas sonrojadas del esfuerzo y una mancha de algún líquido en su vestido, en la cintura.
Talía decidió ir a ver si la comida estaba lista, porque si hablaba con ella, solo iban a terminar discutiendo. Eufrósine más bien corrió hacia su hermana menor.
-Oh, lo siento, lo siento. Juro que no sé como se me fue así el tiempo -decía Aglaya.
Talía sabía que no lo sentía. Desde que era sacerdotisa del herrero cojo y aunque siguieran viviendo juntas, Aglaya se había alejado más y más de las actividades que hacían siempre juntas, y aunque al principio se veía contrita por eso, en los últimos días ya no lo hacía. Era como si diera por hecho que no iba a cumplir con ellas, o sintiera que era un honor para sus hermanas que llegara ahí, cuando tenía mucho qué hacer en otro lugar.
-¡Ya empezaba a preocuparme! -decía Eufrósine mientras la abrazaba- ¡Cuéntame! ¿Qué hay de nuevo por la montaña?
Aglaya no tardó en responder con entusiasmo. Talía negó, mientras caminaba por entre las mesas el recorrido hacia la cocina. Tocaba con las manos las flores, y todas ellas se expandían mientras sus colores se avivaban, estando en el mejor momento de su esplendor. Lastimosamente, Aglaya podía ver que su hermana no reflejaba las emociones que sus flores podían dar. Estaba enojada y cabizbaja. Ni siquiera la había saludado.
Hizo a su hermana caminar hacia la mayor. Estaba harta de pedir perdón por cosas que no debía, pero no por eso iba a ser mal educada con Talía.
-Hola Tali. Este lugar está totalmente precioso.
-Hemos estado trabajando por ello desde temprano. Solo falta algo de la comida y los músicos, aunque algunos invitados ya están en el jardín. -la miró como preguntándole: ¿Vas a saludarlos vestida así?
Aglaya se dio por enterada, pero decidió no hablar más con ella, para no discutir. Simplemente acotó:
-Me alistaré rápidamente y me haré cargo de la música. -Zanjó la conversación tranquilamente. Luego miró a Eufrósine y siguió contándole mientras caminaban hacia los aposentos interiores-. Y para cuando me di cuenta de la hora, Hefesto y yo estábamos haciendo unas alforjas mágicas. ¡Y me dejó terminar de inscribir el hechizo en una! Puedes echar agua en ellas y llenarla, pero el líquido que salga de esas alforjas será mucha más de la que pusiste ahí.
Las dos se miraron con idéntico entusiasmo y divertimento. Talía decidió ir a la cocina, sintiendo como el enojo se convertía en dolor.
-La magia de Hefesto es milagrosa -decía Eufrósine, pero con un tono desganado. Decidió decir que se sentía en el ambiente entre sus hermanas-: Ella solo te extraña mucho.
-Lo sé.
-Y yo también.
-Yo las extraño mucho también. -y la miró para que viera que estaba hablando con la verdad.
Eufrósine asintió y luego sonrió un poquito.
-Deberías decirle a Hefesto que venga contigo a visitarnos. Tal vez así Talía dejaría de pensar que es un dios malvado que te está robando de nosotras. -se rió sin muchas ganas de su propia broma.
-Tal vez lo convenza. -sonrió con cierta ternura en la mirada-. Hoy lo convencí de hacer un pequeño altar en la falda de la montaña, y recuerda hace unos días, bajamos al pueblo más grande de ella a una pequeña celebración. Aún no está listo para nuestras fiestas, pero podemos invitarlo a algo más pequeño.
-¿En serio es tan solitario como dicen que es?
Aglaya asintió mientras entraban a su habitación.
-Porque cree que no tiene otra que serlo. Es raro como alguien tan inteligente, puede ser tan cerrado en cuanto a algunas cosas.
Vio un hermoso vestido y joyas esperando por ella en su cama. Sonrió más por el detalle de que lo tuvieran listo, que por el hecho de tener que usarlo. Se estaba acostumbrando más de lo debido a la comodidad de la ropa de trabajo.
Eufrósine empezó a quitarle horquillas mientras comentaba:
-Bueno, al menos ya no está solo. Te tiene a ti.
Aglaya enrojeció y asintió convencida. Estaba totalmente segura que nunca antes se había enamorado, porque solo eso que sentía por Hefesto y ellos dos estando juntos, debía ser amor. Tanto que, aunque lo miraba todo el tiempo, se le hacía imposible pensar que fuera feo. Sólo quería que su pierna estuviera buena porque sabía que siempre tenía dolor, y había llegado a no temer regañarlo cuando se encorvaba, porque se había dado cuenta de que podía estar erguido, pero que por su trabajo había usado demasiado esa postura. Sonrió mucho más al recordar que él había hecho más alta la yunta para no tener que encorvarse. “¿Qué te parece?” le había preguntado, realmente esperando su aprobación.
-Sí, nos tenemos -le respondió a su hermana, que la abrazó desde atrás con entusiasmo, aunque su risa terminó extrañada:
-¿Qué es lo que pasa? No te siento totalmente feliz.
Aglaya ni pensó en no decírselo, porque más bien había estado muchos días con ese temor entre pecho y espalda y quería sacárselo de ahí.
-Él no es como los otros hombres.
-Creí que por eso te gustaba.
-Sí, pero... Él me mira como nadie lo ha hecho, pero ni una sola vez, ni por un momento, me ha mirado como todos lo hacen.
-¿Eh? -Eufrósine la miró, confundida y de repente abrió mucho los ojos y la boca, entendiendo- ¡Ah! Ya veo...
-No lo entiendo porque, porque sé que me ama, o quiero creerlo pero... -enrojeció más, habló atropelladamente y con cierta desesperación- Él ni siquiera puede tocarme. Sí, en medio del entusiasmo lo hemos hecho, hasta abrazarnos, pero Hefesto se da cuenta de que lo hacemos y simplemente se quita, como si temiera que me va a quemar con su contacto. Y yo, ¡Por Afrodita, Frosy! Yo necesito tocarlo, abrazarlo, besarlo pero no puedo, porque temo que él no quiera eso de mí.
-¿Cómo no va quererlo? Si eres la mujer más preciosa, inteligente, divertida y amable que ha conocido nunca.
Aglaya sonrió, agradecida. Por eso no temía hablar con Eufrósine de lo que fuera. Tal vez no la ayudaría encontrar la fórmula mágica para solucionar lo que sucedía, pero siempre le levantaba el ánimo.
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No fue tan difícil sacarla de la celebración. De hecho, prácticamente se lo había pedido mientras bailaban. Solo tuvo que decirle que si quería ir a otro lugar, Aglaya propuso la cocina que estaba solitaria, y se sentaron a la mesa interior.
-Me cuesta cada vez más verle lo importante a este tipo de cosas -comentó ella, oyendo la música y el rumor de la fiesta-. Si fueran menos seguidas, tal vez volvería a sentirlo, esa emoción y alegría banal.
Hermes caminaba detrás de ella, mirando por los respiraderos hacia el cielo oscuro y estrellado.
-Si me permite decirle, no lo entiendes porque no has visto el otro lado, el lado de la vida que este tipo de situaciones compensan.
Aglaya lo miró, interesada.
-¿Ah sí?
-Ahora mismo, allá en la tierra, nuestros ejércitos están peleando. Furia y horror mezcladas entre sablazos y gritos de guerra... -hizo un ademán de la mano hacia la fiesta- Y esto es lo que compensa aquello.
Aglaya asintió, sintiéndose culpable e incómoda.
-No lo había visto así.
Hermes sonrió:
-Ni yo tampoco hasta que se me ocurrió ahora mismo. Debe ser verdad lo que dicen por ahí, que tu función es ser una musa de la inteligencia.
La Cárite sonrió, ufana.
-Eso debe ser, porque los Dioses y Hefesto saben que no soy una artesana innata. -dio una carcajada avergonzada-. Tuve que durar más de un ciclo lunar para poder hacer una simple taza. Pero Hefesto dice que tengo las ganas de mejorar, que es lo importante, y que las conversaciones conmigo siempre lo ayudan mucho. Eso sí me lo creo, porque lo he visto... -otra pequeña risa- hablamos de cualquier cosa, y de repente me ve con los ojos brillantes y felices, y se va a hacer lo que sea que se le ha ocurrido.
Hermes se sentó junto a ella y le dijo en tono confidente:
-También se dice que eres más que su sacerdotisa, o un tipo de sacerdotisa...
Aglaya no digo algo. No podía indignarse realmente. Todos sabían que Hermes bien podía ser el dios comprensivo que la ayudó a decidirse por seguir su presentimiento y buscar su destino, como también el descarado directo que tenía en ese momento al frente, preguntando por algo que no era de su incumbencia.
-Si así es o no es, me cuesta ver la razón por el que a usted le interesaría.
-Puede que esté enamorado de ti.
Aglaya, ni un por un momento, lo tomó como real y preguntó con ironía:
-¿Lo está?
Hermes decidió cambiar de tema, poniéndose más serio.
-¿Él lo está?
Aglaya enrojeció y le quitó la mirada. Esa conversación ya terminaba de no gustarle. Se puso en pie y Hermes también lo hizo. Por un instante, sintió unas fuertes e instintivas ganas de empujarlo y gritar, pero desestimó esa idea por ridícula.
-Otra pregunta en que me cuesta ver la razón por la cual a usted le interesaría. Ahora, si me lo permite, debo regresar a la celebración...
Hermes le tomó la muñeca y Aglaya tuvo un respingo. El dios rió y ella lo miró sin poder decirle algo de la impresión. Se movió un lado para alejarse, y la mano con el fin de soltarse. Él la siguió, impidiéndole que se soltara y que siguiera su camino.
-Lo siento... -dijo entonces y dio un paso atrás, soltándole la mano.
Fue cuando la Cárite se dio cuenta de que tenía algo en la muñeca. Se sintió tonta, ridícula y rió, divertida. Era una preciosa cadena de metal, gruesa y con símbolos en ella. La miró como ida, maravillada, con la cabeza y la mente vacía, como si no hubiera nada más que eso...
Aparecerla en el templo Olímpico de Mnemosine fue mucho más fácil que hacerla ir a la cocina, gracias a esa pulsera mágica que preparaba la mente para la penetración de la diosa de la memoria en ella.
-Ten cuidado, Mnemosine... -le dijo a la sombría y silente mujer, mientras Aglaya la miraba como si no hubiera nada más que ella- Solo tienes derecho a examinar lo que tiene que ver con la cueva para saber como puedo hacerme con las armas, nada más.
-Lo sé, lo sé -le dijo Mnemosine, mientras se acuclillaba frente a Aglaya y, mirándola con embeleso, acercaba sus manos a la cabeza de ella-. Intentaré no dejarle secuelas, lo prometo.
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Nada lograba quitarle esa terrible emoción del cuerpo, ese desgarro, esas ganas de gritar y a la vez no porque si lo hacía, se sentiría partirse en dos. Llevaba así, y empeorando, desde que se dio cuenta que habían robado las armas. La montaña se lo dijo cuando ya no estaban, pero no mientras las robaban. Su mente, en seguida, le dio la posibilidad que menos quería pensar, y el decirse que no era cierto, había sido la presa de sus emociones. Hasta que se dio cuenta, al día siguiente, que ella no estaba llegando muy tarde, sino que no iba a llegar.
Al principio, quiso ir a ver a Zeus y su “madre” para decirles y hacerles sentir su furia, pero terminó solo haciendo temblar la montaña, aunque tampoco tanto como desearía hacerlo. ¡Allá ellos! Habían jugado con él, robado en su casa... ¡Se merecían lo que esas armas le podían hacer, por haberle hecho algo tan vil!
Intentó trabajar, pero no pudo. Fue a tomarse un baño en las aguas termales, pasear. Nada sirvió. No había algo que pudiera quitarle el dolor. Porque en ese momento, al recordarla a ella, el enojo e indignación se habían convertido en dolor y una desesperación por su estupidez. Todo eso fue culpa de él. No podía entender como era posible que no se viera venir ese golpe.
Al tercer día sin ella, seguía en ese estado de inactividad, ni podía dormir. Quería hacer algo, pero al final, tiraba todo y lo dejaba por otra cosa que en segundos de iniciarla, le hacía perder la paciencia. No se soportaba a sí mismo, deseaba estar en otro cuerpo, otro lugar... ¡Fuera de eso!
Se había quedado sin ideas, o solo con dos ideas en la cabeza: Ir a donde todos ellos y descargar en gritos, temblores o fuego esa sensación molesta que no lo dejaba en paz. No lo iba a hacer porque de nada serviría, y solo complicaría las cosas. Además, para ese momento, ya debían saber que no solo habían sido irrespetuosos y maliciosos con él, sino idiotas por no haberle oído. La segunda idea, y la que menos aún haría, era ir a buscar a Aglaya y... ¡Nada! Porque seguía siendo un estúpido. Ella no le iba a decir que no tenía que ver en esa traición, era lo que él deseaba oír, pero si Aglaya lo decía, solo podía ser una mentira.
-¡Ay! ¡Tártaro! -oyó la voz que menos quería oír en ese momento.
-¡FUERA DE MI MONTAÑA! -bramó Hefesto, volviéndose hacia él.
El aire estaba tan caliente, que calinas iban del suelo al bajo techo por doquier, y Hermes había subido las piernas en el aire, como sentándose en él, porque se había quemado los pies.
-¡Por los dioses, Hefesto! ¡Esto está peor que una caldera!
-¡QUE TE VAYAS! -le bramó, y la montaña lo apoyó moviéndose a su alrededor, bramando un ruido bajo.
Pero Hermes no lo hizo.
-Te necesitamos, esto es...
-¡Váyanse al Tártaro todos! -le contestó de mal talante. Le dio la espalda y caminó hacia un pasillo.
-¡La guerra está fuera de control!
Hefesto siguió caminando, sin más. Hermes lo siguió en el aire, con una expresión más desesperada y le dijo, suplicante:
-Dinos como quitarles las armas, se van a morir, por favor.
-Tal vez es lo que se merecen por robarme.
-¡No nos dijiste que esas armas quitaban la energía del que la usaba para destruir todo a su paso, enemigo o amigo!
Hefesto se volvió hacia él, furioso:
-¿¡Ahora es mi culpa!? ¿Quién las robó, en primer lugar!? ¿¡Quién cree que hablo por hablar e hizo que ella me traicionara!?
Ninguno de los dos se creía que había oído eso último. Hermes pareció estar a punto de escupirle en la cara, pero no lo hizo. Más bien casi sonrió, pero no lo hizo.
-Si nos ayudas, te llevaré donde ella para que te explique lo que pasó.
Hefesto iba a responderle que nunca más quería verla en su vida, pero... No pudo. Se maldijo a sí mismo por seguir siendo tan débil e idiota, y dijo:
-Si me traicionas... -un crepitar de fuego por todo ese lugar habló más que mil palabras de amenaza.
-Cumple tu palabra y yo cumpliré la mía.
No fue fácil hacerlo, pero Hefesto asintió. Antes de darse cuenta de otra cosa, supo que hacía frío y había viento. No sintió cuando se dio el cambio, pero estaba en un campo de guerra.
-Por aquí.
Hefesto lo siguió, aunque estaba más absorto en mirar alrededor. Estaba amaneciendo y con la luz, eran más visible la destrucción que el olor a quemado y el humo emanando por doquier ya presagiaban. Los cuerpos a medio carbonizar, las armas herrumbradas, hasta porosas, como si fueran muy antiguas; la tierra dividida en muy profundas grietas por aquí y allá, cuyos vértices eran unos cráteres totalmente quemados de casi dos metros de diámetro.
-¿Quién usó el rayo? -preguntó lo más neutral que pudo, aunque por dentro estaba horrorizado, indignado, enojado... Pero empezaba a estarlo más por sí mismo que por los que le habían robado. Jamás debió hacer esas armas...
-Zeus. El tridente lo usó Poseidón, y la lanza, Atenea. El rey se hizo cargo de este campamento, los demás se ven diferentes, pero con igual resultados en muertes. -Hermes negó, tratando de no mirar más que a la tienda donde los estaban esperando, lo único en pie en el lugar-. Tenías razón, esas armas en verdad son peligrosas... Pero al menos, le dimos un susto de muerte a los Mesopotámicos y ya no estamos en guerra.
Hefesto miró por primera vez desde que llegó hacia Hermes y, desanimado, comentó:
-Por ahora.
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Aglaya se sentía mal. El dolor de cabeza la estaba matando, y esa constante sensación de que tenía algo por recordar o decir, como una idea que no terminaba de formarse, la tenía harta. Llevaba tres días así, y aunque sus hermanas, madre y sanador le insistieron en que solo necesitaba descanso, ella sabía que tenía que hacer algo más que eso.
-Aglaya, cariño, tranquila -le insistía Talía, que había estado día y noche con ella, dándole la medicina y tranquilizándola cuando insistía en que algo mal había en su mente, pacientemente-. Esto pasará. Toma el brebaje que te hará bien. Vas a ver que pronto todo volverá a ser como siempre.
Algo en eso último no le gustaba, pero no sabía por qué. Aún así, por insistencia de Talía, Aglaya tomaba el brebaje que le quitaba el dolor pero le daba sueño y le ponía la mente más difusa.
Por un instante, medio dormida ya, creyó oír a Eufrósine diciendo algo, y luego, a Talía subiendo el tono. Quiso decir que lo dejaran ya, pero estaba tan pesada por el sueño que ni podía hablar.
“... derecho a esconderla!”. Decía Eufrósine, y Aglaya solo se extrañó del tono. Eufrósine nunca, casi que nunca se enojaba.
“¡No la estoy escondiendo, deja ya...!” Aglaya no supo qué siguió, porque cayó totalmente dormida.
Cuando despertó de nuevo, el dolor de cabeza la hizo mantener cerrados los ojos. Por experiencia sabía que era peor si los abría. Sintió como alguien se movió a su lado, y susurró:
-¿Talía? ¿Tienes del brebaje?
La respuesta no fue como se la esperó. La otra hermana era la que estaba a la par de ella. Los gritos animados que dio a alguien (“¡Ya despertó, ya despertó, ven!”), la hicieron dar un gemido y cerrar más los ojos por una punzada del dolor de cabeza. Sintió como le acariciaban el cabello y a su hermana susurrándole al oído:
-Lo siento, Agly, lo siento... -pudo sentir la risa y la felicidad en lo siguiente que dijo-: Te traje una visita.
Aglaya iba a replicarle que no estaba en las mejores condiciones para una visita, pero en ese momento, una voz baja y nerviosa, dijo:
-Hola, Aglaya.
La Cárite no lograba recordarla, pero algo había en esa voz que la impulsó a abrir los ojos, aunque eso le hiciera punzar la cabeza y sentir nauseas. La sensación de que estaba a punto de recordar algo muy importante la había invadido en seguida, y sabía que la persona que tenía esa voz le diría todas las respuestas.
Movió la cabeza a un lado, y vio el vestido de su hermana, en pie, llevando a alguien a la silla. El hombre, que era robusto y cuya ropa se veía quemada en algunos lugares, su piel muy enrojecida y sudada, se sentó a la silla. Aglaya tuvo que hacer un esfuerzo en subir la cabeza para verlo. Y se sintió sonreír antes de saber que lo hacía. Los dos se miraron al rostro, tranquilos, felices. Aglaya sintió como que la mirada brillante y cariñosa de los ojos oscuros del otro, o su presencia, le habían quitado el no saber de su mente y, con eso, mucho del dolor se había ido.
Eufrósine le puso dos almohadas más bajo la cabeza, y la ayudó a subir un poco para estar medio sentada. Él se pasaba la mano por el cabello desgreñado, nerviosamente, mientras Aglaya le daba las gracias a su hermana y ésta le dijo, feliz, que los dejaba solos para que pudieran conversar.
Finalmente, la Cárite fijó la mirada de nuevo en él y sonrió, solo por tenerlo ahí. Luego, pudo ver en qué condiciones estaba.
-¿Qué te ha pasado?
Hefesto se miró los brazos y el pecho, como si no se hubiera dado cuenta hasta ese momento que tenía marcas de quemado en las telas y manchas rojizas o café en la piel. Pero se encogió de hombros, quitándole importancia:
-Estaba ayudando en algo a los doce grandes.
Aglaya acercó una mano hacia él, y le acarició el brazo suavemente. Hefesto se puso tenso, pero ella sabía que no era por dolor, si no por timidez.
-¿Estás bien? -insistió.
Él la miró, sorprendido primero, y luego sonriente.
-Sí, todo salió bien.
Aglaya asintió, movió más la mano para llevar sus dedos a la palma de él. Cerró los ojos y apoyó la cabeza más en la almohada. Le dolía menos la cabeza, pero aún no estaba del todo bien.
-He estado enferma desde hace unos días, lo siento.
Sintió como él cerró un poco la mano sobre la suya y no abrió los ojos, pero sonrió solo un poco. Silencio, y luego, él dijo como para comentar algo:
-Hermes me dijo.
-¿Sabes por qué?
-Si no te importa, prefiero que no lo sepas hasta que estés mejor.
Aglaya iba a insistir, pero prefirió no hacerlo. Se extrañaba de que se sintiera tan tranquila y en confianza con alguien que solo había visto en una celebración hacía tiempo, pero por alguna razón, no lo ponía en duda. Él era lo que se le había estado escampado de la mente y cuya ausencia la había enfermado, solo eso necesitaba saber. Eso, y que Hefesto no soltó su mano ni se fue de ahí mientras tuvo su sueño reparador.