kaamilah tuvo un percance, al parecer envió el relato a la dirección equivocada y por consiguiente la administración nunca lo recibió y nunca supo que ella también había escrito. Hoy, de manera especial y a horitas de anunciar el glorioso cierre de este Challenge, queremos traerles esta preciosa historia de amor y cabezonería que quedó sin ver la luz durante las publicaciones oficiales. ¡Esperemos que les agrade! :) Y viene justo a tiempo para el Mes del Amor ^^
Autora:
kaamilahPalabras Elegidas: amor y orgullo
Personajes: Brighid, hija de Dagda y una Tuatha Dé Danann, una clásica diosa triple céltica, en este caso, del fuego. Marte/Ares; el dios romano de la guerra, aunque es más bien la personificación de la fuerza bruta y la violencia, así como del tumulto, confusión y horrores de las batallas.
Palabras: 5.188
Descripción: ¿Qué provocaría un encuentro entre mundos tan diferentes? ¿Es posible que el amor surja de unos orgullos tan fuertes?... dioses y humanos, léanlo para descubrirlo.
Rating: PG14 - contiene slash.
Ella entrevió por su densa madreselva a aquellos hombres tan extraños. Vestidos de forma tan bizarra, de mirada tan altanera y orgullosa.
No se sintió correcta su aparición, no eran para nada de su agrado aquellos seres desconocidos.
No eran como sus protegidos.
De fogoso cabello rojizo al igual que sus rituales al fuego sagrado. Ni los mismos ojos color verde fértil. Ni siquiera la suave y tersa piel pálida y dulce como la misma nieve. Que hiberna a sus campos.
No, eran altaneros, de porte y mirada llena de arrogancia y belicosidad. Su esencia no se sentía cobijada junto a la de los extraños. Mucho menos la de aquel ser que flotaba encima de las brillantes cubiertas metálicas.
Ese ente era como ella.
Pero no parecía tener su misma vocación. Los rastros de su esencia se sentían sangrientos, cubiertos de odio y supresión. Poco a poco las intenciones de aquel Dios llegaron hacia ella.
Quería quitarles su libertad, su amor hacia la naturaleza y hacia las cosas verdaderas.
Tal como lo habían hecho con otros territorios conquistados por ellos.
No lo iba a permitir.
Porque era su pueblo.
Y en su mente flashes desfilaban en su cabeza, con colores oníricos.
Señalando destrucción por infinitas partes, su pueblo llorando lagrimas de dolor. Viendo morir las cosas más preciadas de ellos. Sus familias y su hogar.
Se quedo impávida, con su cuerpo lívido brillando rojizo. Y dispuesta a informar a todos los guardianes y protectores de aquel maravilloso rincón, para evitar tal catástrofe. Su ira hirviendo dentro de ella. Ingrávida caminaba hacia el lugar donde se regía su templo y hogar. Toda la vegetación a su paso, quemándose instantáneamente por su fuego divino.
Flotaba directa y rápidamente hacia allí. Cuando algo llamó su atención.
Cabellos rojos, de un rojo tan intenso que cada vez que lo veía se enamoraba más de aquel mortal. Era un joven druida, que recién se integraba a lo que era su culto. Vestal, puro y virgen. Bañándose en un poco caudaloso y tibio río. Con su suave y dulce figura al desnudo.
Aunque el chico no se dio cuenta de la presencia extraña; bañándose tranquilamente. Ella sí lo hizo, vio como lentamente uno de los hombres de aquel salvaje, se acercaba cautelosamente hacia él.
Estaba lista para interrumpir y atacarlo. No quería ver morir a unos de sus niños. Pero la acción de ese extraño le asombro. Porque contra toda destinación. Vio en su mirada cosas muy distintas, que las que observó en los ojos azules del Dios suyo.
El guerrero sentía devoción y admiración por el mancebo druida. No llevaba armas, las vio lejos repudiadas en el suelo arenoso de la costa. Veía dentro de su alma repulsión hacia lo que hacía su propio pueblo, veía también un cielo claro y aguas cristalinas. Una tierra cálida y amorosa. El era como los suyos. Amaba su tierra y la paz.
Un suspiro de tranquilidad se escabulló por sus rojos y mordisqueados labios. Y por fin, se permitió observar al extranjero.
Sus ojos eran de un color cálido y atrayente; miel. Su piel morena y curtida por el sol. Y por último; su cabello, como si un cuervo hubiera llenado de sus plumas más negras y nocturnas a la cabeza de aquel hombre. Su cabello lleno de rizos, sintió en sus dedos la curiosidad si se mantendrían así todo el tiempo. Ese hombre era hermoso y distinto.
Observo intrigada con sus cabellos cobrizos cubriéndole el rostro. Como él otro se acercaba cauteloso, del mismo modo que si fuera un animal asustadizo al hombre más pequeño. Su chico levanto su mirada asombrado. Simultáneamente se llenó de miedo. Espero curiosa a haber que hacia ese hombre “romano” -tal como leyó anteriormente en su mente- apoyándose delicadamente en el tronco envejecido del alto castaño detrás de ella. Y con sus manos jugando traviesamente con sus escurridizos cabellos.
Vio divertida como el otro hombre trataba de calmar a su sacerdote, quien rápidamente recuperó su pudor, y por lo consiguiente trató de vestirse lo más veloz que pudiese; su cándida cara llena de un avergonzado rubor y muchísimas bailarinas pecas.
Pero Brighid, como era venerada y amada, conocía muy bien a las esencias del espíritu. Mortal y divino; no existían diferencias para ella. Todos nacían de su madre tierra. Ella sentía entre ellos el aroma de un nuevo amor floreciendo y sería uno nunca antes visto. Magistral y maravilloso, debido a que eran almas predestinadas. Los dos conformarían uno solo.
Y no habría fuerza alguna que les separara.
Se sentía sumergida dentro de su mundo adivinatorio. Cuando siente una vibración nueva y atrayente. Mira al mismo tiempo que el soldado hacia la zona llana y seca que era la campiña, despejando su mente con una claridad que le asombra.
Observó cómo la mirada del hombre más oscuro cambió. A una parecida a todos aquellos seres tan iguales y monótonos; rápida y eficazmente recogió sus armas de la orilla y corrió dejando atrás al desolado druida, el cual se escabulle hacia el denso bosque con sus delicados hombros decaídos.
Sus ojos verdes, dorados, marrones -dependiendo de sus transitivos y camaleónicos años- buscaron la fuente del brusco cambio.
Y allí estaba cerca, mirándole fija y calculadoramente.
Aquel ser tan cruel y sanguinario.
Sus cabellos se encendieron como una hoguera misma. Le demostraría cuán feroz podría ser ella y su gente; con irrespetuosos y además arrogantes extranjeros que trataban de ir por encima de ellos mismos.
Su orgullo era primordial y no se dejaría vencer por nada ni nadie.
Por mucho que los ojos de aquel dios fuesen tan bellos y exóticos como los de aquel mortal.
Fue su propia perdición ver en aquella mirada. Sus ojos eran algo nunca antes visto. De un azul profundo rayando en el negro. Como si todo el cielo nocturno estuviese concentrado en aquella honda y perturbadora mirada. Y ella encantada se hubiese dejado hundir por esa oscuridad profunda y avasallante.
Se recorrieron con la vista. Dándose vueltas lentamente; reconociéndose entre ellos.
No quiso admitirlo. Pero sentir como sus esencias se tocaban, suaves y adustas. Logró que un escalofrió le recorriera entera. Primera vez que en su infinita vida se había sentido complementada. Vio que el sintió lo mismo, sonrojándose al mismo tiempo. Sus orgullos no pudieron seguir soportando más, rechazando el enigmático velo que escurridizo y obstinado les trataba de cubrir.
Y se marcharon observándose cada cierto intervalo. Sintiéndose y creyendo abrir por primera vez sus ojos lúcidamente al mundo, llenos de una pesadez y desolación nunca antes vivida -pero siempre dentro recorriéndoles por su interior supraterrenal, sin saber el porqué-.
Ella aún no podía creerlo. Caminaba con gestos incrédulos en círculos con sus manos tensas agarradas a sus largos mechones rojizos.
¿Cómo no lo advirtió? Si era la mismísima Diosa de la adivinación y las profecías.
Nadie le insinuó sobre aquello. Ni siquiera una de sus bellas sacerdotisas. Se sentía herida en lo más oculto de su corazón.
La pelirroja estaba casada. Había que admitir que con una divinidad maravillosa y confidente. Entonces, ¿Por qué justo ahora sentía atracción hacia aquel troglodita de maravillosos ojos color de media noche? Suspiró recordándole y un nuevo escalofrío recorrió su espina al pensar en esa oscura y turbia mirada. No era justo, para nada justo.
No pudiendo controlar más su furia y vergüenza al verse tan rebajada por aquel hombre, todo se consumió en llamas al alrededor suyo.
Sintió llorar y sufrir retorciéndose, una a una, a las almas de la Naturaleza, por maltratarlas sin razón coherente. No pudo más, abatida le suplicó perdón a su propia madre, que le diera fuerzas para soportar lo que viniese y que le controlara su frugal y temido orgullo. Por su amor piadoso y maternal. Sólo aquello pedía entre lágrimas avergonzadas, escondida entre cabellos cobrizos y arrodillada con sus pálidos brazos protegiéndola. Desconsolada, oyó al viento dándole sutiles consejos y un necesario respiro a su alma doliente.
Pasaron días de aquello, que ella pasó meditando constantemente y rogando por respuestas que nunca le fueron otorgadas.
Mientras se integraba a la energía eterna, equilibrándose sus ansias interiores, sintió a los nuevos amantes unirse aun más; repeliendo sus fronteras, dejando todo atrás para dejar solo sus almas compenetradas.
Les envidiaba, por su capacidad de dejar su orgullo, de simplemente mostrarse tal como eran. Sin rodeos y crudamente con la verdad dicha y vista. Y sintió también -sin quererlo- las vibraciones que provenían de aquel intransigente Dios. Durante todo ese período de tiempo tan prolongado, descuidó sus labores. La primavera ya venía sumergiendo lentamente al mundo en su fértil alegría y color, pero más desprolija y poco beneficiaria. Poco a poco los cantos y oraciones cubrieron sus sueños.
Fue tanto que dejó todo atrás. Y volvió al tiempo concreto; a sus amadas tareas al cuidado de su pueblo.
Recorrió con su vista altiva -y para qué mentir, curiosa- lo rápido que avanzaban en sus campamentos los visitantes. Más sueltos, más libres. Vio alegre como sonrisas cubrían constantemente sus rostros. No veía dolor ni rencor. No sintió nada extraño y a nadie extraño.
Se retiró de allí rebosante de alegría y moviendo bamboleantes sus caderas anchas y matriarcales -cuando era niña odiaba su cuerpo, ahora la diferencia es que lo odiaba un poquito menos, pensó divertida- y se acordó repentinamente de aquel alto, fornido y poco atractivo Dios. Miro hacia todas partes, no quería que nadie observara su poco sutil enrojecimiento. Y se detuvo tapando sus traicioneras mejillas y de paso su boca sonriente.
Justo ese odioso hombre le estaba observando con una burlona sonrisa en sus sensuales y masculinos labios allí, cerca de su poco leal cuerpo -¡maldición lo había hecho de nuevo!-. Enfurruñada, su cuerpo se llenó de llamas abrigándola. El otro sorpresivamente cambió su mirada a una de sorpresa y admiración, pero fue tan rápido como un suspiro. Y volvió nuevamente a sus ojos turbios.
Cuando se sentía furiosa o alguna emoción fuerte la inundaba, su cuerpo se llenaba instantánea y airosamente de llamas ardientes. A nadie de su clan le agradaba eso y mucho menos su fuerte carácter. Pero su labor era proteger el fuego sagrado, formaba parte de ella y ella de él.
Y en un segundo sintió como la fuerte y bélica esencia del otro ser se esfumaba como nada. Le volvía a dejar sola.
Se quiso golpear, ¿Dónde dejó su admirado orgullo? Definitivamente concluyó que junto a su dignidad, olvidada por algún lado. Volvió a recorrer el camino hacia su templo cuando observó una imagen que le dejó hipnotizada.
Sus dos hombres preferidos ya tenían avanzado su camino amoroso. Y de qué manera. Pensó con sus labios curvados dulcemente y con sus ojos dorados llenos de picardía y una escondida envidia -en el fondo de su corazón combatiente y terco-.
Se estaban besando delicadamente. Uno con inseguridad, creyendo que el otro se podría desarmar con sólo desear acariciar algunas de las rojas y únicas hebras de su cabello; o sus cremosas y juveniles piernas. Y el otro sólo improvisando, tratando de transmitir todo el sentimiento posible a pesar de nunca haber experimentado todo aquello agarrándose desesperadamente a los fuertes hombros del militar.
Era una escena preciosa e imborrable, el cómo lentamente encendían sus cuerpos. Sabía que los que se introducían dentro de su culto debían ser vírgenes. Una condición algo irónica, porque ella era la encargada de ver que todo crezca; que exista la fertilidad. Pero lo que no sabían sus propios sacerdotes, no tenían por qué enterarse de ella.
¿Cierto?
Solo debían dejarles expresar libremente su amor el uno al otro, prohibido y antológico. Como ella deseaba que fuera suyo, rodeándose de sus fragantes y cálidas extremidades. Esa vez estaba vestida con una túnica blanca y vaporosa por la primavera que iba creciendo poco a poco.
-Si fuera por mí. Ellos estarían decapitados en este mismísimo momento, Pero no hay que negar que se ven ridículamente bien juntos -una voz grave y oscura le sobresaltó, la sentía cerca de su nuca; respirando profunda y calmadamente. Justamente como ella no se estaba sintiendo. Giró su cabeza despacio, pensando quién pudiese ser -con tanta cosa se había olvidado de sus capacidades empáticas- y en la forma en que su esencia aullaba ansiosa por el contacto con su gemela, haciéndola sentir intranquila.
Sorprendida vio que era él. Trato de guardar la calma y aparentar una fría y falsa compostura.
-Podrías dejarme alguna vez en paz, tu prepotente bárbaro. Mejor vete a jugar con tus cuchillitos y lárgate, por favor -esperóo que por fin callara a ese odioso hombre con sus aguerridas y duras palabras.
Pero en cambio el idiota rió, divertido; tenía que admitir, suspiró derrotada, que le gusto ese cambio. Y pensándolo bien, él por lo visto no era de reír, ni siquiera un poquitín.
Un calor tibio y apacible se formó en su vientre. Pensar que ella le hizo sonreír. Un punto a favor. Rápidamente su mente comenzó a desvariar alrededor del aroma que desprendía el masculino Dios.
Recordó lo que dijo antes y nuevamente su curiosidad hizo acto de presencia imperante y sin escrúpulos.
-¿Porque los decapitarías? ¿Es algo malo demostrar y sentir amor en tu pueblo? - preguntó, haciéndose la indiferente, aunque con un brillo interrogante en sus ojos ahora castaño oscuro casi abrazando al negro, y con su voz convertida en miel sedosa y acariciante chispeando de diversión. Esa pregunta tomó desprevenido al Dios -y casi creyó ver cómo su mente analizaba parte por parte lo que iba a decir- lo cual la divirtió tanto que tuvo que morderse los labios y esconder sus risueños ojos para que su orgullo y el del pensante Dios no se hirieran.
Quería saber la respuesta, la imaginaba importante para su alma, aún sin saber el porqué de aquello.
Atenta, fijó su vista en cómo el hombre de armas tragaba moviendo su juguetona, rítmica nuez; ella no pudo apartar la vista de ese adictivo movimiento.
Para comenzar a dar por lo visto su poca explicación; adivinó -como era su costumbre- que ese hombre era de pocas palabras a pesar de provenir de aquel lejano país de repúblicas y políticas oratorias.
-Los hombres de donde yo provengo, son guerreros que tienen ante todo el honor de su tierra y deben mantenerlo a toda costa. Porque es su deber como ciudadanos de nuestra hermosa y esplendorosa república. Y ellos no vienen para besarse y hacer el amor; vienen a conquistar y tomar nuevas tierras para nosotros; es su labor, solo ellos, no bárbaros pueblos que solo están para nuestro uso y desuso.
Su tono de voz impregnado de orgullo fue mutando a uno más cruel, más inhumano, menos cándido que como sonaba siempre que estaba con ella.
Estaba más que interesada en su explicación cuando oyó lo último. Furiosa y herida por pensar que ellos eran realmente buenos; que cambiarían sus intenciones con su tierra...
Pero...
No, ese hombre no las cambiaría por nadie ni nada. No quiso seguir oyendo más. Se marchó triste y desolada, sin más compañía que la de su traicionada confianza y sin sus llamas acogiéndola. Marchitas, igual que sus ojos verde cristalino casi azul cielo por su hondo perjurio. A ella y a su corazón.
Poesías amargas cantaban nacientes en su pecho, mil hacia aquel que no se merecía ni siquiera su dolor creciente. Envenenadas y sangrantes. Una solitaria lágrima recorrió el suave rostro de la diosa.
Desapareció de la faz del mundo y de la esencia fundamental. Su madre miró hacia otros lados menos a ella con sus avergonzados y maternales ojos ocultos en velos misteriosos.
No quería más dolor innecesario y tampoco un amor tirano. No quería sentir, sólo soñar hasta que el infinito se acabase.
Esa noche miles de sacrificios fueron en vano. Sumergidos en un aullador fuego que lamía, consumía pero no beneficiaba.
El otro no pudo darse cuenta de su error hasta que se vio solo. En ese casi divino claro junto a la ribera del plácido río. Miró como la pareja se amaba en lo que era el más antiguo ritual que el mundo conocía, y pensó, creyéndose blasfemo, que era lo más puro que el mundo conocería.
Era imposible no sentirse atraído hacia lo que aquellos mortales estaban haciendo. Y lo que el mismo deseaba intensamente estar haciendo con esa terca y enigmática mujer sobrenatural que le mantenía hechizado y patéticamente enamorado. Nunca había conocido alguna mujer divina o mortal que se igualase a ella.
La forma en que su fuerte y apasionado orgullo combinaba y complementaba con su curiosa y amorosa personalidad. Cómo rápidamente el fuego la envolvía cuando estaba furiosa o avergonzada, haciéndola más magistral que todos sus logros bélicos, Júpiter mismo se rendiría a sus marmóreos y fragantes pies. Ella era simplemente perfecta incluidos todos sus mínimos defectos.
La primera vez que le vio, imprudente y dominante detrás de toda esa vegetación; pensó si debía atacarla o torturarla para sacarle información acerca de ese pueblo poco conocido y demás salvaje, pero en un instante se fijó en su larga y atrayente cabellera del mismísimo color de la sangre viva y deseosa, y en sus camaleónicos ojos.
Ese momento fue el inicio de su perdición.
Los encuentros. El tratar de controlarse siendo que lo suyo era incontrolable igual que su furioso fuego. Porque el sabia más que bien, que la irritable y de paso bellísima mujer -aunque le doliera en lo más profundo de su gran ego- sintió la misma odiosa y nunca antes recreada percepción de que algo iba a cambiar. Y no algo mínimo, sino algo monumental y por lo visto aquello les incluía a ellos dos. Y el resto de sus protegidos -sin olvidar a ese problemático dúo amoroso, a los cuales envidiaba en lo más hondo, pero antes prefirió morir que dejar a su orgullo de lado por esas burdas acciones a las cuales los minúsculos mortales acudían sin dudarlo-.
Hasta que, finalmente, estuvieron cara a cara.
La tensión entre ellos dos y sus intenciones ocultas terminaron por hacer explotar sus caracteres volátiles y los dejó completamente trastornados. Su legión olvidada no podía ser influida ni transformada en la perfecta maquinaria de guerra que era. Solo podía pensar en ella una y otra vez. ¡La veía hasta en sueños! Siempre volviendo a sus magníficos y cambiantes ojos; y a su cuerpo tan diferente a los siempre insípidos cuerpos de las mujeres romanas. Ni siquiera Venus era competencia para ella.
Simplemente se sentía adicto a lo que esa mujer le provocaba. A lo divino y a lo mortal.
Por muchas batallas y guerras que haya vivido en su inmortal vida. Nunca tuvo más miedo que cuando quería hablarle. Ni tampoco más orgullo. Pensó y pensó, analizó, hizo de todo hasta que llegó a la penosa conclusión de que ella estaba destinada para él. A pesar de que fuera una bárbara al igual que su salvaje y hermoso pueblo. Que odiaba todo lo que él amaba en el mundo. Nunca sintiendo amor recorrer sus venas de acero y destrucción.
Eran tan diferentes pero tan iguales, que le asustaba. Con la irritable y dulce pelirroja sus defensas desaparecían y solo quedaba él. Quería saber por qué ocurría todo aquello, pero sus habilidades no daban a basto para adivinar el futuro y todas esas insignificancias. Él era un hombre amante de la guerra, de la matanza; mientras más sangre derramada era mejor. No necesitaba toda esa ridiculez de oráculos ni templos. Aunque su ego agradecía el enorme templo que le habían construido sus adoradores y aduladores senadores romanos a su propia magnificencia.
Pero allí todo era distinto la naturaleza era sus templos y los dioses amaban la paz conviviendo utópicamente brazo a brazo con sus adoradores. Era una especie de raro ensueño. Solo habían algunos, muy pocos, que amaban la violencia y los sacrificios -casi siempre al fuego sagrado y vigilados por nerviosos y pacifistas druidas-.
Fuego sagrado
Se acordó entonces de su diosa. Buscó con su mirada en conjunto de su energía hirviendo en su interior. Y no la sintió en ningún lugar cercano a él. Se había esfumado de su esfera.
La cólera y la vergüenza llenaron su rostro de blanca lividez.
Maldita pelirroja.
Inculta y salvaje. Le había abandonado dejándole dialogando a solas. Que patético. No se merecía el honor de estar cerca de él ni siquiera el soñar estar frente a frente; por muy encantadora que fuera su sola presencia, no le iba a perdonar tal desplante. Ni tampoco por sus cambiantes y soñadores ojos. ¡Por nada! Se marchó, ponzoñoso a paso raudo y con su orgullo herido a cuestas, con sentimientos de venganza formándose en su pecho. Dejaría de lado todo sentir dulce y amatorio, y su primera acción fue separar a esa ahora insípida y ridícula pareja, no quería saber nada relacionado con ese tema.
Se sintió satisfecho cuando, de improviso, el hombre que descansaba tranquila y celosamente abrazado a ese chiquillo frágil se separó y fríamente se vistió, largándose con paso rítmico y formal hacia el campamento sin lanzarle una sola mirada de preocupación al más joven.
Una sonrisa turbia, oscura, marcó sus labios y sus nocturnas pupilas.
Por fin algo le resultaba bien y correcto, suspiró digno.
La Diosa ofendida y aún herida; prefirió hacer que lo que pasó -todo- con ese bastardo quedara por siempre enterrado en el fondo de su mente telépata y adivinadora; mientras se preparaba para el ritual del equinoccio de primavera. Era la única ocasión en la que se permitía usar aquellos pomposos trajes ceremoniales y trenzaba su largo, además de salvaje, cabello cobrizo con flores recogidas en un virgen valle. Con una tribal y energética música sonando paulatinamente en recovecos de su memoria y con los fuegos brillando en sus ojos, recordando entusiastas.
Pero no compartía en cabalidad esos sentimientos con sus instintos más oscuros, más primitivos.
Aburrida y monótona trató de sentir lo que ocurrió después de su último encuentro, en su pueblo, y por qué no; también en los forajidos, que sabía que no tenían nada que ver con aquel bastardo infeliz de maravillosos ojos.
Ella entrecerró extrañada sus ojos. No sintió alegría cerca a su radio. Tampoco sintió dolor; era algo más.
Como…
Apatía más que otra cosa.
Se suponía que debía existir felicidad, gozo; pero no había nada de aquello, totalmente vacío y opaco.
Parecía que el pueblo se hubiera unido con ella en conjunto a su patético sentir. En los extranjeros era parecido, no había ningún dulce y benefactor sentimiento. Parecían piedras. La situación le comenzaba lentamente a asustar. Ni siquiera deseos de sangre, de muerte, nada. Cenizas de lo que fue todo anteriormente.
La naturaleza se profesaba apagada, ni siquiera el sol brillaba como debía ser.
Su memoria justamente en ese instante quiso aportar; proyectándose en su mente el momento en que aquel hombre ejerció su magia o influencias, lo que sea, en su soldado preferido. La precisión automática en sus movimientos, en su mirada. Mientras más tiempo pasaba, más le odiaba. ¿Por qué tuvo que venir justo donde estaba ella? ¿No existían lugares más inhóspitos que él pudiera mantener bajo su yugo divino? ¿Por qué? Y lo más blasfemo era que ella misma no podía pedir ayuda a oráculos ni adivinos. Porque su propio poder se anulaba bajo su misma e intrínseca habilidad.
La tensión se acumulaba lenta y peligrosamente en su cuerpo, como el advenimiento de una torrencial y solemne inundación; la forma en que su piel vibraba recordándole sutil y enigmática que se sentía de igual manera. Elevó su mirada entonces verde oscuro, desolada y atrayente, hacia un cielo muy empático; de un gris tormentoso y melancólico. El frío viento iracundo, pidiendo silenciosamente respuestas.
Al igual que ella y su esencia mutilada, pidiendo a su igual, de la misma forma que su desamparado sacerdote con su rostro vacío y con reflejos inusuales de silenciosa e interrogante furia en su superficie esbelta y agraciada.
Creía sentir lo mismo que él. La forma en que su alma grita dolorosa y anhelante por su otra mitad. Y tú por más herida que estés no se lo quieres dar ese dulce e insatisfecho deseo. Por ese orgullo sangrante y dolido, que solo quiere que el causante sufra, por más que el dolor sea de los dos, sintiendo como lentamente la amargura y la ponzoña invaden avasallantes su corazón.
Su esposo estaba cercano a ella, entendiendo el sufrimiento que su preciosa y querida compañera pelirroja estaba pasando a pesar de que la empatía no era su don sagrado, pero la sentía, como su esencia revoloteaba nerviosa, inquietada de no tener lo preciado cerca de ella.
Porque por mucho que la quiera, él sabe que ella en el fondo también siente que su alma gemela está en otra parte y no con él. Y que debe dejar el orgullo de lado por que el amor no la esperara para siempre, por muy sobrenaturales que sean. Quiere hablarle con calma sin embargo sabe que debe decirle eso de frente y crudamente. Para que por fin abra su corazón a su complemento, quien por lo visto es igual de orgulloso.
Sonríe, divertido por la atípica pareja a la cual había observado como mero espectador todo el tiempo que los dos estuvieron encontrándose. Y, bueno, debía de admitir que había investigado algo del dios de la guerra.
La observa, cómo camina intranquila con las pesadas y ornamentadas telas cubriendo su esbelta figura. Cómo se agarra suave pero severa de sus ya no tan hermosamente peinados cabellos.
Para un momento y la contempla distinta, majestuosa. Como cuando hace uso de sus poderes adivinatorios.
La vio con la mirada turbia dirigida hacia el infinito onírico. Debe estar tratando de contactar con las esencias de los mortales enamorados y tal vez con la de él. La despierta con un suave susurro en su pálido oído. Ella le miró, asombrada y avergonzada de haber sido descubierta en tales actos. Se ruborizó de forma culpable. El confirmó que su diosa si había estado buscando la esencia de su supuestamente odiado aun no amante, pero deseado.
Brighid alzo la mirada lentamente, sus gestos casi gritándole malhechora. Ese era el momento justo para la indecorosa conversación; la tomó por sus cremosos -y salpicados por preciosas pecas- hombros. Y le habló por lo que para ella fueron milenios, dolorosos milenios. No quería oír la verdad, menos de alguien tan importante y con la que su alma se había expuesto miles de veces.
Pero tuvo que aceptarla y abrir sus ojos a la cruel realidad; no podían seguir las cosas así, el rumbo del destino siempre fijo y estable. Estaba cambiando, para mal de la gente y de la tierra por la que había jurado proteger a su madre tierra.
Quizás era ya tiempo de dejar su gran e idiota orgullo. Y admitir que la distancia la estaba matando lentamente, quería estar con él y que el mundo volviera a ser un lugar idílico para sus protegidos y los de él. ¡Nada más de sufrimiento sin sentido, para nadie!
Indecisa pensó en los pro y en los contra. Enamorados, la vida era más sencilla, más colorida y luminosa para todos por igual. Odiándose; dejándose llevar por sus orgullos dominantes, todo era más difícil, más desértico y opaco.
Ella no quería ese daño para nadie ni tampoco se lo deseaba a nadie. Pero ella tenía la suerte de poseer el mejor amigo del universo entero; quien bruscamente le dio el empujoncito que requería.
Una burbujeante y naciente felicidad recorrió su cuerpo y llamas doradas surgentes la cubrieron por entero. Le dio las gracias profundamente agradecida a su gran confidente y apoyo; le besó suavemente la frente, que llevaba consigo leves marcas de su sabiduría impresa en ella, en un gesto cargado de significado.
Se marchó de ahí, con sueños esperanzadores dentro de su energética mente. Y rápidamente, le encontró sentado en el mismo lugar donde descubrieron su perturbadora revelación. Sintió que era la primera vez que le veía; es que estaba tan diferente de cómo le recordaba; allí marchitándose con sus hombros decaídos y su mirada lejana. Y sin su ego tan brillante que poseía.
Se acerco igual de curiosa que el primer encuentro. Le dolió ver como su recién descubierto amor se diluía hasta casi desaparecer. Debía evitar a toda costa aquello. Lo juraba por su madre y por sus dones.
No sabía cómo comenzar, y decidió irse por lo fácil; lo que les hacía ser parte iguales y complementarias dentro del todo.
-Oye, tú; bastardo engreído.
El hombre le miró sorprendido y ella creyó ver algo de anhelo dentro de su mirada oscurecida. Pero rápidamente cambió a una de furia y muy herida; la misma que ella poseía momentos antes.
Empatía.
- ¿Que haces tú aquí? ¿Vienes a seguir burlándote de mí, a deshonrarme, como lo has estado haciendo en este último tiempo? ¿Quieres más? -ella le mir´' intensamente desnudando su alma, queriéndole proteger por su presencia tan desvalida y preciosa.
Creyó fervientemente que él debió ver la verdad en sus ojos acerca de sus sentimientos amorosos y de su real arrepentimiento; porque accedió a escucharla con cierto recelo.
-Yo... lo lamento, debí de oírte... no sólo lo que yo quería escuchar; pero mi orgullo pudo más que yo y tú sabes que también el tuyo hizo de las suyas, los dos sinceramente... -suspiró lentamente, admitiendo; preparándose para su revelación final y la que creía que cambiaría todo para adelante- Y siento que de verdad, lo que hay entre nosotros es más que odio y toda esta idiotez innecesaria; sino amor, porque yo de verdad creo que te amo ¿Y tú? ¿Tú sientes lo mismo? ¡Sé que es así! -ya dijo lo que tenía que decir, ahora el veredicto final lo daría él. Le miró anhelante y llena de amor, esperando lo que iba a decir y suplicando silenciosamente que digiera que sí. El mundo se le hizo eterno y doloroso.
-Ya era hora, orgullosa y altanera; pero solo mía. Lo oíste, y de paso todo el mundo, que no comparto mis cosas con nadie. Además que a nadie le hace mal sentir un poco de amor; especialmente si es por una belicosa y hermosa adivina de cabellos rojizos.
Con la sonrisa más luminosa de toda la bóveda celeste, ella aceptó su ya no odiado destino, saltando literalmente a sus brazos y lo rodeó con hermosas llamas del color del sol y el oro, dejando olvidado su orgullo que yacía acompañado del otro.
-Yo tampoco. -y sonrió dándose el primer beso de muchos más, rodeada de sus aguerridos brazos, los dos con su mirada orgullosa llena de amor y de felicidad máxima.
En el mismo lugar, otra pareja se reúne con lágrimas en los ojos y con besos cargados de amor; prometiéndose estar siempre juntos a sus dioses amados. Junto a la rivera de aquel mágico río, todo hechizo era deshecho, y con la primavera por fin floreciendo hermosamente, tal como siempre debió ser, el cielo era brillante.
~~Finnis~~