Edit: Fic escrito en colaboración con
alikum y con las fantásticas aportaciones de
zelsh e
iris92 (creo, espero). ¡Muchas gracias! =D
Hola. He pasado una Semana Santa muy aburrida pero me puse a escribir un poco. Surgió espontáneo, de repente, y luego me acordé de este fic tan genialoso que se llama
Destinos, de
zelsh, de la que me declaro fan, y recordé lo de que lo importante es el viaje y otras cosas fantásticas que dice en ese fic y que, bueno, voy a intentar plasmar aquí yo, modestamente.
Pero ya se sabe. Empiezo las cosas y me desencanto enseguida con ellas, así que voy a publicarlo para que no se quede perdido. Intentaré seguirlo porque me gustan los personajes y quiero conocerlos.
Si pensáis que los taxistas se saben la vida de medio mundo, es mentira. Es un cliché. La gente ya no habla con los taxistas: te dicen la calle y se ponen a llamar por el móvil, te miran mal cuando cobras tres euros de bajada de bandera o se limitan a mirar por la ventana hasta que llegan a su destino.
Por suerte, aún hay casos aislados de personas que se sientan, indican la calle, sonríen y dicen: “No se va a creer lo que me ha pasado…”
Gente que tiene historias que contar. Quizá no son las más interesantes o divertidas del mundo, pero son parte de ellos y sienten, casi por instinto, que tienen que contarlas antes de que desaparezcan. Por eso, cuando se montan en el taxi, lo hacen. Son historias que acaban de vivir y para ellos son extraordinarias, y te las narran con un brillo en los ojos y pudor al preguntarte si no están hablando demasiado, si no te están aburriendo.
Tú dices que no. Que ese tipo de historias no te aburren.
Son historias de viajes.
Madrid
Alex se montó en un taxi y dejó la mochila de cuadros blancos y negros a su lado en el asiento trasero.
-Buenos días -dijo.
El taxi era de los nuevos, los que llevan una mampara de separación entre el cliente y el conductor. El hombre llevaba la radio a un volumen muy alto.
Antes de que Alex pudiese repetir el saludo, la otra puerta se abrió. Una mata de pelo castaño arrojó la mochila, de cuadros blancos y negros, a los brazos de Alex y unas piernas larguísimas se doblaron como pudieron para caber en el asiento del taxi.
-A Atocha, por favor -dijo el chico en voz muy alta. Llevaba unos auriculares gigantescos cubriéndole las orejas y movía la cabeza al ritmo de un murmullo rápido que surgía de ellos. Alex se le quedó mirando.
-Perdona, el taxi está ocupado.
Él pareció llevarse un susto monumental al verle ahí. Dio un respingo en el asiento y entre los mechones alocados dos ojos verdes le miraron muy abiertos. Se quitó los auriculares y los colocó alrededor de su cuello.
-Pero, ¿por dónde has entrado?
El taxista canturreaba mientras arrancaba y se metía en la rotonda.
-No, no, yo estaba aquí primero. Es mi taxi -explicó Alex, un poco indignado-. Hágame el favor, váyase.
El chico se removió en el asiento en el que apenas cabía y repuso:
-Oye, cuando he entrado no te he visto. Además, ya le he dicho dónde voy.
Alex parpadeó. Su indignación crecía exponencialmente.
-¿Cómo?
-Igual tenemos suerte y vas a Atocha, ¿no? -propuso, con tono desenfadado, y sonrió. Con una sonrisa enorme que decía, Ey, colega, eso sí que sería alucinante, ¿que no?
Alex se inclinó en el asiento.
-Oiga, pare el taxi. Ha habido un error.
El taxista tamborileaba el volante con los dedos y seguía desafinando por encima de la radio, creyendo, por alguna razón, que la mampara insonorizaba su parte del taxi.
-¡Pare! Yo no voy a Atocha. Este chaval se ha metido en mi taxi.
El otro adoptó un tono defensivo, pero no perdió la sonrisa amistosa.
-Venga, tío. No pone tu nombre en ningún lado. Yo creo que has sido tú el que se ha metido en mi taxi. Todo depende de cómo lo mires.
Alex golpeó con los nudillos la mampara.
-¡Pare!
El taxista gritó por encima de la radio:
-¡No des golpes, que es nueva, hombre!
El desconocido dijo:
-¿Te vas ya?
Alex le fulminó con la mirada.
-No, te vas tú.
El taxi paró junto a la acera y preguntó:
-¿Qué ocurre?
El chico frunció el ceño.
-Qué mal pronto tienes, tú. Ya me voy, ya.
Agarró la mochila y abrió la puerta. Cuando aún no había salido del todo, añadió:
-Robataxis de mierda…
Cerró la puerta. Alex resopló. El taxista le miraba.
-Yo no paro el taxímetro, ¿eh?
-Vale, vale. Lléveme a la calle Fer…
Se calló de pronto. El taxista dijo:
-No conozco ninguna calle Fer.
Alex dijo:
-Esta no es mi mochila.
El taxista arrancó y dijo:
-¿Por qué barrio queda?
Y Alex repitió, agarrando la mochila de cuadros blancos y negros con un cordel rojo atado a la cremallera:
-¡Esta no es mi mochila!
Alex salió corriendo del taxi sin molestarse en cerrar la puerta, mirando a todos lados. Recorrió unos metros y se encaramó a una farola para ver más lejos, con una sacudida desagradable en el estómago. No veía los cuadros blancos y negros de su mochila por ninguna parte.
Volvió al taxi.
-¡Lléveme a Atocha, rápido! ¡Se ha llevado mi mochila!
El hombre resopló.
-Joder, pues a Atocha íbamos al principio. A ver si se aclara, señorito. -subió el volumen de la radio y añadió-. Si es que la gente es gilipollas…
La estación de Atocha estaba llena de gente, porque era viernes y víspera de puente y, en fin, era una estación de tren. Alex se hizo paso a codazos, saltando y poniéndose de puntillas, siguiendo todo atisbo blanco y negro que vislumbraba.
Puta moda del estampado de cuadros blancos y negros.
Siguió a dos mochilas que resultaron no ser la suya. Los anuncios de próximas salidas de trenes por megafonía le aceleraban el pulso y le crispaban los nervios. Con la respiración entrecortada volvió a lo alto de las escaleras mecánicas. Y le vio.
Alto, altísimo, con el pelo desastroso y su mochila colgando de su hombro. Entrando en el andén tres.
Alex bajó las escaleras mecánicas de dos en dos y en los últimos escalones se enredó con sus propios pies y cayó de cara. Una señora mayor se escandalizó a su lado y un hombre le ayudó a levantarse.
-¡Si es que esta juventud no mira por donde va! -chilló la señora.
Alex sintió un dolor palpitante en la boca. El hombre preguntó:
-¿Estás bien?
-¡Van como locos, haciendo el burro, como locos! -continuó la señora, agarrando su bolso muy fuerte contra su pecho.
Alex le hizo un gesto a la mujer con la mano y echó a correr otra vez, con sabor a sangre en la lengua. El anuncio de que el tren con destino a Amsterdam saldría del andén tres en dos minutos le dio calambres en los tobillos.
Empujó y derrapó y sus músculos chillaban por tanto ajetreo y tanta falta de uso pero al final consiguió llegar al andén. Las azafatas subían los escalones y cerraban las puertas. El tren se empezó a mover.
-¡No! -Alex se atragantó con sangre y tosió y corrió detrás del tren-. ¡No!
-¡No! -gritaba el chico del pelo imposible y los auriculares al cuello, corriendo por el andén a su lado-. ¡Pare!
-¡Pare! -corroboró Alex, y luego se detuvo en seco. El chaval seguía corriendo haciendo señas. El resto de la gente les miraba.
-¡Eh! -Alex le gritó, descartando la idea de correr tras él también. El tío daba unas zancadas muy largas-. ¡Tú! ¡Tienes mi mochila!
El tren se alejó. Dos guardias de seguridad se acercaban hacia ellos. El chico se giró.
-¿Qué haces? ¿Me estás siguiendo?
Alex se puso a su altura.
-Dame mi mochila -resolló, llevándose la mano al pecho-. Te la llevaste cuando saliste de mi taxi.
Los guardias llegaron y les cogieron de los hombros.
-Chicos, dejad de hacer el loco. Acompañadnos.
Les empujaron hacia un cartel que decía “Salida”.
-Era mi taxi -matizó el muy idiota, dejándose llevar. Señaló la cargada bolsa que llevaba Alex a la espalda y preguntó-. ¿Entonces ésa es mi mochila?
Alex se la dio por debajo del brazo fornido del guarda.
-Ostia, qué puta suerte -dijo, abriendo la cremallera para comprobar sus cosas-. Joder, muchas gracias.
Los guardas les soltaron los hombros. Alex se lo masajeó.
-¿Ustedes creen que es normal correr de esa forma por el andén con el tren en marcha? -preguntó el guardia. El chico alto pareció ir a dar una respuesta pero el hombre continuó-. ¿No ven que se han puesto en peligro a ustedes y al resto de pasajeros?
Alex no contestó. El chico no llevaba nada en los hombros.
-Dame mi mochila -repitió.
Él tenía los ojos de un verde brillante y miraba ilusionado el contenido de la suya.
-¿Eh? Ah, no. Lo siento. Me la he dejado en el tren.
Alex sintió algo dentro de su cerebro descender con brusquedad, como la arena de un reloj de arena puesto boca abajo. Se mareó un poco.
-¿Qué? -la voz le salió más aguda de lo que había calculado. Los guardias les miraban con reprobación.
-Hagan el favor de escucharme -dijo el hombre, visiblemente molesto-. Intento darles una lección cívica.
-Perdona, colega, yo tenía asiento en el tren, pero bajé un momento a comprar cacahuetes. -el chico se arrodilló y empezó a sacar cosas de su mochila. Un libro, un paraguas, un número de la revista Playboy. Una caja de café en polvo.
Alex tenía los pies clavados en el suelo.
-Documentación -intervino el segundo guardia, irritado-. Enséñenme los billetes.
-¿Me estás diciendo que mi mochila está viajando a Amsterdam?
Él se encogió de hombros y le dedicó una sonrisa de circunstancias con una caja de lápices de colores en la mano.
-Lo siento, tío, pero sí.
Los guardias tuvieron que sujetar a Alex para que no se abalanzase encima del chico.
Que, según el documento que le enseñó después al jefe de seguridad de la estación, se llamaba Brian Ashton.
-Oye, no hace falta que te pongas así. Yo he perdido el tren.
Alex caminaba furioso entre la gente que abarrotaba la estación, dejando atrás la oficina de atención al cliente, que en su cabeza estallaba de mil formas diferentes y muy dolorosas para la inepta de la empleada que le había atendido.
El tal Brian le seguía con pasos larguísimos.
-Yo tenía que haber cogido ese tren totalmente.
La mujer de atención al cliente, con su cara de comer limones. Lo sentimos, el equipaje de mano es responsabilidad del pasajero. Ésa era toda la solución que le daban.
Brian no parecía percatarse del silencio iracundo de Alex, de su andar rápido y su cara de vete a tomar por culo.
-Además, al final, después de que hayas estado gritando media hora, te han dicho que te pueden dar un compensación económica -seguía Brian, con las manos en los bolsillos y la música saliendo de sus auriculares-. Menos es nada, ¿eh?
Alex paró y se giró sobre sus talones.
-No quiero una puta compensación económica. Quiero recuperar la mochila. El dinero que valga lo que llevaba dentro me importa una mierda.
Como Brian se limitaba a quedársele mirando sin decir nada, Alex sintió bullir la sangre.
-¡Responsabilidad del pasajero! -la voz le temblaba. No había calculado que la voz fuera a temblarle, pero aún así apretó los puños y habló más alto-. Era TU responsabilidad, gilipollas. Es culpa tuya que yo haya perdido la mochila, así que bastante cabreado estoy contigo como para que me persigas y me busques lo positivo del asunto. Bastante he hecho ya con no partirte la cara… A no ser que tengas una solución, lárgate de aquí AHORA.
Brian no dijo nada. Había perdido la sonrisa, a pesar de que era evidente que Alex jamás podría partirle la cara. Más que nada, porque no llegaba hasta allí arriba. Pero él notaba la sangre ardiendo en las mejillas y se clavaba las uñas en las palmas de las manos de pura rabia.
Brian seguía mirándole allí, con esos ridículos auriculares excesivamente grandes, esas piernas excesivamente largas y esa expresión de idiota. Todo excesivo en él. Hasta su sola presencia lo era.
-Bueno -habló despacio, como buscando un tono tranquilizador-. Podemos intentar encontrar una solución. El tren iba a Amsterdam. Sacaremos billetes hasta allí.
-Ah, sí, qué buena solución. -replicó él amargamente-. Qué solución tan fantástica. Muchísimas gracias por darme esta solución.
Brian sonrió, satisfecho, y le dio una palmada en el hombro.
-De nada, hombre -y dio la vuelta y echó a andar hacia las ventanillas cuyos carteles decían “Venta de billetes”.
Alex le siguió. Aún estaba cabreado. No podía irse a casa así. Necesitaba descargar la frustración sobre alguien. Alguien alto y desgarbado.
-Intentaba ser sarcástico, ¿sabes lo que es eso?
-Sí, es cuando dices algo dando a entender que piensas lo contrario.
-Sí. Pues eso -Brian se detuvo y sonrió al hombre que había detrás de la ventanilla.
-Dos billetes para Amsterdam que salgan lo más pronto posible, por favor.
Alex le cogió el brazo.
-¿Pero qué haces?
-¿Ida o ida y vuelta? -preguntó el hombre.
-¡Que no! -intervino Alex, asustado. Los dos se le quedaron mirando en silencio. Balbuceó-. Yo no tengo dinero.
-Entonces sólo ida -resolvió Brian volviéndose de nuevo hacia la ventanilla y sacando la cartera del bolsillo del pantalón.
El hombre tecleó algo en el ordenador.
-¡Que te he dicho que no, tarao! -dijo Alex, entrando en pánico-. ¡Yo no puedo ir a Amsterdam!
Brian no le miró.
-Habla más bajo, que estás montando un numerito. -dijo, contando los billetes.
Alex se quedó mudo de la indignación.
-Hay otro tren que sale en cinco minutos -dijo el hombre-. Una cancelación de última hora, tienen el precio reducido a la mitad.
-Esos -dijo Brian.
-¡No! -gritó Alex.
-Veinte euros cada uno -dijo el hombre-. Yo que ustedes correría. Andén cinco. Al fondo, bajando las escaleras y a la izquierda.
Brian deslizó los billetes por el agujero en el cristal y agarró a Alex de la camiseta.
-¿Qué...? -musitó él, pero Brian dio un tirón y se le cortó el aliento. Brian había echado a correr agitando los billetes de tren en la mano. Alex le siguió a trompicones, medio ahogado.
-¡No se admiten devoluciones! -les gritó el hombre de la taquilla.
-¿Qué estás haciendo? -gritó, sintiendo una ola de calor angustioso por todo el cuerpo-. ¡Me secuestran!
Brian daba unos pasos muy largos. Muy largos. Alex tropezó y cayó al suelo por segunda vez ese día. El dolor se extendió, sordo y palpitante, por toda su mandíbula.
Brian dijo:
-¡Vamos, hombre, que se nos va!
Le agarró fuerte de la cintura y se lo echó al hombro. Alex gritó otra vez.
-¡Socorro!
Pataleó y empezó a lanzarle puñetazos a la espalda, pero Brian no le soltaba. Su cuerpo daba botes a cada zancada. Notó vértigo en el estómago cuando bajaron las escaleras de tres en tres. Alex se agarró fuerte a su camiseta.
-Dios, joder -dijo, cerrando los ojos-. Joder, estás loco.
Escuchó un pitido y abrió los ojos. En el andén, la gente les miraba con caras de reprobación. Brian saltó, Alex le clavó los dedos en la espalda y las puertas del tren se cerraron detrás de ellos.
Brian le bajó y le dejó con cuidado en el suelo del tren. Alex se lanzó hacia la puerta, pero no la pudo abrir. Se quedó contemplando el andén alejándose, con las palmas de las manos en el cristal y la boca entreabierta.
A su espalda, Brian se acomodaba los cascos sobre las orejas y decía:
-Aquí pone 12A y 12B. Vamos a buscar los asientos. Luego podemos ir al vagón restaurante a ver qué hay. Tengo hambre.
Alex se golpeó la frente contra la puerta, resoplando.