Es un relato corto para el
madrugón de todos los sábados
. No sé muy bien qué quiere decir: he intentado sacarle muchos sentidos, pero sólo he llegado a la conclusión de que cada palabra es el personaje en estado puro, y que tampoco necesita ningún sentido para existir y estar ahí escrito. Alguien dijo 'los caracoles salen con la lluvia' y la idea se instaló en mi cabeza y deshizo las maletas. Era un pequeño Fry cortándome las conexiones neuronales con una espada, exigiendo que lo escribiera o perdería a Leela para siempre.
Bueno, a lo mejor no fue así exactamente. Pero algo chungo le pasaron a mis conexiones neuronales y soy valiente y me arriesgo a dejarles salir, al perro -pseudo Sirius- y al
[Slash]
Estaba tumbado en la hierba empapada, con la barbilla apoyada entre las manos. Tristan le miraba, sentado en el suelo, sosteniendo un cigarrillo encendido entre los dedos entumecidos de frío.
Damián alzó los pies y el pantalón se resbaló hacia abajo. Hoy llevaba calcetines de cuadros. Frente a sus ojos un caracol reptaba lentamente hacia la cima de una piedra, dejando un rastro brillante detrás de él. Tenía la concha amarilla y verde, y el cuerpo blanquecino. Se resbaló piedra abajo y escondió los cuernos.
Tristan le dio una calada a su cigarrillo y se apoyó en el tronco del árbol que tenía detrás. Observó cómo Damián empujaba suavemente al caracol con un dedo largo y blanco.
Cuando se acabó el cigarrillo se levantó. Damián cogió la concha del caracol con el índice y el pulgar y se lo puso en la mano.
Damián era un extraterrestre. Por algún error cuántico en el universo, había ido a parar a un pueblo del norte de Letonia hacía unos diecinueve años. Debido al viaje interespacial (porque Damián debió cometer alguna imprudencia cuando atravesaba la atmósfera terrestre) su corazón latía demasiado despacio. Y él no quería estar en desacuerdo con su corazón, así que se tomaba su tiempo para todo.
Damián podía estar horas tumbado en la tierra mirando el recorrido de un caracol. Podía pasarse la noche boca arriba, estudiando las estrellas. Seguramente echaba de menos su planeta, pero nunca nadie se lo había preguntado.
Como Damián era un extraterrestre, había tenido que adaptarse a un cuerpo humano para pasar desapercibido. Pero, con las prisas, se había equivocado. Desde entonces Damián lo hacía todo despacio. Recogía los calcetines largos del suelo y se los ponía, a veces uno de cada color. Abría el cajón y desdoblaba los pantalones, bajaba la cremallera y metía las piernas por las perneras. Caminaba hacia el espejo, buscaba el lápiz negro en el estuche y se delineaba los ojos. Luego se coloreaba los párpados de oscuro, y cuando los abría el azul del iris se había vuelto azul alienígena. Se miraba al espejo, veía que su verdadero yo se había asomado a sus ojos y se reía y gateaba de nuevo por la cama.
Tristan tenía el ‘gen invasor’. Sus padres lo decían en voz alta en el salón cuando él iba por el pasillo. Decían ‘Nosotros hemos hecho lo que hemos podido. Es culpa del gen invasor’ y así se sentían mejor y podían tomarse su café con leche sin que se le atragantara. Tristan encontraba entonces una razón para meterse en peleas en el instituto y acabar con la boca llena de sangre y un latido sordo en la sien. Porque era el gen invasor el que se apoderaba de él y le hacía escuchar el murmullo que le llevaba a provocar a los compañeros, normalmente a los más fuertes que él, porque Tristan no era un abusón y era todo culpa del gen invasor. Sabía que la mayoría de las veces iba a acabar perdiendo las peleas, pero eso le incitaba de alguna forma.
Tristan tenía mal carácter. No era un chorro de agresividad cuando se enfadaba, sino que era un mal carácter continuo. Se le suele llamar ‘humor de perros’. Tristan tenía un humor de perros, y todos sus días eran días de perros. Cuando Damián aterrizó y comenzó a mirar a los humanos, Tristan olió su verdadera esencia y le gruñó y le ladró.
Tristan sabía que su genio era insoportable. Su madre se lo recordaba a menudo, gritándole desde el otro lado de la puerta cerrada. A nadie de su familia le pasaba igual, pero eso era porque su familia no tenía el gen invasor. El gen invasor se lo había aportado su madre, una drogadicta o una puta que se quedó embarazada demasiado joven y decidió abandonarle. Ese tipo de gente es la que tiene el gen invasor. Las personas honradas como su madre y su padre adoptivos no tienen ese tipo de información genética.
Damián sintió el genio perruno de Tristan y se atrevió a acercarse más. Tristan le miró con desconfianza al principio, pero pronto descubrió que no era de este planeta y que, por tanto, a lo mejor no le importaba que él tuviese el gen invasor. Quizá los alienígenas no sabían de genes.
Así que Damián adiestró a Tristan.
Tristan no sólo gruñía y mordía. Su risa era como un ladrido: sonora, inesperada y corta. Apenas una carcajada profunda y sincera.
Si era pronto y tenían toda la mañana por delante para estar en la cama, Damián metía los dedos entre su pelo negro, los movía trazando círculos, enredándolo y desenredándolo, y Tristan enterraba la nariz en la almohada y hacía un ruido desde el fondo de la garganta, como de ganas de llorar. Luego se volvía y le lamía el dorso de la mano.
-En serio, Damián, ¿no echas de menos tu planeta? -gruñó Tristan. Damián sonrió y Tristan le sujetó para que se estuviera quieto. Intentaba limpiarle los cortes con una gasa empapada de alcohol.
-En realidad el tuyo es más interesante de lo que crees.
Damián no alzaba nunca la voz. Debajo de su ojo maquillado se iba formando una sombra morada. Los golpes de los brazos y el pecho ya estaban verdosos.
-Sí, debe ser muy interesante que un grupo de gilipollas te de una paliza por la calle.
-Seguramente les iría provocando -dijo Damián, apartándole la gasa-. Soy extremadamente sexy. Y tú precisamente no puedes hablar de golpes.
-Yo me lo voy buscando.
-Yo, en cierto modo, también.
Tristan a veces se comportaba como un perro viejo, vagabundo y cansado. Damián no había tenido muchas ocasiones de verle así, pero era el único que lo había conseguido. Con el pelo sobre la cara y la cabeza gacha, olvidándose del cigarrillo que tenía encendido, derrotado, con ganas de vomitar. Se lamía las heridas musitando algo sobre un gen y su familia, sangrando.
Damián se sentaba junto a él y esperaba a que el humo azul del tabaco se extinguiera. Entonces le hablaba con voz queda de Londres y de que todo se vuelve gris cuando llueve. Le hablaba sobre la estatua de Nelson de Trafalgar Square, que se estiraba hacia arriba para poder escapar de la lluvia y abandonaba sus leones de bronce en el pedestal. Tristan agudizaba el oído y se quedaba quieto, atento a historias sobre las ardillas de Hyde Park y al tono de voz de Damián cuando las contaba, porque se daba cuenta de que ese tono de voz amaba Londres y tenía Londres debajo de la piel y deseaba ir allí más que nada en el mundo.
Luego Damián le daba besos de caracol, lentos y húmedos, y Tristán escuchaba su corazón medio dormido resonando dentro de su cabeza.
A Damián le decían cosas por la calle. Tristan, desde que se iba con él, también oía murmullos a su paso. A Damián no parecía importarle, de hecho sonreía de medio lado cada vez que alguien le gritaba maricón. Tristan se enfadaba con él cuando a veces aparecía magullado y sangrando, pero él le quitaba importancia. Al día siguiente Tristan solía aparecer también apaleado, pero consciente y orgulloso de haber provocado él también algunas lesiones.
A Tristan le gustaba Damián. Le gustaba cómo fruncía el entrecejo antes de alzar la cámara fotográfica y hacer una foto. Le gustaba acercarse lo suficiente como para que los ojos azules se pusieran bizcos, y entonces besarle con fuerza. Le gustaba morderle detrás de las orejas y darle puñetazos en el hombro con demasiada fuerza cuando decía algo para molestarle. Le gustaba mirarle mientras se pintaba los ojos y se palpaba el cuerpo delante del espejo.
Le gustaba también su corazón de caracol y su pelo cuando se lo cortó él mismo. Su manera de toser y de agitar los hombros, y cómo miraba al infinito cuando hablaba del cuerpo que le habría gustado tener. Le gustaba cuando hablaba de música y de fotografía y de cosas que para Tristan no significaban nada hasta que le escuchaba decirlas.
Damián sabía hacer magia. No utilizaba trucos de cartas ni monedas escondidas, sino magia de verdad. Tenía poderes que sólo Tristan sabía que tenía y los utilizaba para cosas como estas.
-Venga, no me jodas. Tú no vas a ningún lado.
Damián no le miraba a él. Estaba concentrado usando sus poderes mágicos.
-No hace falta que lo repitas más -contestó con voz calmada- porque ya he tomado una decisión y no vas a cambiarla.
-¡No puedes irte! Mírate. Cada día estás peor. ¿Sabes siquiera si puedes montar en avión?
-¿Por qué no iba a poder?
Damián tenía el corazón egoísta y no bombeaba con suficiente fuerza. Tristan se inclinó, intentando obligarle a mirarle.
-Joder, Damián, te estás muriendo.
-Hm. Precioso. Pero me llevo muriendo diecinueve años, no me vas a asustar con…
Dejó la frase inacabada porque consideró que no era necesario seguir hablando. A Tristan le escocían los ojos y su sangre latía el doble.
-Llévame contigo -exigió.
-Es precisamente eso -añadió Damián sin aparentar haberle escuchado. Se volvió y le miró y usó su magia- Necesito ir allí. No tengo nada aquí por lo que quedarme.
Ya estaba. Tristan tenía un humor de perros, pero no enseñó los colmillos ni se lanzó a la yugular. Damián tenía los ojos muy azules y Tristan apartó la mirada con las orejas gachas.
-Tengo que ir a morirme a Londres.
Tristan era un perro abandonado. Los alienígenas son especiales. Pero perros hay por todas partes.
No sé por qué. Tampoco me hace falta.
EDIT 22 Marzo 2009:
Tristan era un perro abandonado. Los alienígenas son especiales. Pero perros hay por todas partes.
Damián estaba tumbado en la hierba empapada, con la cabeza ladeada y una mancha de barro en la mejilla. Un caracol reptaba con tranquilidad a lo largo de sus dedos. Tenía los ojos abiertos y su azul todavía era espectacular. Se podía escuchar su sangre palpitando débilmente contra la tierra. Era lento y trabajoso. El caracol se detuvo en el dorso de su mano. El sordo latido se volvió más irregular, casi imperceptible. Y después dejó de oírse. El caracol encogió los cuernos y se escondió en su concha. .