TÍTULO: RETORNO A KENT
CAPITULO: I
AUTOR:
munnochBETA:
carmenmariabsADVERTENCIA: Adultos
LENGUA: Español
PERSONAJES: Tanto los protagonistas como las situaciones que pueblan esta ficción son frutos de mi imaginación.
NOTA: Para lo que será mi última publicación en castellano, un capricho, que empezó por un mail… y que poco a poco, fue dando vida a Pearly a Sebastián y a todos sus amigos...
COMENTARIOS: Siempre os quedare muy agradecido.
MÚSICA: Put the Blame on Mame
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Kent 1953
RETORNO A KENT
…Hace tan solo cuatro años que todo ocurrió. Cuatro años, pero a pesar de que lord Sebastián Rutherford West opina sinceramente haber olvidado lo acontecido por entonces, nosotros sabemos que no es así…
Esta es su historia.
Pero antes de seguir hablando de Sebastián, sería conveniente presentarlo según como lo percibió por primera vez la temible cronista americana Louella Parsons, la cual le dedicó el más inesperado y elogioso cumplido que jamás le consagrasen en las columnas del New York Morning Telegraph. Del cual rescataremos lo siguiente.
…“Tras vivir en su país natal increíbles y escalofriantes peripecias dignas de un guión de Alfred Hitchcock, Sebastián Rutherford West, el infortunado y desterrado lord británico, llegó ayer a las diez de la mañana a Nueva York.
Lord Rutherford se puede considerar el joven más hermoso que haya producido estos últimos veinte años su Kent natal.
De su padre tiene la figura esbelta y elegante no bien fuese muy alto. De su madre a parte de dominar magistralmente el sutil arte de la seducción, ha heredado unos pómulos aristocráticos, la piel clara y delicada del jazmín, el cabello negro sedoso con un flequillo lacio que a menudo, cuando le cae sobre la frente, oculta unos sorprendentes ojos de un verde gris que harían palidecer a las más bellas esmeraldas. Todo esto hace de su cara una composición exquisita de belleza viril, algo intimidante que, afortunadamente suavizaba una pizca de feminidad. Sin equivocación se puede decir de él, lo que Agatha Christie llama una belleza evanescente. Pues Sebastián es el clásico chico inglés con lo mejor de cada uno de sus difuntos padres.
Con dolor recordaremos que de su desgraciada madre, entre otras valiosas joyas, Sebastián posee las famosas esmeraldas que su abuelo adquirió de la familia de la princesa Pavlovna Konsikovsky cuando salieron de Rusia huyendo de los bolcheviques. De su padre… una fabulosa fortuna.
Para la alta sociedad de Nueva york será un placer mas que un deber acoger a este joven con ademán de bailarín de salón”…
Evidentemente de Sebastián se puede decir que es un hombre hermoso a pesar de que su vida de estos últimos meses, pudo haberlo derrotado.””
Así de florido, lo describía Louella Parsons, una cronista de la que se comentaba, que sus artículos refiriéndose a los famosos, raramente daban lugar a experimentar ilusiones.
Por lo cual podemos decir:
¿Qué sería la vida de Sebastián sin los engaños e ilusiones? Sobre todo, sin sus queridas ilusiones.
De hecho, esa falsa percepción lejos de toda realidad, puede tanto permitirle que llegase a una ilusa felicidad, como también llevarle a su propia pérdida.
Por lo demás, que decir, si no que la ilusión, cual una dulce droga que a menudo se aleja de la razón no es más que un tranquilizador satisfactorio y engañoso universo, pero cuyo defecto mayor es de impedirle a Sebastián el acceso a la realidad. ¿Pero repito, que sería de Sebastián sin ese “defecto mayor” que impide el acceso a la realidad?
De modo que prefiriendo que el tiempo asentara las cosas, entumeciendo su mente hasta olvidar aquellos infaustos recuerdos. De modo que poco a poco todo, lo acontecido llegó a carecer de importancia para él.
Hacía tiempo ya, que en su mente olvidó el persistente desgrane de la perversa clepsidra que con constante indiferencia, sigue inexorable punteando los silencios de su vida.
Pero, de que le vale saber lo que para él se impone con tanta evidencia. ¿Acaso todos los que pretendían ser sus amigos no se han desvanecido en su entorno?
¿A caso no le queda otra cosa que la constante contemplación de su soledad?
Después de todo no es que le abrumase verdaderamente esa maldita soledad, pese a la que fue su vida, siempre tuvo una cierta afición por un confortador ambiente monástico. Tal vez fuese esa monacal inclinación que lo caracteriza, la que influyó en el preciso momento de adquirir su aislada casa. “Lejos de todo y lejos de todos”.
Sin embargo, reconocía, que larga y aburrida se le hacía algunas veces la vida. Sobre todo sin su Pearly, Maurice y… Lester.
Lester, su nombre será siempre para él sinónimo de amor, hasta tal punto, que durante los primeros meses, de lo que el mismo llama su nueva vida de soltero, necesitaba evocar los recuerdos que lo enlazaban a él.
Lester, que Sebastián, ensimismado en su recuerdo, llegó a desear con tal impudicia que se masturbaba rememorando como fue con él.
Cuantas veces, añorando el sabor de su piel, el calor de sus labios y el inconfundible olor de su virilidad, revivía su ansiedad cuando se apoderaba de él. Los juegos atrevidos de sus labios, los mordiscos de sus dientes capturando su lengua, el soplo entrecortado de su cálido aliento sobre su rostro, cuando impacientado se dejaba caer con todo el peso de su cuerpo sobre Sebastián. Como olvidar el áspero rozar de sus manos acariciándolo, o cuando rebuscando entre el pliegue húmedo de sus nalgas, las entreabría para introducir con apremio, si no con ferocidad, su orgullo viril que se hinchaba a gusto en lo más oculto de su intimidad.
Tan al rojo vivo subsistían en él sus recuerdos, que sin contrariedad conseguía recrear el contacto del cuerpo de Lester. Ese cuerpo delgado y fuerte, húmedo de sudor. También Sebastián se dejaba llevar por su imaginación, creyendo percibir el ruido de sus pasos transitando por el corredor en dirección a su dormitorio.
Pero no eran los pasos de Lester que irrumpían en el silencio de la noche, si no el viejo parquet que crujía al cambio de la temperatura nocturna. El solo ruido que a esas horas de la noche daba una aparente vida a la casa, era el del viejo reloj de pie que reina contra la pared del salón, y que, con el constante balancín de su péndulo, puntea con cada uno de sus golpes lo fugaz que es el tiempo, recordándole como si eso fuese necesario, que la juventud no es ni permanente, ni inalterable, a pesar de su afán para conservarla.
También, muy evidentemente se preguntaba ¿por qué sería que en algunos momentos el tic-tac del antiguo reloj resuena así, mientras que en otros no lo parece en absoluto?
¿Sería porque, cuando se está bajo el golpe de una fuerte tensión, nuestro espíritu elige el primer pretexto venido, el tic-tac de un
péndulo por ejemplo, como amortiguador a nuestros sentidos, y pretender así distraerse y reducir el dolor inherente al momento presente?
Se supone que así sería, porque con alivio Sebastián escuchaba la vieja campanilla resquebrajada desgranar el silencio con discordantes toques metálicos.
Como un cachorro espera ansiando que llegué su dueño, igual seguía Sebastián acechando ese instante de felicidad, que la presencia de Lester le concedería, pero también se preguntaba sin demasiado optimismo ¿si llegaría por fin ese día, o estaría condenado a sufrir la constancia de su soledad?
Muy legítimamente nos podemos preguntar, si Sebastián seguía alguna terapia para no caer en la locura. Pues tanto los somníferos, los antidepresivos, como la pérdida de tiempo que suponía las periódicas visitas al psiquiatra, las abandonó por considerarlas ineficaces para él... Pues, los únicos resultados que conseguían esas visitas eran causarle dolores de cabeza y que permaneciese inmerso en recuerdos de los cuales lo único que deseaba era deshacerse.
De modo, que sus noches se resumían más o menos en una larga sucesión de invariables desvelos. . Su insomnio era una constante que desafiaba al tiempo, acrecentando el desasosiego y el malestar que hacía de él un extraño en su propia cama, haciéndolo pasar por todas de las facetas de la ansiedad, cuando su mente arracimada de pensamientos oscuros, le revelaba en el telón de sus noches blancas, cuáles fueron sus fracasos.
Por mucho que trataba de dominar su nerviosismo, lo único que conseguía era provocar aún más su irritación…pero cuando inesperadamente lograba volver a conciliar el sueño, era para caer en una suerte de extenuado desvanecimiento sin aportarle descanso. Lo más misterioso es que no parecía afectarle mucho físicamente la falta de sueño. Siempre parecía como si emergiese de una larga noche de reparador descanso.
Afortunadamente, no todas las noches seguían el mismo camino, pues conforme el tiempo pasaba, el metrónomo que rige su organismo, poco a poco recuperaba su habitual ritmo.
Pero una de esas noches de entrecortado sueño, cansado de bregar con las sábanas, asió la colcha que lo arropaba y salió de la calidez de la cama.
Se levantó, para inmovilizarse indeciso al pie del lecho, inerte cual las pilastras que sostenían el baldaquín de la cama de estilo Tudor.
Hastiado, sin saber qué hacer, con un gesto que un observador atento hubiese calificado de sensual, dejó que sus dedos acariciasen la pulida madera esculpida de una de las columnas, mientras su cabeza descansaba sobre ella.
La noche era más bien clara y la luna que por las vidrieras de su habitación iluminaba la lujosa estancia haciendo resaltar el brillo de la lustrosa madera de los muebles encerados, hizo que no necesitase encender la luz.
Asió su batín de seda azul oscuro que yacía sobre la tapa del arcón a los pies de la cama, y lo echó sobre sus hombros cubriendo someramente su pijama del mismo color.
Finalmente reanudó su avance por la habitación, como un actor se desplaza por el escenario, impregnado de la importancia de su papel.
Al pasar delante del espejo que pende de la pared sobre la cómoda, alzó la cabeza y, pasó los dedos por su cabellera atusando sus desordenados cabellos, sonrió en dirección al espejo que le devolvió indiferente la gélida mueca de su sonrisa…. Salió de su habitación, fantasma entre los fantasma que pueblan la noche.
***Extraña la contradictoria sensación que procuran los ruidos que rompen el silencio que impone la noche por las viejas casas.
Algo así como si esos ruidos tuviesen la facultad de dar vida a todos aquellos que compartieron su vida, haciendo que de repente, pudiesen aparecer tras abrirse una puerta. Sin embargo, no sin un vago pavor, reconoció el mismo silencio que impera constantemente por el pequeño cementerio que rodea la preciosa iglesia Normanda de Biddenden. Un silencio atiborrado de siniestros secretos olvidados. Muy a su pesar una onda de frío le recorrió la espina dorsal. Contrariado por su debilidad, encogió los hombros, y se puso a canturrear Put The Blame On Mame, caminando a oscuras en dirección a la planta baja.
Cruzó el hall acompañado por el ruido de sus furtivos pasos sobre el parquet y el soplo contradictoriamente alterado de su respiración.
Al abrir la pesada puerta de la entrada principal, se detuvo un instante en el umbral contemplando la noche. Respiró profundamente, agradablemente sorprendido al notar que, a pesar de la hora tardía no hiciese más frío, cuando una ráfaga de aire, cual una ola impregnada de aromas primaverales le asaltó acariciando sus mejillas. De hecho, no debió sorprenderse mucho, puesto que Kent no está muy lejos del mar, por lo cual, cuando el viento sopla del suroeste su soplo se vuelve cálido, con acentos mediterráneos.
Animado por la apacible paz de la noche que a lo largo del tiempo se fue convirtiendo en su más constante amiga, contempló el cielo iluminado por el plateado y suave resplandor de la luna, por lo que se le antojó que las luces de las estrellas, titilaban con la misma mecánica regularidad que las que brillan en los cielos que lucen los decorados que hacen de nocturnos en los teatros. Esto le hizo también recordar una producción de la Scala de Milán, precisamente el acto IV de los Cuentos de Hoffman y su famosa aria “Belle nuit o belle nuit” lo cual le hizo sonreír con ironía de su constante necedad.
Prosiguiendo su paseo nocturno, como tantas otras veces lo hizo, sin experimentar la menor aprehensión, ni por su entorno cernido de sombras misteriosas, ni por las aves nocturnas que se interpelaban entre los árboles con ulules, que a tantos les parecen lúgubres. En realidad, sin hacer excesivo acopio de valor, ya que Sebastián no le temía mucho a la oscuridad.
Conforme seguía, caminaba por pasillos bordeados con rosales amarillos que en su tiempo Lester plantó, el viento que de tanto en tanto soplaba suavemente, hacía aletear su batín a sus espaldas, confiriendo a la escena, un aspecto inusual y dramáticamente teatral.
Así llegó a la muralla del jardín tabicado como lo requería la costumbre en los tiempos de los Tudor, pero no se detuvo. Prosiguió por el camino iluminado por la moteada luz azulada de la luna que se filtraba bajo la copa de los árboles, cruzó la enramada dirigiendo sus pasos hacia los invernaderos que tras une hilera de densos cipreses lindan con un estanque. De modo que caminando cuesta abajo, abandonó las fragancias delicadas de las rosas por el tupido y húmedo césped.
Por fin, se detuvo tras un banco de piedra oscura que linda con la orilla del estanque y que bajo la engañadora luz de la luna, semeja más bien a un tétrico sarcófago con su tapa levantada que a un sitial de estilo gótico que silenciosamente invitase a la meditación. En un corto instante apoyó la mano sobre el dorsal, no obstante el contacto frío y rugoso de la piedra sellada de liquen, se acomodó en él arrebujado en el batín.
Cerró los ojos unos instantes, penetrado por los sortilegios de la noche, saboreando en aquel momento de apacible bienestar, una deliciosa paz perfumada por el silencio nocturno.
Cuando volvió a abrir los ojos, fue para dejarse seducir por las imágenes que sugerían el escueto inmovilismo de las aguas del estanque, lisas cual un espejo de plata que de repente se rompe y se perciben alborotadas, quizás una carpa que quiso atrapar el reflejo de la luna, desordenando la durmiente superficie con rizos concéntricos que chapoteando se desvanecían por la orilla.
Su mirada quedo atrapada, fija, hipnotizada por las concéntricas espirales del agua… su mente sumida en un pasado y unos momentos más felices.
Cual un obsesivo mantra. Porque definitivamente toda su vida abocaba a ellos. Sus nombres golpeaban sus oídos, como amartilla la puerta un aldabón accionado con mano frenética… Lester…Pearly…. Lester, Pearly!! Lester!!!...Muy a su pesar, no pudo sino preguntarse qué sería de ellos, y de todos aquellos que formaron parte de su vida: Maurice, Harold Flynn, los mellizos Morgan…
Sin duda esta noche sería especialmente recordada por él, puesto que súbitamente, le acometió la más descabellada, sino extravagante idea que jamás había experimentado. Escribir las andanzas de su vida, a modo de ahuyentar los demonios que aún cobijaba en su mente.
Se comprende que emprender semejante tarea literaria pueda sorprender a cualesquiera que lo conozca un tanto. Sobre todo, porque sus experiencias en este dominio se limitaban exclusivamente a escribir cheques y alguna que otra carta postal.
Luego, muy legítimamente se preguntó, cual sería esa fuerza obscura que insinuó esa irrazonable idea, sin decirle ni sus razones ni sus objetivos, y que tirándolo lentamente, lo empujaba atrayéndolo hasta seducirlo y convencerlo. Pero sobretodo, le hubiese gustado saber de dónde venía esa extravagancia, porque ese es el verdadero misterio de que semejante idea se le hubiera ocurrido.
Fue una sorpresa si no una revelación para él, pero se dejó cautivar por ella sin oponer la menor resistencia. Deseó, sin la menor duda que alguien que fuese capaz se lo explicara, ya que para él siguió siendo un impenetrable enigma, pues por mucho que lo intentó, no le encontró ni sentido ni razón...
Sin embargo, insospechadamente vigorizado, se levantó del banco e inició en sentido inverso su camino a la casa. Contorneando el inevitable laberinto vegetal vestigio de una moda obsoleta que durante años fue de rigor en los grandes jardines ingleses.
Para cuando el alba que aún se percibía tímida, palidecía roseando el horizonte, rematando suavemente las copas de los manzanos que arropan las dulces colinas de Kent, accedía a la primera terraza por una escalinata de granito rosa que daba acceso a la mansión por la parte trasera.
Al llegar a la entrada, el gran salón le apareció iluminado por una lámpara de mesita, y a pesar del momento inusitadamente matinal, su mayordomo se afanaba de rodillas delante de la chimenea que lentamente pero obstinadamente prendía fuego. Satisfecho, Fergus se levantó con cierta dificultad, se ayudó de una mesita de servicio en caoba de época Victoriana, mientras que la danza de las llamas se reflejaban en las acristaladas ventanas biseladas, que jaspeaban cual rescoldos temblorosos.
Atiborrado por un sentimiento de inmensa gratitud para su buen Fergus, Sebastián se detuvo un instante contemplándolo preocupado antes de entrar en el salón. Consternado advertía, como los estragos del tiempo cada día más entorpecían los gestos de su buen Fergus. Mil veces, Sebastián hubiese preferido prescindir de un servicio al que siempre Fergus le acostumbró. Mil veces, antes que infligirle la humillante constatación, de que para él, había llegado el momento de que dejase a un mayordomo más joven prestarle su ayuda.
Fergus, que con total abnegación le sacrificó gran parte de su vida, haciendo de la de Sebastián su única preocupación. Por más que Sebastián lo recordase, siempre fue un hombre de rigurosa profesionalidad, elegante, enfundado en su estricto traje negro que hacia resaltar su tez pálida, siempre fue de complexión más bien delgada, verdaderamente apuesto, el mejor mayordomo que pudiese imaginar; hoy más que nunca, pensó con el ceño fruncido lord Sebastián Rutherford West.
Pero dejemos, si les parece bien que Sebastián siga hablando de él.
*******************-Buenos días Fergus, ya veo que a ti también te gusta madrugar. Sin embargo, debo recordarte que no necesito que te levantes tan temprano, te merecerías que te regañase.
-¿Y vos, se puede saber de dónde venís vestido como si fueseis un espantapájaros? -Respondió refunfuñando mientras me preparaba una taza de té.
- A quien se le diga que Sir Sebastián Rutherford West, se pasa las noches espantando lo búhos del jardín.
-Ay que poco me quieres esta mañana, yo, que muy ingenuamente pensaba que te inquietabas por mí-
-¡Hmm! A vuestra edad no deberíais albergar tal ilusiones…Recuerdo como si fuese ayer lo que comenté a su añorada madre.
-¿Que fue lo que le comentaste?
-Pues que cuando aún no erais más que un muñeco llorón, teníais ya por entonces cada día más pinta de ser un travieso duendecillo, y por lo que se ve con los años no se ha enmendado.
- ¡Por dios que desilusión! Nunca me imaginé que fueses tan severo en tus apreciaciones para conmigo... ¿Pero dime? Y cuando me paseabas con Nanny por Saint James Park, presumiendo de mí, aseverando hasta la saciedad, a todos cuantos te escuchaban que “el pequeño señor Sebastián era el niño más adorable que se pudiese imaginar…”
-¡Hmm, tonterías! un mayordomo de mi rango se respeta, por lo cual nunca hubiese desacreditado a mis señores y, sobre todo en Saint James Park.
Después de entregarme la taza de mi té preferido, me abandonó a mi gran estupefacción, si saber muy bien si debía reírme de su excesiva familiaridad o escandalizarme por su implacable lógica.
Tan lejos como lo recuerdo, Fergus siempre estuvo a mí cuidado, celoso de sus prerrogativas y penetrado por el sentimiento de saber mejor que nadie, cuál sería la más adecuada manera de educar a un futuro lord. Así pues, nunca permitió a otros que no fuesen él, asumir la responsabilidad de prodigarme su muy estricta educación.
Pero no nos equivoquemos, bajo la aparente tiranía de mi mayordomo, encubre al hombre que más afecto me ha demostrado durante toda mi vida .Fergus, fue tanto, si no más, un padre para mí,. Ni una sola vez que yo lo recuerde y esto a lo largo de mi vida, jamás me defraudó, sobre todo en mis peores momentos.
Pero esperé unos instantes mientras bebía el té para que Fergus regresase a su habitación. Luego me precipité y me encerré en mi despacho, y sin más demora antes de que se desvaneciesen mis ardores literarios, me puse a escribir.
Que conste que estas páginas no contienen ningún valor verdaderamente histórico, ni tampoco ningún recóndito secreto referido a los famosos que compartieron mi intimidad que no se puedan comprobar en las crónicas de la insoportable Louella Parsons. La cual, sospecho muy prudentemente, no hubiese desdeñado echarles un vistazo -a mis notas escritas -… por si acaso y por improbable que fuese! se le hubiese olvidado algo.
Precisamente por si acaso, si algún desesperado compartiese su excéntrica curiosidad, y deseara echarle un vistazo por distraído que sea a mis memorias, bajo el pretexto de que la tarde se percibe lluviosa e imposibilita toda actividad exterior más lúdica. Debo advertirle que modere un tanto su interés y que no ceda a su nefasto impulso, ya que su temeraria iniciativa pudiese tener consecuencias irreversibles para el futuro de su pasión literaria.
¡Pues bien ¡ ya es tiempo de empezar. Y puesto que he decidido escribir para colmar mis momentos de insomnio, debo hacerlo si no con talento, al menos con total sinceridad.
******************************************************************Pensando en cómo empezaría a plasmar mi confesión, extraje mi estilográfica Schafer de su estuche. Quité el capuchón lacado de negro y ensayé la pluma trazando algunas filigranas sobre una hoja de papel para que la tinta acudiera a la punta de la pluma de oro adornaba por unas elegantes filigranas... Luego, con caligrafía amplia e inclinada a la derecha empecé a escribir… >>>