Aquella tarde, como todas las tardes últimamente, el ventilador funcionaba al máximo, desordenando las hojas de casos antiguos, el sol se colaba por entre las cortinas en el recibidor, y no se veía ni un cliente. El teléfono de la oficina había sonado una vez, a media tarde, pero resultó ser una anciana que buscaba la farmacia para quejarse de supositorios de mala calidad y gran tamaño.
Bernard Crabbe dormía con los pies apoyados en la mesa de su oficina y la cara cubierta por un libro que solo usaba para cubrirse la cara, porque él nunca leería Ana de las Tejas Verdes. De repente, la puerta se abrió y su compañero entró por ella refunfuñado y gruñendo, como hacía mucho últimamente.
- Veo que andas trabajando duro- saludó Goyle al entrar.
Crabbe a duras penas aguantó el equilibrio y logró mantenerse en la silla del sobresalto, guardando Ana de las Tejas Verdes en el cajón a toda prisa y sacudiéndose las migas del almuerzo de la camisa.
- Oh, hola, hola- respondió confundido y con aire ajetreado, ligeramente culpable. - No te había oído entrar.
Pero lo cierto es que Crabbe no tenía nada de qué sentirse culpable, ya que últimamente la agencia solo recibía las visitas de moscas atraídas por el olor de donuts.
Goyle por su parte, andaba claramente algo rabioso y deprimido por estas circunstancias, así que de vez en cuando soltaba esta clase de comentarios, que su compañero solía perdonar sin rencor.
“Crabboyle, agencia de detectives” se leía en las tarjetas de negocios. Había sido su plan B, al no recibir los permisos necesarios para montar una panadería / pastelería gourmet como era su idea inicial. Al principio las cosas habían ido bien, la verdad. En Hogsmeade siempre había alguien dispuesto a denunciar al vecino, o hacer que le vigilaran. Una población tan pequeña y apartada del resto del mundo tenía que entretenerse de alguna forma, claro. O se acusaban unos a otros de ser agentes comunistas que querían destruir la economía, o en todo caso, siempre estaba Aberforth Dumbledore para poder echarle la culpa de que la cabra de la Petra se portaba raro.
Pero últimamente las cosas se habían calmado, lo cual era bueno en general, pero malo para el negocio, así que los dos detectives languidecían en la destartalada oficina, reordenando sus papeles, comiendo donuts, y fumando cigarrillos, porque eso es lo que hacen los detectives.
- Si las cosas siguen así, vamos a tener que cerrar- comentó Goyle dejando el sombrero en la percha. Luego dio un suspiro y miró alrededor, como si de debajo de una de las carpetas fuera a salir una solución a su problema.
Crabbe se mostraba más optimista, en general, pero auque no lo dijese en alto todo el tiempo, la idea le había cruzado la mente.
A decir verdad, los socios tenían también un plan C, en caso de que este negocio no resultara- la peluquería canina Crabboyle, que prepararía perros para competiciones- pero ninguno de los dos se acordaba de cómo lo habían decidido y quién había sugerido tamaña estupidez, por lo que, para no ofender al otro, evitaban hablar del tema abiertamente, a pesar de que esta posibilidad pesara sobre ellos como una losa y les atormentara en silencio.
Lo que los detectives no sabían era que todo estaba a punto de cambiar, no en este preciso momento, pero un par de momentos más tarde, a causa de- como suele pasarles a los detectives- unas bonitas piernas, un culo perfecto, y una melena rubia.
Lucius Malfoy entró en la oficina de detectives en mitad del verano, cuando estaban casi desesperados por un cliente. Llevaba un cigarrillo entre los labios, la cabellera rubia platino perfectamente peinada, y una mirada fría pero atenta que conquistó a los dos detectives mucho antes de que les ofreciera 1000 Galeones en efectivo, como adelanto por su investigar su caso. Se sentó sin que se le ofreciera asiento, cruzó las piernas, y empezó a hablar, con una voz algo aterciopelada y embriagadora que arrastraba ligeramente las palabras.
Habló un rato largo, con detalles y sin interrupciones, exponiendo paso a paso los distintos problemas, los contratiempos y dificultades de un relato como no habían oído en mucho tiempo.
Bernard Crabbe y Gabriel Goyle escucharon casi sin respirar, fascinados. Preguntándose tal vez que qué hacía un señor como aquel en un sitio como ese, o cómo de todas las agencias de detectives de Inglaterra, había ido a parar a la suya. Al acabar la historia, los dos rudos ex-policías, fumadores, insomnes y cínicos desengañados del mundo, estaban decididos a proteger a su nuevo cliente, aunque era posible que en este asunto tuvieran que olvidarse de sus principios y salirse fuera de la ley.
Y es que lo que acababan de escuchar, no era un caso cualquiera.