Esta es una inesperada entrada escrita por una cuasi humana que, contra todo pronóstico, recordó lo maravilloso que es este sitio. La verdad estoy totalmente desconectada del LJ, pero siempre me ha gustado mucho escribir aquí. Creo que es el blog en el que me siento más cómoda (aunque también me gusta
éste, a lo mejor sólo por el fondo porque así soy de simple). Si alguna de mis amigas del f-list aún me recuerda y lee esta introducción sólo tengo que decir: ¡Hola! ¡Las quiero, espero que en la vida real les vaya muy bien, son lo máximo! ¡Ya no me acuerdo muy bien de cómo funciona el HTML pero sí de qué significa "lol", lol!
Todo empezó con una llamada que se convirtió en oferta de trabajo. Esa oferta de trabajo se transformó en Michelle despertando a las 5:20 de la mañana para ir a dar clases de inglés a pequeñitos de dos años y a otros cuantos de cuatro y cinco. Fue así como a partir de agosto, ni siquiera un mes después de graduarme de la carrera, conseguí un trabajo fijo decentemente bien pagado y a un montón de niñitos llamándome “miss”.
La cosa no era tan sencilla como yo creía: ser maestra tiene su encanto y un montón de puertas secretas que he ido descubriendo a trancazos, sin anestesia ni nada. Así nomás, a golpe limpio. Al principio, mis mañanas eran eternas entre llanto y grito de los pequeñitos y el desorden que no sabía cómo afrontar en preescolar. Yo llevaba un poco de teoría bajo el brazo pero la práctica es un monstruo gigante para lo que no estaba preparada, ¿cómo iba a saber yo que a los pequeñitos el llanto puede durarles todo un mes? ¿Qué tanto podía yo saber de control de grupo en un salón con trece gentecitas de cuatro y cinco años? Aquello era la locura.
Ahora puedo decir que la cosa ha mejorado; mis niños de preescolar están aprendiendo a ganarse tres estrellas al día para llevarse un premio (y hay que ver la ternura que me da su emoción ante una estampa de Hello Kitty o Toy Story), mis pequeñitos de maternal ya saben que cuando les pido “stand up and close your chair” significa que vamos a bailar. Les encanta bailar y a mí me encanta verlos bailar. La escuela en la que trabajo utiliza un sistema educativo llamado AMCO, y cada mes una coordinadora de esta empresa viene a observar las clases. Me felicitó por la clase de maternal y yo casi me pongo a reír porque hace dos meses yo no tenía ni idea de cómo estructurar una rutina para gentecita de dos años de edad.
La verdad es que me gusta mi trabajo, por muy aterradoramente cansado que sea. Me gusta, sobre todo, porque pude conocer a un niño que se ha robado mi corazón y se lo ha llevado hasta el infinito, allá muy lejos, a un lugar donde sólo él tiene acceso. Con este trabajo he confirmado que no todos los niños son exactamente agradables, pero también que hay otros a los que es emocionalmente imposible no querer.
Yo quise a este hombrecito de dos años desde el momento en que entró al salón, tomó un lugar y se puso a jugar con un rompecabezas, ajeno a los llantos de sus compañeros y ajeno a mí. Porque cabe resaltar que a mí no me quiso sino hasta un mes después; serio y tranquilo, no le gustaba que lo tocara. La pobre “miss” de inglés respetó eso pero lo quiso de todas formas, porque ese niño tenía algo infinitamente tierno escondido en su seriedad. Y una mañana de septiembre, por fin, corrió para abrazarme, una sonrisa en su carita redonda. A partir de ahí mi cariño hacia él ha sido incontrolable y muy probablemente desmedido, pero ya he dicho que me es emocionalmente imposible no quererlo.
Esa ha sido mi vida durante la segunda mitad del año. Mi cuarto es ahora almacén de fomi, cartulinas, recortes desperdigados de cuanta figura se puedan imaginar, crayolas y pequeños libros de cuentos en inglés que me gustan tanto como a mis alumnitos. En mi computadora la mitad de las canciones son infantiles. Ya soy experta en el arte de hacer reír a gentecita de cuatro años. Mi niño llega todos los días con una sonrisa para mí y yo lo cargo y le hago cosquillas y lo lleno de besos.
Y soy feliz.