Latido

Nov 17, 2013 03:10

No tengo muy claro cómo ha pasado, pero he vuelto a escribir. Estaba escuchando esta canción en bucle y me han entrado muchas ganas de escribir, así de repente, pero no sabía qué y no recordaba cómo. Así que he cogido papel y boli y me he dicho mira, qué cojones, lo que salga. Y esto ha salido. No sé si tiene mucho sentido, pero he vuelto a escribir, y eso es bonito. Alégrate conmigo.

(Prometo volver para escribir un post en condiciones y hablar de mi vida, que de vez en cuando viene bien. Hoy toca relato. Magia).


LATIDO

La estación de tren está vacía a estas horas de la noche. Los trenes duermen sobre los raíles, de la bóveda de cristal lloran goteras que resuenan al morir contra el suelo. Fuera diluvia, es una de esas noches tristes de París. Dos palomas han conseguido encontrar refugio en un rincón; duermen acurrucadas una contra otra, arrulladas por la canción de viento y lluvia. En este curioso silencio, los pasos de ella retumban entre las sombras y parecen llenarlo todo de una extraña manera. Más que darle vida al lugar, cada eco suena a moribundo, abandonado al vacío. Descorazonado. Como ella.

Ha llegado febrero, y en esta lúgubre, trágica, aciaga noche parisina, Cosette ha perdido el corazón. En su defensa ha de decir que no quería; su corazón era, bueno, suyo, y una se hace a la idea de que no puede vivir sin él. Si alguien te lo pide de ti se espera una sonrisa y poco más, tal vez un beso, seguramente un gesto de cariño: nadie te pide el corazón a mala fe. A ella se lo han dicho, “quiero tu corazón”, hace unas horas, mientras esperaba el tren que habría de llevarla a casa.

No le conocía. Tenía el pelo largo y negro, los ojos profundos, barba de tres o cuatro días. Vestía gabardina y una sonrisa depredadora. Se rio ante su “qué” de sorpresa, una broma que no compartió con ella, y antes de que tuviera tiempo de decir más le estaba comiendo la boca. Pensó que besaba bien, y también que no entendía nada. Intentó alejarlo de ella. No lo consiguió. En su pelo se engarfiaron unos dedos largos y fríos. Ya no pudo moverse.

-¿Me lo das?

-Qué.

-Tu corazón. ¿Me lo das?

Su voz sonaba ahogada; la de él, sibilina, se le metió por la garganta y se alojó allí hecha un nudo. Boqueó.

-Por qué.

-Lo necesito. Haré con él grandes cosas: darle vida a un cuento, desatar tempestades, convertirte en leyenda. Dame tu corazón y tendré todo eso.

Y no supo cómo, y no entendió por qué, pero algo íntimo, recóndito, algo; algo dijo sí. Y esos dedos de escarcha soltaron su pelo y descendieron, ávidos y voraces, en una caricia mórbida que le dejó la piel en carne viva y el corazón desbocado. Sobre él se detuvieron, en su pecho, como en un instante de duda. Y lo penetraron sin compasión. Uno a uno, sintió cerrarse esos dedos despiadados en su interior y se estremeció entera.

-Me muero.

Y ese suspiro fue una muerte en sí mismo, pero él sacó la mano y con ella, palpitante, su corazón, y de alguna manera siguió viviendo. Ya no sintió nada cuando él posó un beso delicado en su cuello, un leve aleteo de labios contra su piel. Se le cayó una lágrima, y después otra, y para cuando quiso darse cuenta él se había ido y ya no tuvo dónde ir.

Es una triste, larga, oscura noche en París. Fuera de la estación no para de llover. Dentro, Cosette no llora, Cosette no ríe, Cosette no sabe cómo vivir. No tiene corazón y en cada trueno restalla un latido. El suyo.

relatos a media voz

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