Aug 30, 2011 00:02
Recuerdo que era principios de marzo. Habíamos pasado el día metidos en casa, desesperados por deshacernos de esa gripe que nos había prohibido ir a conciertos y al Tanzquartier. Éramos marmotas cuya única preocupación era tener cerca pañuelos de papel y películas de terror. Era de noche, las 9 quizás. Estábamos en la cocina. Yo llevaba tus pantalones azules, esos que tengo que atar tanto que parece que voy a desaparecer, el jersey también era tuyo, rojo. Tú llevabas el pijama gris, el que tienes repetido porque es tan cómodo. Pues allí estábamos, Rémy y Émile, haciendo sopa de fideos. Hablábamos de nuestros programas de radio favoritos. Mientras la comida se hacía, íbamos picando. Yo cortaba parmesano con la peor maña que se pueda tener, siempre me llevé fatal con los cuchillos y el queso. De repente te quedaste callado. Se hizo un silencio tan largo que pensé que habías desaparecido. Levanté la mirada y allí estaban tus ojos. Tan concentrados en mí que me morí un poco de miedo. Y entonces me dijiste que me querías. Así, como si me estuvieras diciendo que soy terrible cortando quesos, o que a la sopa le faltaba poco para estar lista. Con la normalidad aterradora de la verdad indiscutible.