Querer, Poder, Deber.

Jun 02, 2013 20:14


Hace algo así como mucho, mucho tiempo, Mordaz vio The Bourne Legacy y dijo "Yo quiero fic de Aaron y Marta". Y como soy de esas personas que no creen en la caducidad de este tipo de pedidos, con mucho delay entre el pedido y la publicación, para lo que valga, aquí vengo con el resultado de una idea que surgió entre la sonrisa cómplice de la escena final, y el pedido que un Aaron casi delirante por la fiebre, le hace a Marta en ese cuartucho de Manila.

Querer, deber, poder.
Autor: Enia
Fandom: The Bourne Legacy
Pairing: Aaron/Marta
Rating: Es totalmente apto para todo público.
Betas: como siempre, con el invaluable aporte de __marion__ y apocrypha73
Resumen: La gran diferencia entre lo que queremos, lo que podemos y lo que debemos hacer, depende de para quién o por qué lo hagamos. Alguna cosas sólo tienen lógica y son verdaderas cuando aplican a otras personas.

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El diminuto y destartalado camarote olía a mar, aparejos viejos, sal y noche cerrada.

Aaron estaba acostado sobre el piso de madera sin lustrar, vieja y llena de muescas. Era un espacio estrecho, que quedaba entre la silla junto a la puerta y la tarima de treinta centímetros que se hallaba bajo el ojo de buey y que funcionaba como cama. Sin poder dormir, observaba las sombras que la brisa nocturna y la cortina raída dibujaban en el techo.

No había luces, excepto la claridad de la noche de verano que conseguía colarse por el ventanuco redondo. No había sonidos, excepto por el perezoso chocar del agua contra la quilla del barco. No había nadie despierto, excepto el muchacho que había quedado a cargo del timón y él, que con los dedos entrelazados detrás de la cabeza y la rodilla izquierda doblada y apoyada contra el colchón a su lado, escuchaba el cadencioso ritmo de la respiración de la mujer que dormía en el lecho. Y pensaba.

El aire saturado de sal y mar se le pegaba en la piel, aliviando el calor pero adhiriéndole la ropa contra los raspones y heridas recibidos durante su huida de la policía de Manila y del asesino que enviaron tras ellos. Los ojos le ardían como si estuvieran llenos de arena y un dolor de cabeza palpitaba sin piedad contra su lóbulo izquierdo. Estaba agotado, la fiebre y los temblores del virus que Marta le había inyectado, apenas habían remitido unas horas antes, dejándolo adolorido.

Sin embargo, ninguna de esas cosas era tan molesta como la herida de bala en su pierna. Con el calor, la humedad y la falta de medicamentos adecuados, se había transformado en un absceso duro, caliente y rojo. Y ninguna de esas cosas era ese algo más que no se decidía a etiquetar, pero le agarrotaba el estómago y le quitaba el sueño.

Marta se removió sobre el colchón, gimiendo incoherencias. Aaron clavó sus ojos irritados en la figura femenina, que se encontraba apenas unos centímetros más elevada que él. Desde donde estaba podía verla sin problemas: una rodilla asomando que casi rozaba la suya propia, una mano aferrándose a las sábanas revueltas con fuerza y un largo mechón de cabello oscuro colgando desde el borde del colchón. Luego de tres noches compartiendo el camarote que ella negoció con el dueño de la embarcación, Aaron sabía que la mujer dormía boca abajo, no usaba la almohada y sus horas de sueño estaban pobladas de pesadillas sobre lo vivido en los últimos días.

Sacando una mano de debajo de su cabeza, cogió con cuidado la guedeja oscura y enroscó la punta alrededor de su dedo índice. Frotó delicadamente con el pulgar y se dio cuenta que todos esos años, había tenido razón. Era suave. Marta se removió, murmurando contra el colchón, y él se detuvo a medio camino, dándose cuenta que si despertaba y lo encontraba oliéndole el pelo, con justa razón pensaría que era, mínimamente, espeluznante. Y ella ya había tenido suficientes experiencias espeluznantes como para que él agregara una cuota extra.

Apretando los labios, volvió a recostarse y suspiró.

Habían pasado cuatro años, dos meses, diecisiete días, trece consultas médicas y una huída alocada por las calles de Manila, desde la primera vez que estuvo en un mismo cuarto con esa mujer. Durante las primeras seis consultas, apenas se había atrevido a saludarla. La joven doctora de pelo oscuro y ojos brillantes le había parecido tan lejana a quién él era, a cómo él era, que se limitó a responder con los mandatorios “Sí, señora” y “No, señora”. Y se afanó por hacer lo que le indicaba exactamente como se lo señalaba, en el momento en que se lo pedía. Intentando, infructuosamente, reunir el valor para decir algo, hacer algo. Claudicando siempre porque nada de lo que se le ocurría le parecía adecuado o ingenioso.

Le llevó veintisiete meses sentir que podía formular un comentario suficientemente inteligente o, más importante aún, encontrar frases apropiadas con qué sostener cualquier potencial conversación que pudiera surgir.

Al fin y al cabo, ella era una doctora. Trabajaba con experimentos, sabía de química, sangre y todas esas cosas increíblemente complicadas y complejas. Y él no era más que un pueblerino, que necesitó que se apañaran los resultados de sus evaluaciones para poder ingresar en el ejército.

Siguió acariciando el cabello de manera casi ausente.

¿Qué podía él decir o hacer que ella pudiera encontrar interesante? Se había repetido esa pregunta desde el inicio, cada vez que se veían.

Al principio, la respuesta a esa pregunta era nada. Luego pensó que, si le contaba lo que hacía, si le hablaba del entrenamiento o de cuánto había mejorado no sólo desde lo físico, sino desde lo intelectual, entonces la respuesta sería “algo”. Mientras huían hacia Manila y se escurrían entre sus callejuelas atestadas, creyó que ya no hacía falta decir o hacer nada en particular.

Ahora, mientras las horas pasaban y la duda acerca de si el virus había funcionado persistía, la respuesta mutaba y los posibles escenarios le quitaban el sueño. Porque ahora, con cada momento que pasaba, potencialmente estaba más cerca de ser el hombre en quien se había transformado para siempre. O de volver a ser quien había sido.

Nada garantizaba que el virus que Marta había inyectado en él, fuera a ser tan exitoso como el que cimentó sus capacidades físicas para siempre. ¿Y si no funcionaba? ¿Qué pasaría si se dormía y al despertar, las cosas se hubieran tornado una vez más incomprensibles?

Había recorrido mucho camino desde que consiguió entrar en el ejército. Mucho más aún desde la primera vez que miró a los ojos de la doctora Marta Shearing y todo su cuerpo reaccionó como si le hubieran inyectado adrenalina. Y aún cuando los últimos días ella se había aferrado a él, literal y figurativamente, Aaron entendía que lo más probable era que tan sólo se tratara de su instinto de supervivencia, diciéndole que él era su mejor opción.

Una parte de él creía que si seguía siendo quien era ahora, quizás ella se quedaría. Otra parte le decía que una vez que estuvieran a salvo, una vez que ambos pudieran encontrar un lugar, un modo, una alternativa, ella ya no iba a necesitarlo y se marcharía. Ambas partes estaban de acuerdo en que encontrar el modo de que ella estuviera a salvo de manera permanente, era la única cosa clara e inamovible.

Era por eso que no tenía tiempo para dormir.

Debía evaluar las opciones ahora que su cerebro aún estaba a la altura de la tarea, porque quizás luego no iba a ser capaz de verlas.

Y debía aprovechar cada momento que pasaba allí tendido, en la oscuridad, escuchándola respirar, compartiendo un pequeño camarote en la mitad del mar, porque cuando hubiera resuelto el cómo, tal vez ella se largara.

Marta lanzó un grito ahogado y se sentó de golpe, desorientada. Como si fuera un animal acorralado, reptó por la cama hacia atrás y se pegó contra la pared, abrazando las rodillas contra su pecho.

-Hey, sólo fue un sueño-Aaron se incorporó sobre sus rodillas, cuidando de no hacer ningún movimiento violento y hablándole en voz baja.

La mujer lo miró por un segundo, agazapada entre el lío de sábanas. Sus piernas desnudas tenían moretones y rasguños de la caída de la motocicleta, aunque él sabía que no era nada comparado con lo que tenía en la espalda. Había perdido peso desde que la rescató de una muerte segura en su casa y los huesos se le marcaban en clavículas y rodillas. Su rostro tenía ojeras que, en la penumbra plateada de la noche, parecían mucho más marcadas. Sus ojos eran dos pozos oscuros, muy grandes y muy abiertos, fijos en él.

Con un movimiento casi compulsivo, extendió la mano izquierda. Los dedos agarrotados, la voz un susurro aterrado.

-Aaron…

-Sí, soy yo.

-Ellos… eran muchos. Y tú luchabas contra ellos… pero eran muchos y yo corrí… y las calles eran intrincadas y tú no estabas ahí. Ya no estabas conmigo… ellos…

No necesitaba de más luz ni mejor visión para darse cuenta de qué trató la pesadilla y por qué estaba asustada. Moviéndose sin prisas, se sentó junto a ella contra la pared.

-Marta, sólo fue un sueño-repitió con calma-. Estoy aquí, contigo, y ellos no van a encontrarte.

-Pero podrían hacerlo. Podrían rastrearnos. Yo… yo no soy buena en esto. No sé cómo hacerlo y si te quedas conmigo, entonces te encontrarán también. -Ahora que estaban hombro con hombro, podía leer con detalle la desesperación y el miedo que la pesadilla había despertado en la mujer sentada a su lado.

Los ojos femeninos se clavaron en los suyos.

-Deberías irte, Aaron. Deberías buscar un lugar seguro y esconderte y hacer lo que sea que tengas que hacer para mantenerte con vida. Ahora que tu tratamiento se completó yo… no me necesitas.

Por varios segundos él se la quedó mirando, intentando procesar lo que acababa de escuchar. Dobló las piernas, apoyando los pies sobre el colchón y las muñecas sobre las rodillas, con las manos colgando laxas. Frunció el ceño, entre divertido y sorprendido.

-¿Y entonces qué propones? ¿Qué te deje en el primer puerto que encuentre?

-¡No!-los dedos femeninos se cerraron sobre su antebrazo con fuerza, en una respuesta automática de miedo-Tal vez… ¡no lo sé!-relajando el apretón de sus dedos, comenzó a retirar su mano pero él la cubrió con la suya y la mantuvo sujeta. Marta suspiró y desvió la vista a la vacía pared de madera frente a ellos.-Tengo miedo. Miedo de que, por mi culpa, nos atrapen y te maten. Miedo de que no estés conmigo y me atrapen. No sé cómo… mezclarme y pasar desapercibida-añadió, agitando su mano libre en el aire-. No sé cómo esconderme. No sé cómo defenderme. Sólo sé de ciencia y dudo que poder interpretar un hemograma, sea suficiente para salvar mi vida si envían a sujetos como el último que nos persiguió.

Aaron la escuchó, acariciando los nudillos fríos con su dedo pulgar en un gesto un poco torpe. Todo su cuerpo se había quedado rígido ante la sola idea de que ella, de verdad, fuera a marcharse. O a pedirle que la dejara. Y sin embargo, si la vacuna no funcionaba…

Tenía la boca seca y la frente perlada en sudor. Le dolía el cuerpo y le dolía en esos lugares intangibles que terminan siendo los únicos capaces de inmovilizar a una persona. Y todo lo que había estado evaluando mientras ella dormía su sueño de pesadillas, se volvió algo que necesitaba que la mujer a su lado comprendiera.

Porque Aaron era un hombre de realidades. Siempre lo había sido.

Cogió la sábana y con cuidado, secó las lágrimas que mojaban las mejillas femeninas, tomándose un momento para ordenar sus ideas. Porque lo que iba a decir, no quería decirlo. Pero debía hacerlo. Por ella. Y por él.

-Lo que dices es cierto y es algo que debemos considerar. -Ella parpadeó y contuvo el aliento. Aaron bajó la sábana y tomó aire-. Pero no porque tú seas una carga para mí, sino porque existe la posibilidad de que yo termine siendo una carga para ti.

Marta pestañeó de nuevo, esta vez con una profunda arruga de confusión surcando su ceño. Aaron sonrió con tristeza y apoyó los antebrazos en sus rodillas, jugando con la sábana entre los dedos.

-Mi yo real, Marta, el que existió hasta que ingresé en el programa… no es listo, ni rápido. No entiende las cosas la primera vez que las escucha, le cuesta unir los puntos para formar la imagen… Mi yo real no podría habernos llevado con vida hasta Manila. -Levantó la vista y la clavó en el rostro tirante junto a él. -Si este virus que me inyectaste no funciona, mi yo real regresará y no seré más que un lastre.

Pasó un momento en el que se miraron, él con tristeza resignada, ella con una enorme amalgama de emociones cruzando por sus facciones.

-Funcionará-dijo entonces Marta con convicción.

Él sonrió una sonrisa pequeña y casi triste.

-Eso espero. Pero si no funciona…

- ¡Funcionará!-esta vez, la afirmación sonó casi furiosa. Se enderezó y giró el cuerpo para quedar frente a él. -Funcionó antes, tienes todas tus habilidades físicas para siempre. Esto también funcionará.

Él tomó aire y se movió para imitar la postura de Marta, con lo que su herida rozó el colchón, haciéndolo torcer la cara un gesto de dolor. Respiró profundo y tomó las manos de la mujer entre las suyas, sosteniéndolas suspendidas en el pequeño espacio entre sus rodillas que casi se rozaban.

-Como dije, es lo que espero. Pero si no funciona, quiero que sepas que tengo dinero suficiente para que puedas subsistir y he ideado varias opciones que permitirán que estés a salvo.

- ¿Qué yo esté a salvo? ¿Y qué hay de ti?

-Si no funciona, Marta, yo ya no seré importante. A nadie le interesará si estoy por ahí. Pero tú siempre serás valiosa. Por lo que puedes hacer, por lo que sabes hacer… Tú eres una científica cuyo testimonio sería escuchado.

La mujer enderezó la espalda con rigidez y lo miró con enfado.

- ¿O sea que si este virus funciona y tú conservas tus capacidades, no me dejarás sola? ¿Pero si este virus no funciona, yo debo dejarte a la buena de Dios y preocuparme sólo por mí? ¿Ese es tu plan?

-Mi plan es mantenerte con vida.

Marta soltó sus manos con un gesto brusco y se puso de pie, para mirarlo con los brazos en jarra.

-Tu plan apesta.

Aaron levantó una ceja y la contempló en la penumbra.

-Hace un minuto proponías que te abandone en el primer puerto al que arribemos.

- ¡Porque soy una inútil que hará que nos maten a ambos!-exclamó Marta, levantando las manos en un gesto de exasperación.

-Si el virus no funciona, el inútil seré yo. Mucho más inútil de lo que tú jamás serías.

-Dudo que eso sea factible.

-Eso es porque no recuerdas cómo era yo cuando nos conocimos, en el laboratorio.

El rostro de Marta se demudó en una expresión de culpa y obstinación por igual. Cruzándose de brazos, levantó la barbilla y encajó la mandíbula.

-Me importa un cuerno cómo eras cuando nos conocimos. Eso no cambia el hecho de que esta idea tuya de que si el virus falla, me dejarás el dinero y te largarás, apesta.

- ¿Cómo es que el que tú quieras que yo te deje librada a la buena de Dios es sensato, pero al revés apesta?

La mujer abrió y cerró la boca varias veces, levantó una mano y la agitó en el aire, pero no pareció capaz de elegir de entre la totalidad de ideas y argumentos que se le agolpaban en la mente. Dejando caer las manos a los costados del cuerpo, murmuró:

-Yo no dije que quiero que me abandones. Dije que deberías hacerlo.

Aaron encogió un hombro y dobló las piernas apoyando los pies sobre el colchón, para evitar que la herida siguiera rozando contra las sábanas.

-Deber, querer, poder…

Él no dijo nada más y tras un momento, ella volvió a sentarse a su lado, con la espalda contra la pared, los pies apoyados sobre el colchón, las muñecas descansando sobre sus rodillas, los dedos retorciéndose entre ellas.

-Yo no quiero que te vayas, Aaron.

Un par de olas pequeñas se estrellaron contra el casco del barco en la quietud de la noche. El hombre dejó salir el aire que había estado reteniendo en sus pulmones y, girando el rostro hacia la mujer a su lado, apoyó la cabeza contra el panel de madera.

-Yo no quiero dejarte.

Marta se acercó hasta que sus caderas se tocaron y, apoyando la cabeza en el hombro masculino, deslizó las manos por el brazo de Aaron.

-Esta conversación no tiene sentido.

Él sonrió. El perfume del pelo de Marta, que se percibía a través de todos los demás olores que lo rodeaban, se coló por su nariz y cerrando los ojos, recostó su mejilla sobre la coronilla femenina.

-Ningún sentido-dijo.

-Lo lamento. Me duele la espalda y estas pesadillas… Estoy muy cansada.

Aaron se apartó y se tendió de lado sobre el colchón en el borde del camastro, apoyando la espalda contra la pared.

-Entonces deberías dormir.

Marta pareció dudar por un segundo antes de tenderse a su lado, dándole la espalda. Tras una pausa, extendió su mano hacia atrás y encontrando la de Aaron, la atrajo por encima de su cintura hacia delante y entrelazó los dedos de ambos sobre su estómago.

-Querer, poder, deber… -murmuró.

Un rato después, la luz seguía siendo mortecina, las olas seguían chocando contra el barco y la única persona despierta a bordo era el joven que el dueño de la embarcación dejó a cargo del timón.

¡Besos!
Enia

the bourne legacy, fanfic, escritos

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