Título: Kairosclerosis.
Personajes: Yuri Plisetsky (Yurio) y Otabek Atlin principalmente. El resto también aparecen.
Resumen: Otabek va a pasar un mes entrenando en Rusia y Yuri insiste en que se quede en su casa durante ese tiempo, lo que les da la oportunidad de conocerse mejor.
Ranting: PG-13 por el momento.
Notas: Relaciones homosexuales, palabras malsonantes y actos sexuales explícitos.
| KAIROSCLEROSIS |
Capítulo 7
Yuri no era de los que permitían que sus preocupaciones le robaran horas de sueño. Generalmente no tenía problemas para quedarse dormido y una vez lo hacía, nada interrumpía su sueño a excepción del despertador, ni siquiera cuando tenía una competición importante al día siguiente. Esa noche, sin embargo, era incapaz de mantener los párpados cerrados.
No paraba de darle vueltas a la conversación que había mantenido con Otabek en el coche durante el trayecto a casa. Hasta ese momento no se había percatado de la memoria tan desarrollada que tenía, porque recordaba con mucho detalle el diálogo. No debía sorprenderle teniendo en cuenta que era capaz de aprenderse una coreografía casi en su plenitud con sólo verla una vez y tampoco necesitaba demasiadas horas de estudio para conseguir la máxima puntuación en los exámenes.
Esa noche, sin embargo, su buena memoria no era una bendición.
Tras un periodo indefinido de reflexión, Yuri llegó a la conclusión que resolvería todos sus problemas y con la determinación de llevarla a la práctica, logró conciliar el sueño finalmente.
A la mañana siguiente se despertó de malhumor, como cada vez que no descansaba las horas suficientes. Le pesaba el cuerpo y le dolían los ojos, pero eso no era excusa para cancelar su agenda del día y quedarse enredado en sus sábanas, por más que deseara hacerlo. No era una opción porque él no era un cobarde que se escondía de los entuertos, menos de los que provocaba él mismo por ser incapaz de controlar su temple. Así que respiró hondo y salió de la cama dispuesto a enfrenarse a ese día.
No obstante, se quedó desarmado cuando encontró el festín a modo de desayuno que le había preparado Otabek.
No había ni rastro de las usuales kasha que ingerían cada mañana, en su lugar había un gran plato de empanadillas, una sopa que desprendía un olor que abría el apetito y té negro recién hecho.
―¿Has preparado pelmeni? ―cuestionó Yuri muy sorprendido. Tanto lo estaba que se olvidó de saludar apropiadamente.
Otabek dejó de limpiar las encimeras de los restos de la masa y demás ingredientes para girarse hacia él.
―Buenos días. No, no son pelmeni, sino manti.
―Manti… ―repitió Yuri acercándose hasta la mesa.
Aparentemente no tenían diferencia alguna: eran empanadillas rellenas con carne y verduras. Los pelmeni, de origen ruso, se comían solos o acompañados de un caldo de pollo y diferentes tipos de salsa: crema agria y eneldo, mantequilla derretida y salsa de soja. Había quienes los comían incluso con mayonesa, mostaza, vinagre o kétchup, pero no era el caso de Yuri. Su salsa favorita para los pelmeni era la azhigga, una salsa de tomate elaborada con media guindilla, ajo, sal y un poco de vodka. Para acompañar a los manti, las empanadillas kazajas, Otabek había elaborado una salsa que parecía ser de tomate también, pero definitivamente no era azhigga.
―¿De qué es la salsa? ―cuestionó curioso.
―De tomate principalmente. Se pica sin la piel, se pone a fuego lento durante cinco minutos con mantequilla y pimienta cayena. Yo la mezclo con un yogur griego y con ajo picado y cilantro, pero como no sé si te gusta, lo he dejado separado.
―¿Se puede saber a qué hora te has levantado para preparar todo esto?
―No podía dormir ―confesó―. Y tenía hambre porque anoche no cenamos.
―Ya, yo también tengo hambre ―dijo, dándose cuenta en ese preciso instante.
Ahora que se paraba a pensarlo, la noche anterior Otabek había sacado bolsas de la compra del maletero cuando habían aparcado en el parking del edificio. No le había preguntado dada la incomodidad de la situación, pero era evidente que ya tenía en mente cocinar manti.
―Pues a comer.
Otabek se sentó primero y comenzó a servirse con naturalidad, como si la conversación en el coche nunca hubiera ocurrido. Yuri tomó asiento también, menos tenso ahora que todo parecía estar normal entre ellos. Se le hizo la boca agua mientras se servía y probó la salsa de tomate mezclándola con el yogur; fue un gran descubrimiento.
―¡Está delicioso! ―exclamó con entusiasmo.
―No es lo que los kazajos comemos para desayunar, pero cualquier momento es bueno para comer manti.
―Como los helados.
―Exacto.
Sonrieron con complicidad antes de llevarse otro pedazo de manti a la boca. La sopa también estaba deliciosa y el té negro era la bebida ideal para acompañarlo. Otabek tenía la costumbre de echarle leche al té; Yuri era incapaz.
―¿Te enseñó tu madre a cocinarlos?
―No realmente. Detesto la comida americana, así que empecé a buscar recetas por Internet y a probar por mi cuenta. Este último año en Almaty es cuando mi madre me ha ayudado a perfeccionar mis platos.
―Qué guay ―dijo con sinceridad. Otabek era increíble; cada nuevo detalle que descubría sobre él acentuaba esa opinión―. ¡La próxima vez cocinaré pirozhki! No me puedo creer que lleves una semana aquí y todavía no lo hayamos comido.
―Lo anticipo entonces.
Yuuri vino a por el regalo de Viktor justo cuando acababan de terminar de desayunar. Llevaba un mes preparándolo con antelación por todo el trabajo que requería y Yuri se lo había estado guardando en el gran tarro de cristal que había comprado. El objetivo era que Viktor no lo encontrase; el katsudon lo había pillado varias veces rebuscando en los armarios cuando creía que estaba solo.
―Debería haberle comprado otra cosa. Algo caro ―volvió a repetir, preso de sus inseguridades.
―¿Cuántas veces tengo que repetirte que Viktor tiene de todo? ―respondió una vez más, cansado de lo mismo―. Fijo que se echa a llorar al descubrir que te has pasado un mes haciendo mil grullas de papel para él.
―Gracias, Yurio.
El abrazo del katsudon fue tan repentino que Yuri no pudo hacer nada por evitarlo. Se tensó y se revolvió incómodo para cortarlo pronto.
―¡Suéltame y lárgate ya! Voy a llegar tarde a clase por tu culpa.
―¿Le ha gustado a Otabek su regalo?
Por un instante, Yuri no sabía a qué se refería. Luego cayó en la cuenta de que la tarde que había acompañado al katsudon a comprar el tarro de cristal, él había acabado comprando un detalle para Otabek en agradecimiento por el peluche del tigre que le había traído, no porque fuera San Valentín.
Cuando Yuuri se marchó, Otabek le preguntó por las mil grullas de papel.
―Es una tontería de los japoneses. Creen que si haces mil grullas de papel y pides un deseo, este se hará realidad.
―Así que Yuuri quiere regalarle a Viktor ese deseo ―comprendió Otabek―. Es muy romántico.
―Es una tontería.
Yuri fue a su habitación en busca del regalo. Su armario, que normalmente era un barullo de ropa desordenada, estaba casi vacío porque la mayoría se encontraba rebosando de la cesta de la ropa sucia. De esa noche no podía pasar el hacer la colada.
Si a Otabek le parecía romántico el detalle de Yuuri, el suyo le parecería insuficiente y superfluo. Luego se recordó a sí mismo que no era un regalo por San Valentín y fue en su búsqueda. No lo encontró en el salón, por lo que se acercó a su dormitorio. Otabek estaba terminando de preparar su bolsa, de espaldas a él, por lo que Yuri dio unos golpecitos en la puerta para hacerse notar.
―Tengo algo para ti. Lo compré el día que acompañé al katsudon por el tarro. ¡No es un regalo de San Valentín! Es en agradecimiento al peluche que me diste.
Otabek no era la persona más expresiva del mundo, pero alzó las cejas con sorpresa incontenida cuando lo tomó. Sacó la bolsa deportiva que le había comprado del envoltorio y la analizó con mirada crítica. Yuri se había asegurado de que fuera aproximadamente del mismo tamaño que la que usaba, que tuviera diferentes bolsillos y que fuera oscura y regia como él. Había dudado entre esa y otra roja y negra que le había gustado mucho, pero como la bolsa era para Otabek, se había decantado por la oscura.
―Yuri, me encanta, pero no te regalé el peluche esperando a que me dieras algo a cambio.
―Ya lo sé, pero quise, ¿vale? Tu bolsa está rota por todos lados.
―Sí, eso es verdad ―admitió, observando los remiendos de la bolsa que tenía sobre la cama―. Me la regaló mi madre cuando vine a Rusia por primera vez y la he usado desde entonces en cada una de las pistas en las que he estado.
Yuri se dio cuenta del error tan grande que había cometido: ¡su bolsa raída tenía valor sentimental! Hizo ademán de recuperarla, pero Otabek se la acercó al cuerpo de manera posesiva.
―Estaba pensando en cambiarla, así que muchas gracias.
Otabek cambió sus pertenencias de la bolsa antigua a la nueva y se la colgó del hombro. Le sonrió cuando le dio el visto bueno: era cómoda y práctica, tal y como le gustaban.
Yuri llegó a clase de muy buen humor esa mañana a pesar de la noche tan terrible que había pasado y la metedura de pata por desconocer el valor sentimental de la antigua bolsa deportiva. Otabek y él estaban bien pese a la conversación tan incómoda que habían tenido la noche anterior. No habían mencionado el tema, es más, Otabek parecía estar fingiendo que nunca habían tenido aquella charla, así que Yuri no iba a hacerle ninguna alusión. Era mejor así.
Como de costumbre llevaba la mochila con su material escolar y su bolsa de entrenamiento. Los patines los dejaba en la taquilla que tenía asignada en los vestuarios masculinos de la pista de patinaje, porque era privada y nadie que no fuera patinador o personal de mantenimiento tenía acceso al establecimiento. La ropa, en cambio, sí la llevaba en la bolsa, así como las zapatillas de ballet, las vendas y las cintas que necesitaba. No era el único que llevaba una bolsa deportiva además de la mochila; su clase estaba plagada de alumnos que también se dedicaban al deporte profesional. Yuri apenas interactuaba con ellos, aunque todos le habían felicitado por su victoria en el campeonato mundial.
Nunca había tenido tiempo para ocuparse de su vida social y jamás le había interesado tampoco. La gente de su edad sólo hablaba tonterías y la revolución hormonal que estaban experimentando parecía haber agravado la estupidez que tenían de base. Yuri era consciente de lo que comentaban sobre él a sus espaldas, pero al menos no lo denominaban con ningún apodo; era algo que detestaba especialmente.
La mañana transcurrió según la monotonía habitual a excepción de un pequeño detalle: sus compañeros de clase aprovechaban los descansos para intercambiarse sus estúpidas cartas de amor. Él también recibió para su desgracia, tanto de chicas como de chicos, y a todos les respondió con gruñidos. No quería aceptarlas pero sería más problemático si las rechazaba; era más sencillo cogerlas, guardarlas y tirarlas a la basura en cuanto estuviera a solas.
Después del almuerzo, como venía siendo costumbre, fue al estudio que Lilia tenía en su propia casa. Su vivienda parecía ser un pequeño palacio debido a su tamaño, pero era evidente que la antigua prima bailarina tenía dinero suficiente para costeárselo.
Normalmente coincidía con Edik en la habitación que utilizaban para cambiarse; Nikolay y Olenka solían llegar un poco más tarde. Como era costumbre, se saludaron con un ligero cabeceo y cada uno continuó a lo suyo. Yuri seguía impactado por la forma en la que Edik había bailado en la discoteca el sábado anterior, pero no hizo ningún comentario al respecto.
―Yuri, ¿podrías hacerme un favor? ―le pidió de pronto, justo después de terminar de cambiarse.
Yuri lo miró alzando las cejas con curiosidad.
―Entrégale esta entrada a Otabek. Me comentó que estaba interesado en ver nuestra función, y como Lilia y tú vais a venir este viernes, he conseguido otra para él.
Así que Otabek ya lo había hablado con Edik. Lo cierto era que a Yuri se le había pasado por completo hacerlo pese a prometerle que lo haría.
―Gracias ―se le escapó y Edik lo miró extrañado―. Se la daré.
Edik asintió y se dirigió primero a la sala donde practicaban. Yuri se unió a él para calentar en cuanto terminó de prepararse. Nunca empezaban hasta no estar los cuatro, pero eso no les impedía calentar y practicar un poco por su cuenta; a veces, Lilia aprovechaba ese tiempo para darles instrucciones que les ayudarían a mejorar.
―¡Lo siento! ¡Llegamos tarde! ―exclamó Olenka con esa energía arrolladora que tanto la caracterizaba.
Tenía la misma edad que Edik y Nikolay, pero trabajaba en otra compañía de ballet. Su piel era nívea, sus ojos azules y su cabello tan platino como el de Viktor. Había nacido en la Siberia Oriental, tal y como manifestaba su acento. Era alta, esbelta y tenía un talento natural para el ballet. Lilia la adoraba.
Nikolay venía con ella, pero al contrario de lo que era usual, no saludó.
La clase comenzó en cuanto el calentamiento terminó. Continuaron con el patrón de la semana anterior: primero las prácticas grupales y después las individuales. Yuri detestaba ser el peor de la clase incluso si era normal debido a que él, al contrario de sus compañeros, no se dedicaba al ballet profesional. Se esforzaba por estar a la altura y no se creía los elogios de Olenka por más sinceros que pudieran ser.
Durante el descanso entre la práctica grupal y la individual, Olenka fue un momento a la habitación que usaban como vestuario para coger las cartas que había escrito y al regresar las repartió.
―Creo que deberíamos utilizar San Valentín para expresar nuestro afecto por nuestros seres queridos, no solamente a la persona amada ―explicó con una amplia sonrisa.
―Tu corazón es tan puro, Olechka ―dijo Lilia con una ternura que sólo le dedicaba a ella; esa ternura desapareció en cuanto clavó sus ojos en Yuri―. Ya podrías tomarla de ejemplo para tu interpretación.
Yuri gruñó molesto; continuaba sin ser capaz de realizar la pieza de El Cascanueces con precisión. Lilia le había pedido a Olenka que la interpretara para mostrarle cómo se hacía y eso no había hecho más que prenderle fuego a su competitividad. Quería hacerlo mejor que ella, pero de momento no lo estaba consiguiendo.
No tenía nada que ver con que ella fuera una mujer y él un hombre; en el ballet los dos necesitaban ser gráciles y tener un control total de su peso y un equilibrio perfecto para interpretar la danza con precisión. Olenka lo tenía y él, todavía, no.
Ese día se esforzó especialmente, no obstante, su cuerpo no estaba a su favor. El cansancio por las pocas horas de sueño afectó a su rendimiento, aunque Lilia no hizo ningún comentario al respecto.
―¿Tienes planes para esta noche, Lilia? ―preguntó Olenka cuando terminaron la jornada.
―Va a cenar con mi entrenador, que resulta ser su ex marido ―reveló Yuri con malicia; era su forma de vengarse por todas las veces que Lilia lo había hecho querer gritar de la frustración.
―¡Oh! ―exclamó Olenka con entusiasmo y comenzó a atosigarla a preguntas.
Mila y ella se llevarían estupendamente, pensó mientras se marchaba de la sala antes de que Lilia pudiera decirle nada. Ahora que pensaba en su compañera de pista, Mila le había dicho el día anterior que le gustaría hablar con él cuando tuviera tiempo, pero al final no lo habían hecho. Suponía que quería comentarle lo de Otabek y a él no le apetecía nada escucharlo, pero después de la discusión del viernes noche, Yuri había reflexionado sobre su relación con Mila más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Sus pensamientos fueron interrumpidos cuando Edik y Nikolay entraron en la habitación para cambiarse también. La ausencia del parloteo continuo de Nikolay fue más que evidente. Yuri no pudo evitar pensar en lo que le había dicho Otabek sobre los sentimientos de Nikolay; le costaba creer que alguien incapaz de mirar más allá de sus narices como era Nikolay pudiera sentir algo por él. Probablemente no era más que atracción sexual, un encaprichamiento pasajero. Se le pasaría en cuanto encontrara un nuevo blanco.
―Yuri ―le llamó cuando se disponía a salir; no le pasó desapercibido el cambio significativo en el nombre al dejar de emplear el diminutivo―. Pásalo bien en tu cita.
La forma apenada en la que lo dijo le sorprendió. Edik, al fondo, los miraba sin dejar de ajustarse la bufanda.
―La cita que preparaste… ―comenzó Yuri, no teniendo claro qué era lo que realmente quería decirle. Se acercó a Nikolay y le entregó el sobre que todavía tenía guardado en el bolsillo de su chaquetón―. Deberías usarla con alguien que te corresponda. Sería un desperdicio que no lo hicieras.
Yuri se marchó primero, satisfecho consigo mismo. Seguía convencido de que decirle la verdad a Nikolay sólo serviría como incentivo para continuar acosándole y ya que Otabek no había hecho alusión al tema durante el desayuno, Yuri también dejaría las cosas tal y como estaban.
Su determinación no duró mucho porque, frente al estudio de Lilia, Otabek estaba aguardando por él apoyado en la puerta de su Fiat 500. Vestía por completo de negro: pantalones, botas, guantes y abrigo, el mismo abrigo largo que llevaba usando desde que había aterrizado en Rusia. Lo único de color era su bufanda gris. Independientemente del frío que hiciera, Otabek nunca utilizaba gorros ni orejeras. Él, en cambio, era incapaz de salir a la calle sin ponerse la capucha.
Yuri se quedó congelado en el sitio, y no por el frío precisamente.
Nikolay y Edik lo alcanzaron, pero Yuri fue consciente de su presencia sólo porque Otabek alzó la mano para saludarlos.
―Vaya, vaya, parece que la cita de alguien va a comenzar ya ―dijo Olenka, que también acababa de llegar―. Qué guapo es, Yuri.
―¡Cállate! ―murmuró tan fastidiado como avergonzado y se apresuró en marcharse del lugar para no escuchar su risita―. ¿Qué haces aquí? ―preguntó a Otabek al llegar a su altura, con más brusquedad de la que había pretendido.
―Recogerte, ¿no es evidente?
Yuri abrió la boca para protestar pero al ver que Otabek se incorporaba, salió disparado hacia el asiento del copiloto. El corazón le latía frenéticamente; por un momento pensó que iba a besarlo. Luego se dio cuenta de lo ridícula que era la idea.
Otabek dirigió una última mirada a los bailarines y entró en el coche también. Lo arrancó y dejaron el estudio de Lilia atrás.
―Los entrenamientos han concluido por hoy ―dijo Otabek―. No queda nadie en la pista.
Por eso le había recogido, para ahorrarle el camino. Yuri se relajó momentáneamente, tan sólo hasta que Otabek pasó de largo la calle en la que tendría que haber girado hacia la derecha para continuar por el camino a casa.
―¡Espera! ¡Te has saltado la salida! Era por allí ―le hizo saber con urgencia.
―Lo sé. No vamos a casa.
Yuri se le quedó mirando con los ojos como platos.
―¿Y entonces a dónde vamos? ―preguntó con temor.
―No te preocupes, no voy a llevarte a lugares atestados de parejas; creo que la idea te gusta tan poco como a mí. Quizás no resulte tan impresionante como el recorrido de Nikolay, pero he ideado el mío propio.
A Yuri se le desencajó la mandíbula y aunque sabía que debía estar poniendo una cara de estúpido sin parangón, estaba demasiado estupefacto como para cerrarla.
―Anoche llegamos a un acuerdo, ¿recuerdas? ―le dijo tras mirarlo por el rabillo del ojo un momento.
―Sí… ―murmuró.
Por dentro estaba en pánico. ¡Otabek iba completamente en serio! Debía haberlo supuesto, no era una persona que bromeara con ese tipo de asuntos. Otabek era estoico, honesto y directo; no se andaba con rodeos ni con tonterías, cumplía lo que prometía y lo que acordaba. Y habían acordado tener una cita, ergo estaban teniéndola.
¡Realmente estaba pasando!
Yuri no recordaba haber estado más nervioso en toda su vida, ni siquiera durante la final del Grand Prix. Se sujetó las manos para evitar que Otabek se percatara del reciente temblor producto de ese nerviosismo y miró por la ventanilla para distraerse con el paisaje urbano, en un intento desesperado por calmarse.
Podía pararlo. Podía disculparse o decirle que había solucionado el asunto con Nikolay y terminar con eso antes de que no hubiera vuelta atrás. Aunque no quería mentir a Otabek ni hacerle pensar que incumplía su palabra. Nunca le había importado tanto la opinión de alguien sobre él, ni siquiera la de su abuelo, y no había opinión que le importase más que la suya.
Aun así tenía que pararlo. Quizás pudiera fingir estar enfermo o hacer uso del cansancio físico que de verdad sentía. Aunque si realmente lo detenía, todo el esfuerzo de Otabek se iría al garete, porque era evidente que había sacrificado horas de sueño no sólo para sorprenderlo con semejante desayuno, sino para preparar lo que sea que había preparado.
No, no podía pararlo. Era demasiado tarde. Pero los amigos no tenían citas. Definitivamente, eso no era algo que hicieran los amigos. Y precisamente por eso estaba aterrorizado. Otabek era su primer amigo de verdad y hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que adoraba la relación que tenían, si bien era reciente y todavía no se conocían en profundidad. No obstante, Yuri atesoraba los momentos que habían compartido hasta entonces, en esa escasa semana de convivencia que llevaban. No quería que nada en el mundo estropease eso.
Quería decírselo, quería dejar eso claro, pero de repente parecía haber perdido la voz porque no logró articular ni una sola palabra. Sentía náuseas del propio temor. Era la misma sensación que había sentido cuando Viktor le comunicó que Yuuri estaba pensando en retirarse después de esa temporada.
Así de importante era Otabek para él.
―¿Sabes si hay mucho tráfico en la Avenida Nevsky a estas horas? ―preguntó Otabek en lo que a Yuri le devoraban los nervios.
―Estamos en hora punta, así que imagino que sí.
―Perfecto.
La Avenida Nevsky, o Nevski, era el corazón de San Petersburgo y su calle mayor. Medía más de cuatro kilómetros de largo y se dividía en dos tramos: el más ancho y antiguo iba desde la Plaza del Palacio hasta la Plaza de la Insurrección, mientras que el otro, más estrecho, comunicaba la Plaza de la Insurrección con la Laura de Alejandro Nevsky, el famoso monasterio, quedando el Hotel Moscú al final de la misma. Era tan grande que la atravesaban tres canales diferentes: el río Moika, el Grigoédov y el Fontaka. Yuri pasaba todos los días por ella pero en metro; lo cierto era que en los cinco años que llevaba viviendo en la ciudad, pocas veces había pisado la calle mayor.
―¿Eso es el Museo Hermitage? ―cuestionó Otabek cuando circulaban entre el río Neva y el complejo.
―Sí. La avenida empieza al final de la calle ―indicó Yuri, mirando a través de la ventanilla los imponentes edificios.
―Qué ganas tengo de verlo. De este sábado no pasa ―murmuró con un deje de entusiasmo―. Tranquilo, no te voy a pedir que me acompañes, sé que no te gustan los museos.
―Es que son aburridos...
La colección del museo ocupaba un complejo formado por seis edificios construidos a la orilla del río Neva durante el siglo XVIII: el teatro Hermitage, el arco sobre el canal de Invierno, el Gran Hermitage, el Pequeño Hermitage y el Palacio de Invierno, residencia oficial de los antiguos zares y edificio más importante del conjunto. Si Otabek tenía intención de verlos todos, necesitaría más de una mañana, porque por las tardes cerraban. El resto del complejo arquitectónico lo formaban otros cinco edificios, a resaltar el Palacio Menshikov y el Edificio del Estado Mayor.
―Los museos son aburridos para aquellos que no saben cómo disfrutarlos, aunque difícilmente puede disfrutarse de un museo si no se está interesado en la historia. ―Otabek no lo expresó como una crítica sino como un hecho, de ahí que Yuri no se sintiera ofendido pese a ser aludido.― Este museo, el Hermitage, posee una de las mayores pinacotecas del mundo, por no hablar de las antigüedades que contiene. Se formó con las colecciones privadas que los zares fueron adquiriendo durante varios siglos y a día de hoy contiene más de tres mil millones de piezas abarcando desde antigüedades romanas y griegas, hasta cuadros y esculturas tanto de la Europa Occidental como del mundo oriental. Piezas arqueológicas, joyas, armas y por supuesto, arte ruso.
Yuri no pudo apartar la mirada del rostro de Otabek en lo que le daba la explicación; probablemente era la primera vez que hablaba tanto sin interrupción desde que se conocían y aunque no había perdido su expresión estoica habitual, el brillo de sus ojos manifestaba su entusiasmo. Yuri se quedó prendado de esa mirada y acabó incluso sintiendo interés por el museo.
―Si me lo vendes de esa manera tendré que acompañarte.
―No es necesario, en serio. No quiero arrastrarte a algo que no te apetece hacer.
―Ahora quiero saber si de verdad tiene tres mil millones de piezas.
―¿Es que vas a contarlas? ―cuestionó Otabek con una sonrisa divertida.
―No me retes ―respondió con tono amenazante, pero acabó sonriendo también.
Dejaron la calle de los museos atrás y entraron finalmente en la Avenida Nevsky, que como habían previsto, tenía todos sus carriles de coches abarrotados en ambos sentidos.
―Fíjate en los contrastes… ―murmuró Otabek con admiración, inclinándose hacia la ventanilla de Yuri para poder contemplar los edificios de su acera.
La pobreza y la opulencia convivían en armonía con los grandes vestigios del mundo moderno, entremezclándose con puentes y enmarcado por palacios zaristas.
―¿Ves esos edificios? Son testimonios arquitectónicos de la inmigración en Rusia. Parece mentira que estén rodeados por tantísimas cafeterías, restaurantes y tiendas. ―Yuri no tenía ni idea de a qué se refería con testimonios de la inmigración en Rusia porque no entendía de arquitectura, pero escuchar a Otabek tan emocionado era contagioso.― París y San Petersburgo fueron las primeras ciudades del mundo en implantar la idea del boulevard-centro comercial. Por no mencionar que esta avenida recoge las huellas de la matanza universitaria del siglo XIX que provocó a la larga la rebelión del pueblo contra el zarismo. Tanto en aquella época como en la del socialismo posterior, fue un símbolo de libertad porque en estas calles convivían todas las clases sociales: la nobleza, los artesanos, los bohemios, las prostitutas y los marginados.
Precisamente, Yuri estaba estudiando la caída del último zar y la revolución socialista posterior en su clase de Historia, por lo que tenía el tema muy fresco y sabía de qué matanza universitaria del siglo XIX le estaba hablando. No obstante, le impresionaba el conocimiento de Otabek pese a que no era la primera vez que demostraba tener una cultura general bastante rica.
―Vaya, sí que estás emocionado… ―comentó con una sonrisa divertida.
―Es que he leído tanto sobre esta avenida en las obras de Gógol, Dostoievski, Gorki y Tolstói, que me cuesta creer que estoy realmente aquí.
Debía ser bonito tener esa clase de ilusión. Yuri nunca había querido ir a ningún lugar en especial, tampoco se había emocionado por hacer turismo en ninguna de las ciudades a las que había viajado durante sus competiciones. A decir verdad, su vida se concentraba tanto en su trabajo que no había mucho más al margen de ello.
―¿De verdad lees a esa gente? En clase me mandan leerlos y me resulta más complicado que hacer cuádruples ―dijo para disipar el pensamiento anterior de su mente.
―Los empecé a leer cuando estaba en América y necesitaba descansar del inglés.
―Qué raro eres.
Su comentario provocó una pequeña carcajada en Otabek y Yuri sonrió por ello.
Todo el nerviosismo anterior quedó en el olvido una vez Otabek comenzó a compartir sus conocimientos sobre la Avenida Nevsky y su historia. Como el tráfico estaba atestado, avanzaban muy lentamente. Fuera era imposible aparcar y el frío no los invitaba a salir del coche tampoco. No obstante, la iluminación de los edificios sumado a la de las calles otorgaba un encanto especial que sólo la noche era capaz de crear.
Otabek continuó haciéndole indicaciones sobre los lugares por los que pasaban; cualquiera que los viera pensaría que él era el ruso y Yuri el amigo extranjero. Le contó la historia sobre el origen de los grandes almacenes de la familia Eliséev que todavía estaba presente en la gran avenida: era un edificio construido a principios del siglo XX, muy llamativo por su fachada grisácea y las cuatro esculturas que representaban el comercio, la industria, el arte y la ciencia, además de sus grandes cristaleras. El edificio albergaba un teatro además de la tienda, que conservaba el estilo modernista de la época y apenas había cambiado en el último siglo. Yuri nunca había entrado pero ahora sentía mucha curiosidad. Otabek también le contó el origen del que más tarde se convertiría en un imperio textil y el catastrófico desenlace que terminó con la nacionalización de la empresa tras la época de la revolución bolchevique.
Frente a la tienda de Eliséev se encontraba el Jardín de Catalina y al fondo se veía el teatro Alexandrinsky. En el centro del jardín había una gran figura de la emperatriz, erguida sobre sus cortesanos y colaboradores más famosos. Yuri recordó algo que había escuchado en clase una vez y lo aportó como anécdota.
―En este parque se reúnen muchas parejas homosexuales. No me preguntes por qué.
―Debe ser un parque bonito y tranquilo, imagino ―respondió Otabek mientras lo observaba, aunque el parque no podía apreciarse tan bien como los edificios por la falta de iluminación―. ¿Quieres ir?
―No ―contestó, quizás demasiado rápido.
―Bien, porque me fastidiarías el plan.
―¿Entonces para qué preguntas?
Yuri negó con la cabeza mientras sonreía ligeramente.
Condujeron por la rivera del río Fontaka, que en ese momento estaba congelado y no contenía ninguno de los pequeños barcos que lo navegaban en meses más cálidos. Cuando llegaron al cruce de la avenida con la calle Sadovaya, Yuri señaló a la izquierda para que viera LENA, la tienda de ropa de pieles que tanta fama tenía en el país. Viktor los había arrastrado a ella al día siguiente de que Yuuri llegara a Rusia para comprarle todo tipo de prendas de abrigo. Los precios de esa marca eran excesivos, pero la calidad de sus prendas lo merecía. Le comentó también la sorpresa que se llevó al descubrir que la tienda estaba abierta las veinticuatro horas y que en la planta superior había ordenadores con Internet.
Un poco antes de llegar al puente Anichkov, que comunicaba la otra rivera del río Fontaka con la avenida, vieron el primer trolebús. La fachada solía estar pintada con dibujos infantiles en lugar de publicidad como los autobuses normales de la ciudad. A Otabek le agradó mucho el descubrimiento.
Una vez llegaron al puente, Yuri le contó lo que conocía de la historia del mismo. Se la había contado su abuelo en una de sus visitas mientras caminaban por él. El puente era famoso por sus cuatro estatuas de un hombre domando un caballo y se suponía que representaba la lucha del ser humano contra la naturaleza y su dominio. Fueron hechas en bronce por un escultor de origen alemán, aunque Yuri no recordaba su nombre, y a pesar de tardar diez años en acabarlas y establecerlas sobre el puente, tan sólo permanecieron en el mismo durante un año porque el zar Nicolás I regaló dos de ella al rey de Prusia y las dos restantes al rey de las Sicilias; dichas estatuas, las originales, permanecían hoy en día tanto en Berlín como en Nápoles. Tras regalar las de bronce, se realizaron réplicas de las mismas en yeso, que eran las que permanecían actualmente en el puente. Y pese a no ser más que unas réplicas de las originales y ni siquiera en el mismo material, durante el bloqueo de Leningrado en la Segunda Guerra Mundial, las esculturas fueron enterradas en el Palacio Anichkov para protegerlas de los bombardeos de los alemanes.
―Vaya, no tenía ni idea ―dijo Otabek impresionado cuando terminó su relato. Había apoyado la mano tras el respaldo del asiento del copiloto y se había echado hacia delante para contemplar mejor la estatua a través de la ventanilla de Yuri―. La verdad es que si fueran de bronce impresionarían más. No tenía interés por este puente, pero ahora me alegro de haber pasado por aquí.
Y Yuri se alegraba de recordar la historia que le había contado su abuelo sobre el puente, porque así había logrado impresionarlo y no ser el único que se maravillaba con la cultura del otro. Internamente, se anotó un punto.
―¿Hay algún puente que quieras ver en especial? Otra cosa no, pero en esta ciudad hay puentes a patadas.
―Sí que quiero ver unos cuantos, pero ahora mismo voy a llevarte al de los Besos ―respondió Otabek, volviendo a colocar las manos sobre el volante para continuar circulando.
―¿Qué? ¿Por qué? ―exclamó Yuri, demasiado rápido y alarmado.
―Para no romper con la temática del día.
La temática del día, repitió Yuri en su mente y recordó que continuaba siendo San Valentín y que ellos estaban teniendo una cita. Los nervios volvieron a galopar libres por su organismo y una avalancha de preguntas se produjo en su mente. La principal: ¿cuál era el propósito de llevarlo al Puente de los Besos?
Terminaron el recorrido de la avenida cuando llegaron a la Plaza de la Insurrección, donde se encontraba la Estación de Moscú, lugar en el que Yuri cogía el tren cuando iba a visitar a su abuelo a casa. La fachada había estado pintada de azul hasta no hacía mucho y Yuri todavía no se acostumbraba a verla con el nuevo color arenoso, pese a ser el suyo original.
El Puente de los Besos se encontraba en el cruce del río Moika con la calle de Glinka, que recibía ese nombre por el compositor ruso. El puente estaba construido con hierro fundido y no era en absoluto impresionante para la vista. De hecho, no tenía nada de especial, o eso le pareció a Yuri cuando lo vio. Otabek dio vueltas por las calles colindantes y acabó encontrando un lugar para aparcar en la calle transversal al teatro Mariinski, a varias manzanas del puente. Se bajó primero del coche y lo esperó fuera; Yuri fingió pelearse con el cinturón para tener una excusa con la que posponer su salida del mismo.
Volvía a estar terriblemente nervioso y se sentía aun más estúpido por ello. Otabek estaba distraído ajustándose la ropa de abrigo, porque aunque habían salido del estudio de Lilia al atardecer, se les había hecho de noche en el paseo por la avenida. Yuri también se ajustó las suyas; había cometido el error de no quitarse el abrigo en el coche y ahora que no había calefacción que lo guareciese, no podía ponerse nada abrigado para preservar el calor.
―¿No has traído guantes? ―preguntó Otabek de repente.
Yuri se miró las manos desnudas, que se tornaban rosadas por el frío a una velocidad pasmosa.
―Eso me gustaría saber a mí. Supongo que me los dejé en casa ―respondió en lo que daba la vuelta al coche por la parte delantera y llegaba hasta la acera junto a él.
―¿Quieres usar los míos?
―No. Si las meto en los bolsillos no se me congelarán.
Dicho y hecho. Yuri se guardó las manos en los bolsillos del abrigo tras ponerse la capucha, porque pese a la longitud de su cabello, las orejas se le helaban si no las tenía cubiertas.
Comenzaron el camino hacia el puente en silencio. Otabek se había ajustado su bufanda gris de tal manera que le cubría la boca y parte de la nariz y las orejas. Ya no tenía el cabello rapado por la parte de atrás, pero tampoco era lo suficientemente largo como para abrigarle.
―¿Por qué no usas gorros? Tienes que tener la cabeza helada.
―No me gustan ―reconoció―. Ni los gorros ni las orejeras. Me incomodan.
―Pues usa la bufanda a modo de pañuelo por la cabeza ―dijo, medio en broma medio en serio.
―Debería comprarme sudaderas con capuchas como las tuyas.
―Te puedo dejar alguna si quieres. Me las compro grandes.
Justo cuando terminó de decir esa frase, Yuri se resbaló con el hielo de la acera y se habría dado un buen golpe si Otabek no hubiera tenido los reflejos, la fuerza y el equilibrio suficiente para sujetarlo y no caer con él.
―¿Estás bien?
―Sí. Puto hielo.
Otabek le soltó de los brazos para sujetarle la mano con firmeza y retomar el camino.
―¿Qué haces? No es necesario.
―Cualquiera de los dos puede volver a resbalarse y una caída es lo menos que necesitamos ahora ―respondió de tal manera que parecía reacio a aceptar una negativa por respuesta.
En eso llevaba razón, pero caminar de la mano era raro. Muy raro. La única persona con la que había caminado de la mano había sido su abuelo y de eso hacía ya muchos años. No obstante, la sensación de confort y seguridad eran similares. Podía sentir el agarre fuerte y firme de Otabek pese a la tela de cuero de su guante.
Ni siquiera cuando llegaron al puente le soltó. Se asomaron al río para comprobar que efectivamente estaba congelado.
―Cada vez que veo un río o un lago congelado me dan ganas de patinar ―confesó Otabek.
―Pues la llevas clara ―respondió sin pretender sonar tan mal como sonó―. No sé en Kazajistán, pero en Rusia no patinamos sobre los ríos porque el hielo no es liso.
―No, ni allí tampoco.
Volvieron a guardar silencio. Otabek permaneció observando el río congelado y el paisaje que se extendía hasta el horizonte, como si el frío no lo perturbara y tuviera todo el tiempo del mundo para disfrutar de las vistas. Yuri, en cambio, estaba congelado, nervioso y no sabía qué hacer con esa mano sostenida.
―He leído mucho sobre las leyendas de los puentes de San Petersburgo, pero la de este es mi favorita.
―¿De qué trata?
―Pues por lo visto, el nombre se debe a que estaba situado al lado de una taberna que pertenecía a un comerciante apellidado Potselúev. ―En ruso, Potselúev significaba «de los besos».― La taberna, como te puedes imaginar, se llamaba Un Beso. Claro que se cuenta que aquí se reunían los amantes secretos y se despedían los marineros, pero en realidad lo que había cerca de este puente, además de la taberna, era una cárcel.
―Retweet si lloraste con el final inesperado ―se burló Yuri; Otabek sonrió, pero también alzó una ceja inquisitiva―. Nada. Tengo hambre, ¿vamos a cenar?
―Sí, en realidad sólo estaba haciendo tiempo ―respondió, sacando su teléfono móvil para consultar la hora―. Por aquí hay un restaurante de comida tradicional al que me gustaría ir. ¿Te parece bien?
―Siempre y cuando comamos stroganoff.
―Eso es la ternera con la salsa de nata, ¿no?
Yuri asintió y Otabek soltó su mano para quitarse un guante y poder teclear la localización en una aplicación de su móvil. Yuri sintió la falta de calidez de inmediato, por lo que guardó la mano en el bolsillo de su abrigo y se dio calor frotándose las piernas. Otabek miró a su alrededor buscando orientarse hasta hallar el camino.
―Es por allí. No deberíamos andar más de diez minutos.
―Pues vamos.
Otabek se guardó el móvil, se volvió a poner el guante y le pasó un brazo por los hombros con naturalidad. Yuri lo miró de reojo, tenso como cada vez que alguien lo tocaba, pero lo dejó estar porque su cercanía con ese frío era de agradecer. Además, esta vez fue Otabek el que se resbaló saliendo del puente y se habría caído de no haber ido agarrado a Yuri.
El restaurante en sí no era nada llamativo desde el exterior, probablemente, Yuri ni se habría dado cuenta de que estaba ahí de haber pasado por la puerta sin compañía. El interior, sin embargo, era otro cantar. Casi con total seguridad, no había ningún restaurante o tienda en San Petersburgo que no estuviera decorada para la ocasión. No obstante, en ese restaurante no había ni un corazón visible y ya sólo por eso, Yuri le dio el visto bueno. Las mesas estaban separadas unas de otras por mamparas que ayudaban a preservar la intimidad de los comensales, y los centros de mesas, hechos a mano, contenían cada uno una vela. La iluminación venía dada por los candelabros colgados de las paredes, de manera que no se expandía por toda la sala como lo hacía la luz de los tubos fluorescentes.
Un camarero uniformado los atendió en la entrada y los condujo a una de las mesas del fondo por petición de Otabek. Las mesas y las sillas eran de madera, pero estas estaban acolchadas para la comodidad del cliente. Colgaron los abrigos sobre los respaldos de las sillas y se sentaron cada uno frente al otro.
Ahora más que nunca parecía una cita de verdad.
Yuri llevó las manos a la llama de la vela para entrar en calor más rápido y para tener una excusa con la que no mirar a Otabek y ofrecerle en bandeja su renovado nerviosismo. Su estrategia fue ineficiente porque Otabek atrapó sus manos entre las suyas y el contraste entre su calidez y su frialdad fue más que notorio.
―¿Te duelen del frío?
―No ―respondió Yuri con un hilito de voz.
―A mí se me agrietan en seguida y me duelen, por eso en cuanto hace un poco de frío necesito usar guantes.
Otabek no le estaba acariciando con delicadeza, sino que le apretaba en diferentes zonas para traspasarle su calor y era sorprendente la efectividad que estaba teniendo.
Se soltaron cuando el camarero regresó para entregarles los menús y lo observaron con interés, al menos Otabek, porque Yuri utilizó la carta para esconderse tras ella y no ser tan evidente al contemplarlo a él.
La tranquilidad de Otabek le molestaba. Su comportamiento era el mismo de siempre, con el pequeño detalle de que había iniciado todos los contactos físicos que habían tenido hasta el momento. No es que se hubiera propasado ni mucho menos, pero Yuri era la clase de persona que notaba hasta el mínimo roce precisamente porque no estaba acostumbrado a que le tocaran. Siempre había mantenido las distancias con los demás a excepción de su abuelo, con quien se mostraba todo lo cariñoso que en el fondo era. Otabek parecía ser de su misma condición, de ahí que cada contacto fuera tan significativo.
O tal vez sólo estaba exagerando la realidad producto de sus nervios incontrolables.
Ni siquiera estaba seguro del origen de ese nerviosismo, ¿qué era lo peor que podría pasar? Que lo besara, él reaccionara mal y la bonita amistad que estaban construyendo se fuera al traste de la manera más absurda. Y sería culpa suya, por haberle hecho la estúpida propuesta de fingir ser su novio ese día.
―Otabek, no puedo seguir con esto ―dijo finalmente, dejando la carta sobre la mesa y bajando las manos a sus muslos para apretarlos.
―Creía que querías comer stroganoff ―dijo, confuso por su repentina reacción.
―¿Qué? No. O sea, sí, sí quiero cenar eso. Pero no puedo seguir con esto… ―explicó, y como Otabek continuaba sin entenderle, los señaló a ambos.
―¿La cita?
Yuri asintió, sintiéndose como un quinceañero primerizo en citas que entraba en pánico.
Eso era precisamente lo que era.
El camarero llegó en ese preciso instante para tomarles nota. Otabek pidió los entrantes, el stroganoff e incluso la bebida sin consultarle. Yuri aprovechó ese tiempo para recomponerse lo mejor que pudo. Otabek retomó el tema en cuanto estuvieron a solas.
―¿Te sientes más cómodo si lo llamamos salida de amigos a hacer turismo por la ciudad que acaba en cena antes de volver a casa?
Yuri frunció el ceño y abrió la boca para decir algo, pero no le salieron las palabras.
―No voy a abalanzarme sobre ti, Yuri. No arriesgaría nuestra amistad de esa manera por muy tentado que estuviera.
―¿Has estado tentado? ―preguntó muy despacio.
En el momento en el que Otabek asintió, su corazón latió con mayor velocidad, pero fue incapaz de cortar el contacto visual.
―Hay veces en las que siento el impulso de besarte ―confesó, hablando con una voz íntima y pausada―. Pero no te preocupes, no voy a hacerlo.
―¿Cuándo? ―cuestionó estupefacto―. ¿Cuándo has sentido ganas de besarme? ¡No me he dado cuenta!
―Claro que no, de eso se trata ―respondió sin alterarse lo más mínimo―. A veces dices y haces cosas que me provocan el impulso, eso es todo.
―¿Te gusto, Otabek? ―preguntó con voz grave.
―¿Que si me gustas? ―repitió y sonrió ligeramente―. Pues claro que sí, Yuri. ¿Cómo no ibas a gustarme?
―Otabek…
―Cuanto más te conozco, más me gustas, incluso cuando haces cosas que me desconciertan y chocan con mi forma de ser ―agregó de inmediato para explicarse―. Me siento muy afortunado por haberte conocido y porque aceptaras ser mi amigo, Yuri. Para mí esta amistad es más importante de lo que puedes imaginar.
―¡Para mí también es importante! ―se apresuró en decir, inclinándose hacia delante sobre la mesa del ímpetu―. No sé en qué estaba pensando ayer cuando te pedí alimentar la fantasía de Nikolay…
―No creo que estuvieras pensando mucho, en realidad ―dijo, de nuevo con la pequeña sonrisa y una mirada tierna.
―No, desde luego. Lo siento.
―No lo sientas. Me lo he pasado bien en la salida de hoy.
―Y yo. ―Yuri apretó los puños bajo la mesa para armarse de valor y expresarse con la misma sinceridad que él lo había hecho―. Otabek, tú también me gustas. Me gusta tu forma de ser y los momentos que pasamos juntos. Para mí esta amistad también es importante.
Aclarado el asunto, Yuri no volvió a estar nervioso en el resto de la velada. Disfrutaron de la cena, que estaba deliciosa, y de una conversación amena y agradable en donde no había cabida para los nervios, los miedos o las incomodidades. Sólo ellos dos, su amistad y su felicidad compartida.
Durante el postre y el té de acompañamiento estuvieron a punto de atragantarse varias veces debido a las carcajadas que se arrancaban mutuamente. Generalmente, Yuri reía en privado, cuando veía algo por Internet que le hacía gracia. Con Otabek, sin embargo, era común que acabara doliéndole el estómago y las mejillas de tanto reírse, porque compartían el mismo sentido del humor.
Pagaron a medias la cuenta y cuando abandonaron el restaurante, el frío se había intensificado. Esta vez, Yuri tuvo la iniciativa de cogerlo de la mano para que no se le helara la propia. Otabek no dijo nada, simplemente le sonrió y guardó su mano en su bolsillo junto a la suya para que estuviera a buen resguardo, por lo que caminaron sujetos hasta el coche.
Una vez dentro, la calefacción tardó unos minutos en caldear el ambiente. Otabek no regresó a la Avenida Nevsky sino que cogió otra ruta para volver a casa, al menos hasta que a Yuri se le ocurrió una idea.
―¿Todavía tienes ganas de patinar? ―preguntó de repente. Otabek lo miró sorprendido un escaso momento antes de devolver la vista a la carretera―. Dijiste que cuando ves hielo te entran ganas de patinar, ¿no?
―Así es.
―¡Pues vamos a patinar! Nuestra pista está abierta las veinticuatro horas.
―¿En serio? ―Otabek volvió a mirarlo sorprendido.
―Sí. El complejo pertenece a Yakov, así que puede hacer lo que le dé la gana. Todavía no porque hay tiempo, pero conforme se va acercando el inicio de la temporada, Viktor, Georgi y algunos otros suelen quedarse hasta la madrugada.
―¿Tú no te quedas?
―Yo tengo que ir a clase; todavía no puedo hacer lo que quiera con mis horarios como ellos.
Tal y como había esperado, la pista estaba abierta. Ese día estaba vacía por completo; nadie había querido perderse San Valentín, tan sólo el personal de seguridad al que le tocaba hacer el turno de noche. Era un hombre de mediana edad que no había disimulado en absoluto su sorpresa por verlos aparecer. Les abrió los vestuarios para que se cambiaran y la pista, pero regresó a su habitación en la entrada del recinto para resguardarse del frío con la calefacción.
Como no habían pasado por casa, los dos tenían las ropas de entrenamiento en sus respectivas bolsas deportivas. Yuri se sintió feliz al verle usar la que le había regalado esa misma mañana.
La pista era inmensa cuando no había nadie en ella. A Yuri le gustaba sentir que le pertenecía y por eso salió al hielo sin esperar a Otabek cuando terminaron de calentar. Últimamente estaba dedicándole tanto tiempo al ballet que cada vez que pisaba el hielo sentía que se reencontraba con un viejo amigo. La sensación era maravillosa.
Para su sorpresa, Otabek conectó su teléfono móvil a los altavoces y puso el reproductor en aleatorio antes de acompañarlo en la pista.
―¿De verdad puedes bailar esta música? ―preguntó con sorna a propósito.
―Que tú no puedas bailarlo, no significa que yo no pueda ―se la devolvió Otabek, con esa sonrisa perversa que sólo aparecía en los momentos de intimidad.
Y razón no le faltaba: Otabek era capaz de bailar cualquier cosa y lo hacía con un entusiasmo y un brío que habían sido únicos en la última competición mundial.
―¿Es eso un reto, señor Altin?
―Es una apuesta, señor Plisetsky.
―¿Oh…? ¿Y qué nos jugamos? ―cuestionó en lo que patinaba rodeando a Otabek.
―¿Qué tal las tareas de la casa durante una semana? Todas.
―Me parece estupendo; puedes empezar poniendo la lavadora cuando volvamos.
Y así comenzó el duelo de baile sobre el hielo.
La improvisación nunca había sido el fuerte de Yuri, debía reconocerlo. Él era más de aprenderse coreografías que otros le montaban y pulirlas más allá de las expectativas del coreógrafo. Pero no se le daba bien crear sus propias composiciones. No tenía imaginación suficiente. Otabek, por el contrario, tenía de sobra.
Era incapaz de apartar los ojos de él en lo que improvisaba dejándose llevar al ritmo de la música que estuviera sonando en cada momento. Yuri memorizaba sus secuencias de paso para repetirlas más tarde cambiando algunos matices, adaptándolo a sí mismo como había hecho con la coreografía de Ágape que Viktor le había cedido, y las mezclaba con antiguos programas de cuando competía en la categoría de los Junior.
La competición se hizo intensa hasta el punto de que en uno de los turnos de Yuri, Otabek no pudo evitar seguirle y complementar su baile. Pero no se conformó con ser el complemento, sino que tomó las riendas y comenzó a guiar a Yuri pese a haber empezado siguiéndole. Para Yuri fue terriblemente sencillo acomodarse a él y dejarse llevar.
Sin darse cuenta, acabaron bailando juntos en lugar de uno contra el otro.
No se arriesgaron a probar piruetas complejas, pero sí se animaron a realizar algunas de las básicas y les salió mejor de lo esperado para ser la primera vez que patinaban en pareja. Celebraron cada logro con júbilo, entusiasmo y sonrisas de oreja a oreja. Era extraño sentirse tan cómodo patinando con Otabek pese al contacto físico que implicaba, pero es que por primera vez en años, no estaba patinando para competir, sino por diversión.
Y le sabía a gloria.
En algún momento, el reproductor puso Stay close to me, la canción que Viktor había interpretado en su última competición y cuya coreografía había adaptado para bailarla con Yuuri durante la exhibición de la última final.
Yuri se quedó petrificado unos segundos antes de mirar a Otabek con determinación.
―¿Te la sabes?
Otabek simplemente asintió y se dirigió hacia el móvil y los altavoces para ponerla desde el principio en lo que Yuri tomaba posición. No necesitaban decir nada más, estaba claro el papel que interpretaría cada uno. Toda la fuerza de Yuri se encontraba en sus piernas, sus brazos no tenían masa muscular suficiente para levantar a alguien más alto y corpulento que él como era Otabek, incluso si la diferencia de altura era tan sólo de cinco centímetros. La fuerza de Otabek, en cambio, estaba mucho más equilibrada entre sus extremidades, como ya le había demostrado.
Yuri sabía que se había aprendido la coreografía de manera inconsciente, no a propósito. Le pasaba a menudo debido a su memoria casi eidética. Nunca la había practicado pero al sonar las primeras notas y permitir que su cuerpo se moviera a su son, supo que lo haría a la perfección. Otabek entró justo cuando tenía que entrar y la compenetración fue máxima desde el primer momento. Generalmente, un patinador era consciente de si lo estaba haciendo mejor o peor, pero pocas veces uno sabía que estaba realizando la coreografía a la perfección.
Era uno de esos momentos.
Parecía mentira que no hubiera habido ensayos anteriores; nadie se creería que era la primera vez que, no sólo realizaban esa coreografía en conjunto, sino que patinaban juntos además. Cuando terminaron estaban cansados, jadeantes y empapados en sudor por todo lo que habían patinado previamente. Pero ninguno era capaz de apartar la mirada de los ojos del otro o de soltarse siquiera.
Hasta que Yuri reconoció el impulso reprimido de Otabek.
Y este se percató de haber sido pillado, por lo que hizo ademán de alejarse pero Yuri se lo impidió sujetándole con más fuerza.
―Yuri…
―Si tú quieres besarme, y yo quiero besarte, entonces no estamos arruinando nada, ¿verdad?
Tal vez fuera la adrenalina del baile lo que los envalentonó para acortar las distancias y unir sus bocas, pero definitivamente fue algo más lo que les impulsó a abrir sus labios y dejar que sus lenguas se encontraran. Algo que estaba conectado al volcán en erupción de sus estómagos, a la necesidad con la que se aferraban sus manos y a la sensación de plenitud que les dejó ese beso.
Y los que vinieron a continuación.
Continuará...
Capítulo 8