Pairing(s): Spamano,varios otros pairings implícitos.
Advertencias: Human!AU. Algún que otro taco... Y que todo empezó por la canción homónima de Lady Gaga, ¿eso cuenta?
Resumen: Antonio es un mísero fotógrafo que vive junto con un romántico francés y un alocado alemán, mientras que Lovino es un famosísimo cantante al cual el español idolatra perdidamente. ¿Qué ocurrirá al encontrarse sus separados mundos cuando Antonio consiga sacarle una comprometida foto que podría echar por tierra toda su carrera?
Hola tú, seas quien seas. Me presento: soy Antonio Fernández Carriedo y soy un puto pringado.
Venga, vamos, mírame, mírame. Son las jodidas tres de la mañana, estoy en el puto coche desde las once plantado enfrente de una puerta cerrada a cal y canto, en la mano el tercer café que llevo en este largo día (cuarto si contamos el de esta mañana) y con la gabardina y la bufanda puestas porque se me acaba de joder ya definitivamente la calefacción del coche. Si es que nací, crecí y moriré siendo un cafre, lo veía venir desde que mi madre me dijo que me caí de la cuna con dos años. Nada, Antoñico, tú sigue adelante como puedas aunque seguramente ese accidente te dejara subnormal profundo, tú trata de hacerte una vida en el extranjero que puedes.
Con dos cojones, sí señor.
Echando la vista al cielo, me termino lo que queda del café. Creo que me estoy empezando a inmunizar al café, lo he pedido bien cargado y me estoy cayendo de sueño igualmente. Que extrañarme no me extraña, que yo antes de venirme aquí me bebía un café cada mes si eso, porque había quedado con los colegas y por la tarde apetecía, y ahora es que sin un vaso de plástico lleno de ardiente y negro café en las manos no alcanzo a ser persona en las veinticuatro horas que tiene un día, y aun así el efecto nunca me dura mucho. Pero bueno, esa es mi perra vida, después de todo. Si quiero ver un billete delante de mis narices, es lo que toca, quedarse aquí, en las sombras, esperando y esperando y esperando y esperando y, ay, mierda, me ha dado un tirón en la mandíbula al bostezar.
En serio, menuda nochecita llevo… ¡Que pase ya algo y me dejáis volver ya a casa, maldita sea! Pero no, ellos se quedarán dentro hasta inhumanas horas de la madrugada, porque hay alcohol, drogas y putas… Y calefacción, ante todo. Qué envidia, macho, ya me gustaría a mí estar así de calentito. Mañana mismo llevo el coche al taller a que me lo reparen, no pienso volver a salir a trabajar en estas condiciones, es inhumano, que estamos a, espera que lo mire… Nueve grados. ¡Nueve! A lo mejor debería quitármelo todo y salir ahí fuera, pillar un catarro y que me den una baja una semanita. Pero no puedo hacerlo porque entonces me quedaré sin pasta. ¿Espera, es posible pedir una indemnización por hacer trabajar a un empleado en estas condiciones? No, porque el coche es mío y sería mi culpa por ser atareado y pobre. ¡Ay, Señor, cuánto sufrimiento para una sola persona que en el fondo es buena y sólo cumple tus designios!
No sé ni siquiera qué se me pasó por la cabeza cuando decidí irme de casa. Bueno, a ver, miento, saberlo lo sé, lo que no alcanzo a comprender ahora es cómo logré en aquel entonces convencerme a mí mismo para creerme tanta tontería. "Que me asfixio aquí, mamá, necesito salir". Di que sí, Antoñico, que es mejor asfixiarse en casa que congelarse dentro de un maldito coche a las tantas de la madrugada. Si ya a estas alturas lo que no sé es si peco de iluso, de impulsivo o simple y llanamente de gilipollas.
Bueno, tampoco nos pongamos catastróficos que eso no nos lleva absolutamente a nada. Tampoco tienes una vida tan sumamente mala, es sólo que no es justamente lo que tú soñabas ser cuando te fuiste. Por casi todo lo demás está bastante bien. Mirándolo como lo miraría uno de los del pueblo: tienes salud, de dinero no estás mal y, eh, esto, si cambiamos amor por amistad, te sobra para darle un poco de vidilla a lo del dinero. ¿Ves como no es tan malo, después de todo?
Soltando un enorme, enorme suspiro, me recuesto contra el asiento y cojo el estuche de mi cámara. Me entretendrá un rato ir limpiando los objetivos, que algunos están llenos de polvo desde hace días, los pobres. Iba a sacar el que más sucio estaba cuando mi mirada se topó con algo que sobresalía entre los papeles de las instrucciones y recomendaciones del fabricante que llevaba siempre ahí por si acaso (aunque no las había tocado nunca, si no contamos obviamente con el momento en que tuve que tocarlas para ponerlas ahí, claro está). No pude evitar sonreír entre nostálgico y divertido cuando me quedé medio embobado mirando aquella estampa, que tenía por delante San Pancracio, patrón de la salud y el trabajo, y por detrás un calendario que ni siquiera era de este siglo. Mamá se empeñó en que llevara siempre esa estampa con la cámara, decía que me daría suerte. También se empeñó en que me llevara otro taco más de vírgenes y cristos y santos, así, cogido todo por un elástico, que más bien parecía un taco de pegatinas coleccionables, pero esas deben de estar aún en la maleta, creo que ni las saqué. Sí, así es mi madre: una castellana castiza y católica hasta las trancas. Bueno, ella y yo. No lo de católico, pero sí lo de castellano castizo. Después de todo, los dos somos nacimos en un pueblo del centro de España tan pequeño y tan recóndito que ni lo conocen los de los pueblos vecinos. Tengo hasta la teoría de que era el pueblo de que hablaba Cervantes en El Quijote, porque seguro que escribió aquella primera frase porque ni él sabía cómo se llamaba, y para quedar bien soltó eso. Eh, tener tiene sentido, no lo niegues. Y podría usarse eso para incentivar el turismo, que bien nos haría falta. Aunque ahora que lo pienso, creo recordar que hicieron un estudio y ya se sabía a qué pueblo se estaba refiriendo. Es igual.
El caso es que mi pueblo, a pesar de que no lo conozca nadie, es precioso. Pequeño como él sólo, pero eso le daba un encanto especial. No sé, supongo que en gran parte era por el hecho de que estábamos alejados de prácticamente todo rastro de modernidad, en aquellas casas del siglo pasado de ladrillo y tejados rojizos, en medio de la naturaleza, de paisaje especial que tiene la Meseta Central. También el hecho de que viviéramos ahí cuatro gatos mal contados hacía que todo se viviera como en familia. Uf, de hecho aún recuerdo cómo fue de emotiva la despedida que el pueblo nos hizo a mí y a mis padres cuando nos mudamos a Madrid. Ese día por llorar lloró hasta Manolete, el zalamero torillo que teníamos como mascota del pueblo. Al menos no fue un hasta siempre, ya que volvíamos de vez en cuando a pasar las vacaciones, pero es verdad que no era lo mismo que compartir el día a día con los pueblerinos. Bueno, y por no hablar de cómo me puse yo de insoportable cuando llegamos a la capital. La odiaba, la odiaba mucho. Después de todo, acostumbrado estaba a eso de salir a la calle cuando me apetecía, a tirarme hasta las tantas de la noche en el porche comiendo pipas, a corretear en calzoncillos detrás de las gallinas o a tirarme en medio del campo a echarme la siesta bajo la sombrita buena de un olmo a media tarde. La ciudad definitivamente no estaba hecha para mí. Pasó tiempo, pasó mucho tiempo hasta que Madrid y yo hicimos las paces y empezamos a comunicarnos en el mismo idioma. Tampoco es que pasara de niño de pueblo a pijo, pero sí que me acostumbré a las comodidades e inconvenientes de vivir no sólo en una ciudad, sino en la misma capital del país. Pero yo nací en un pueblo perdido y cuando me haga mayor me terminaré de arrugar sentado en uno de sus bancos de madera bajo ese sol que sólo brilla así en ese lugar, visto queda eso para sentencia. Uh, ¿suena muy poético o son cosas mías? Bueno, sí, el caso es que…
¡Ah! ¡El móvil! ¡Dios, pero qué susto madre! Respiro varias veces para que me vuelva el aliento y esas cosas y me rebusco en los bolsillos hasta cogerlo.
- ¿Diga?
- ¿Qué, hoy toca noche movidita o es que te estás divirtiendo sin nosotros, pillín?
-Muy gracioso, Francis -respondí, llevándome una mano a la cara-. Esto es una tortura, llevo aquí toda la noche y no pasa absolutamente nada. Y me he quedado sin café.
-Ah, pobrecito mío -me dice, con uno de sus largos y dramáticos suspiros-. Bueno, sólo llamaba para saber cómo estabas…
-Jodido.
-Y para decirte que he dejado una taza de sopa en el microondas para cuando vuelvas. Necesitarás algo caliente.
-Ah, gracias, Francis, lo necesito de veras -sentí mis tripas rugir al decir eso.
-De nada, chèrie. Que te sea leve lo que te queda de noche. Buenas noches, Antonio.
-Espero que lo sea, sí. Buenas noches, Francis.
Ay, genial, ahora tengo sueño, frío y hambre, todo al mismo tiempo. ¡No es justo, hace tan solo una hora sólo tenía frío! Y bueno, dejaré aparte lo del aburrimiento porque, quieras que no, con mi cháchara interna me tengo entretenido. Un poco, al menos. Lo suficiente para mantenerme despierto aún pero también lo suficiente para rozar ese temido umbral de la locura. Venga, Antonio, haz algo de provecho a la de ya, que como sigas así te quedas frito en el asiento. ¿No ibas tú a limpiar los objetivos? Pues ponte a limpiarlos, anda.
Vuelvo a la funda de la cámara y saco uno de los objetivos para empezar a limpiarlo cuidadosamente, quitándole las manchitas que se habían acumulado en la lente con el paño. Cuando lo dejo para coger el siguiente, me doy cuenta de que aquel fue el primer objetivo que me compré. Me vuelve a traer recuerdos, inevitablemente. Me dejé literalmente un pastón en comprarme aquella réflex. Y cuando por fin, tras meses y meses de quedarse la marca de mi nariz en el escaparate de la tienda, llegó a mis manos dije automáticamente:
-Mamá, voy a ser fotógrafo.
Y ella me miró con aquella cara que me ponía siempre que dudaba de mi buen juicio, como si quisiera que recapacitara antes de hablar, tratando de impedirme hacer alguna locura antes de que mi testarudez me impidiera cambiar ya de idea.
-Cariño, ¿estás seguro de eso?
Aquella mirada solía servir en la mayoría de los casos, pero aquella vez no pudo con mi férrea determinación.
-Sí, mamá. Voy a ser fotógrafo. Por papá.
Entonces me sonrió dulcemente, a pesar de que en sus usualmente vivarachos ojos había una evidente sombra triste, caminó hacia mí y me dio un largo y fuerte abrazo, antes de irse a la cocina a fingir que lloraba por estar pelando cebollas, como siempre hacía cuando recordaba a papá o se daba cuenta de que su Antonio se estaba haciendo ya muy mayor.
Bueno, lo de la cámara es que tiene una larga historia. El primer trabajo de mi padre fue de periodista para un periódico de Barcelona. Pero lo que él realmente adoraba era la fotografía, esa era realmente su verdadera pasión. Siempre llevaba la cámara consigo para capturar todo aquello que le captaba la atención. Como los ojos de mi madre, pero eso de cómo se conocieron mis padres es otra historia que ahora me llevaría demasiado tiempo contar. El caso es que, al final tuvo que dejar su trabajo para casarse con mi madre y venirse a vivir al pueblo, y, claro, tuvo que ponerse a trabajar en lo que había, que era cuidar de las tierras de mis abuelos. Eso significaba, obviamente, poco tiempo para aficiones y demás, así que poco a poco fue dejando aparcada su querida cámara para ganar un sustento con el que darnos de comer a mamá y al futuro yo, que aunque no había nacido sí que le daba a la pobre un buen peso extra en la barriguita. Tuvieron que pasar años y años hasta que, un día que me mandó mi madre a buscar algo en el armario (más que armario prefiero llamarlo el cajón desastre de la casa), me encontré con la vieja caja metálica en la que estaba guardada. Era la primera vez que veía algo por el estilo, así que fui a preguntarle a mi padre que qué era aquello tan raro y para qué servía. Y él la cogió y la miró con aquellos ojos tan azules que tenía y casi podías ver en ellos la cantidad de recuerdos que se le agolparon al verla y entonces me miró a mí.
-Es una cámara de fotos. ¿Quieres que te enseñe a usarla, Toni?
Y yo asentí con esa sonrisa tan amplia y tan falta de los dientes de leche que se me habían caído y salí corriendo afuera.
Y así empezó todo, supongo. Yo acabé tan enamorado como mi padre con aquel particular hobby y, cuando él murió, fue lo que me dejó especialmente para mí en herencia, aquella antigua cámara. Supuse que aquello significaba que quería que le diera el uso que él ya no podría darle, que era una especie de manera de decirme que quería que no la dejara de lado como tuvo que hacer él. Y me dediqué a fotografiar de todo, a todas horas. El tiempo que no pasaba en la tienda trabajando con mi madre lo pasaba en la calle, cámara en mano, o en la biblioteca leyendo cualquier libro que tratara del tema. Por aquellos momentos ya todos tenían cámaras digitales y yo seguía aún con aquella reliquia de carrete, pero me gustaba mucho más que aquellas sosas cámaras que ni siquiera tenían un visor decente. Claro está que empezó a hacerse más y más complicado -y caro- con el tiempo lo de encontrar y revelar los carretes. Así que pensé que tendría que comprarme una nueva, y, ya que estábamos, una mejor. Pudo ser suerte, pudo ser el destino, pudo ser una bendición del mismísimo Espíritu Santo, no sé, pero el caso es que un par de días de tomar aquella decisión me mandaron una carta diciendo que había ganado un concurso de fotografía al que me presenté. Así que lo tomé como una señal y, con parte ese dinero y parte del de mi trabajo en la tienda, me compré aquella réflex y con el resto de mis ahorros me pagué mis estudios de Fotografía.
¿Ves como tenía su buena historia detrás? Prácticamente la historia de mi vida está escrita ahí, en ese objetivo. Ahora, Antonio, ya que te has explayado lo suficiente y te has quedado a gustito, prosigue con tu trabajo y termina de limpiarla que…
Un momento. ¿Eso que escucho pueden ser indicios de vida? No puede ser. Apago la lucecita del coche y cojo la cámara. Vida. En la puerta enfrente de la cual llevo esperando literalmente horas. Casi siento que puedo llorar de la emoción, en serio. Pero en vez de eso, prefiero gastar estos preciosos momentos en situar la cámara en el hueco de la ventanilla y buscar a través del visor algo interesante en aquella súbita explosión de vida.
A veces me da por pensar, por recapacitar en lo que hice con mi vida una vez que me saqué la carrera de Fotografía y mi curso de inglés y decidí irme de España porque sentía que allí no iba a conseguir nada. Puede ser que no me equivocara, cierto. Después de todo, ahora vivo y trabajo nada más y nada menos que en Los Ángeles. Sin toda la pompa y boato que le suelen poner a eso de vivir allí, claro está, que nuestro pisito es de lo más normal del mundo, nada fuera de lo común. Eh, pero piso en Los Ángeles, después de todo. Eso no lo puede decir cualquiera. Si pretendo ser un alguien en esto, de comienzo está bastante bien. Estoy ganando dinero, muchísimo más del que conseguiría si siguiera de tendero. De hecho, cuando me salen bien las cosas puedo llegar a cobrar un verdadero pastón. Tampoco es algo de lo que cualquiera pueda ir alardeando por ahí. Sí, vine aquí a aprender a ser fotógrafo y es lo que estoy haciendo, de hecho. Y además, te estás ganando la vida con una cámara, que es lo que andabas buscando. Soy una persona que trata de ser siempre positiva, trato siempre de ver lo bueno de las cosas, en lo que me podrían ayudar o en lo que podría sacar provecho para crecer como persona. Pero una parte de mí no puede evitar sentirse un tanto avergonzada cuando piensa que seguro que lo que mi padre deseaba que yo hiciera con una cámara no implicaba esto de hacer fotos a metros de distancia, con un teleobjetivo y a oscuras para pasar totalmente desapercibido. Hacer fotos de incógnito, a las tres de la mañana, enfrente de un lugar más conocido por su mala fama que por cualquier otra cosa, al cual había llegado por un chivatazo. Hacer fotos polémicas, hacer fotos indeseadas, hacer fotos indebidas e incluso hacer fotos ilícitas. No, no es algo de lo que me sienta orgulloso, por ende mucho menos orgulloso debería sentirse mi padre de mí, ciertamente. Pero es mi actual trabajo, tengo que hacerlo. Así que, siempre que pienso que me estoy equivocando pero a niveles insospechadamente elevados con el rumbo que está llevando mi vida trato de pensar en positivo, en que algún día conseguiré un trabajo de fotógrafo decente, con renombre, que todos conozcan y me hagan volver a mirar la cámara de mi padre con ojos orgullosos, como diciéndole a través de ella que conseguí lo que él me propuso. Que puedo hacerlo, que si he sido capaz de pasar de un recóndito pueblo a Los malditos Ángeles, puedo ser alguien en este mundillo.
Pero que, hasta que la suerte, el destino o el mismísimo Espíritu Santo vuelvan a hacer de las suyas… seguiré siendo un mísero paparazzi.