El Prisionero del Sol (1/4)

Mar 14, 2015 06:20

Título: El Prisionero del Sol
Pareja: Luhan&Sehun
Resumen: Este es el cuento de Luhan, el único heredero a un reino próspero y líder en tecnología en el Continente, que quedó sin monarca por cuatro años después de que los reyes fueran asesinados a traición. El joven Príncipe está pronto a casarse y ascender al trono para tomar las riendas de un pueblo aparentemente dócil, cuando un capricho le arrebata la paz a su tierra. La presencia de Sehun, un muchacho de raza mágica que ha vivido toda su vida oculto en la Ciudad Imperial, despierta el descontento entre la población mágica del Este y ni todo el amor del mundo podrá liberarlos de lo que una historia de siglos de crueldad tiene preparado para ellos.
Rating: M
Número de palabras: 28,989
Notas: Inspirado en Las mil y una noches, y la Balada de Thomas el Rimador. Escrito originalmente durante Seoul Nights 4.0 para Masquerade Forums.





Antes de que caiga la noche, déjame contarte una historia. Es una historia agradable, creo yo, es la historia que cuenta la historia de todos mis cuentos. Quizás mientras la narro te parecerá que no, pero ya verás cómo, cuando termine, entenderás por qué creo que es una historia muy linda. Recuéstate en mis piernas, mi amo, mi amor y cierra los ojos... piensa en el verdor del bosque, en el olor del rocío, en el sonido de los pasos de un potrillo nuevo al mundo. Aquí, seguro entre mis brazos, recuerda cómo es el mundo del otro lado del mar. Pensarás, es posible, que conoces esta historia y quizás mientras la escuches te parezca nueva por completo. Detrás de las pupilas, tenemos guardadas todas las cosas que hemos visto y seguro que alguna vez habrás visto la Espada de Sol o el corcel dorado, seguro que en algún momento conociste los muros de mármol y el ciervo de marfil... son una ilusión, porque en este mundo de viento y sal, nada de eso existe.

Allá, en ese país de cuento, todo lo que ahora parece un sueño, era la realidad.

¿Se puede vivir preso de una realidad tan hermosa? Tienes la respuesta en los labios, amor mío y te saben al océano y la magia que nos cuida.

♜ I. La Torre

Cuando los Reyes del Este y de los Bosques Eternos conquistaron el Reino de Oh, fundado y erigido por su casa regente, tomaron por la fuerza a su hijo más joven como ofrenda de vasallaje para forjar paz entre los pueblos del Continente, arrancaron de su nación al más joven de sus brotes y lo trasplantaron en suelo enemigo.

Como si la ofensa no hubiera sido suficientemente cruel, tras los rumores de posibles levantamientos en contra de su poder, los severos monarcas, como escarmiento a los alegados insurgentes, ordenaron la castración de todos los nobles de la Casa Oh y exterminio de la Familia Real.

Muchos años pasaron antes de que se pudiese olvidar la cruenta matanza pública, después de que se difundiera la historia de cómo los Reyes del Este habían borrado a una estirpe real y masacrado a un pueblo mágico entero; Muchos años pasaron hasta que el miedo se asentó y se convirtió poco a poco en respeto por el reino ganador y en mayores y más favorecedoras alianzas.

El único heredero al Trono del Este, su hijo, el Príncipe Luhan, “el de la más pura sangre”, creció entrenado por los mejores maestros de armas y educado por los mejores poetas y estudiosos del Continente. A sus doce años, era una de las personas más conocedoras del reino y a los dieciséis, el más hermoso y más agraciado noble de aquellas vastas tierras. De niño, sus nodrizas lo llevaban con ellas a las cocinas y a los almacenes del Palacio Real a que las ayudara y él lo hacía con gusto, de muy niño tuvo su primer caballo y los mozos de la cuadra lo llamaban "el solecito" que montaba un animal enorme sin miedo y en palabras de ellos, tenía la sonrisa más pura del Continente.

Era el muchacho más amable que alguna vez había habitado el Palacio y cuando a los dieciocho, sus padres anunciaron a todos los reinos hermanos que el Príncipe finalmente escogería una esposa, las mujeres ataviadas de joyas y telas hermosas, adornadas con flores y piedrecillas brillantes, llovieron hasta derramarse a sus pies como miel.

Él las quiso a todas, pero eligió a una y su nombre era Minseok.

Ella era una inteligente y hermosa princesa de Oeste, llena de salud y sabiduría, con el carácter para domar a un caballo en el ruedo una mañana sin recogerse el vestido y dar una clase de etiqueta a otra princesa sin ofenderla, decisión para invitar al príncipe a cazar y para disparar a un jabalí en la cabeza. Era una mujer imponente, aunque pequeña de tamaño, sin miedo de buscarlo por las noches pero lo suficientemente correcta para no dejarlo poner mano sobre su rodilla ni besar más arriba del hueco tras su blanco y terso codo, hasta que él la eligió de manera oficial y su familia la entregó prometida al Este.

Antes de estar casados, la Princesa de Oeste y el Príncipe del Este, como si estuviesen por su nacimiento incluso destinados a complementarse, hicieron el amor donde ella había cazado aquella vez al jabalí. Aunque un sirviente los vió, la reina no se enteró, ni el rey, porque esa misma noche los mataron en una corte vecina, donde antes habían habitado los mágicos, a traición. Cuando la Guardia real reaccionó había sido demasiado tarde y ambos tenían flechas atravesadas en el corazón. Los culpables fueron decapitados, sus cabezas expuestas públicamente en picas y sin un príncipe desposado, el reino se quedó sin rey.

Por cuatro años el Este fue gobernado por el Concejo, con la injerencia mínima de un “sol” en duelo, con una prometida que hacía todo en su poder por avivar su brillo, y que de poco en poco, logró recuperar.

Hasta ahora, parece que la historia del joven príncipe de Oh es una leyenda, el reino y quizás todo el Continente, estaba seguro de que nunca adoptaron a ese bebé, seguros de que lo mataron y los crueles reyes, que se merecían esa muerte deshonrosa, sólo inventaron que lo habían tomado como tributo, para no ser recordados como fríos monarcas sin corazón.

La verdad era otra, la verdad es esta: El Príncipe Luhan tuvo bajo su custodia al joven Oh Sehun, que a sus dieciocho años, era el último noble vivo de su estirpe y a quien conoció una noche fría de inicios de primavera cuando la reina volvió junto con una nodriza, que había sido quien amamantara a Luhan cuando era un infante, que llevaba a un pequeño bulto llorón en brazos. El Príncipe tenía cinco años y en la cuna en la que él se había vuelto un niño grande, el que ya no era un príncipe, sino un vestigio de guerra, Sehun de tan sólo un año, lloraba furioso y enrojecido hasta el pecho, envuelto en seda blanca bordada manchada de sangre.

A sus cinco años, Luhan no entendió nada, pero estuvo allí con la nodriza para ayudarla a calmar al bebé y vestir gentilmente su cuerpo y cuna con ropas limpias. Después de varias horas de llanto y arrullo, Sehun, cuyo nombre conservó por misericordia de la reina, se quedó dormido apaciblemente. El Príncipe de Oh conocería el mundo tras los ventanales de su cuarto, oculto como un secreto terrible, como un as bajo la manga, de la mano de un principito que a los veintidós años, tomaría por esposa a Minseok, la flagrante princesa del Oeste y ascendería al trono.

Érase una vez un prisionero...

Seguro que si lo intentas, todavía puedes imaginarlo, como si estuviera sucediendo frente a tus ojos.

Allá lejos, más allá del agua que al ojo no tiene fin, hay una ciudad blanca. Se llama la Ciudad Imperial. Entre sus brillantes calzadas recubiertas de oro blanco y adornadas de marfiles tallados que figuran hombres, animales y selvas, está el discreto camino que conduce al Castillo Interior hacia el este del palacio, por el interior de los terrenos de La Corona, muy, muy dentro de la puerta de cristal indestructible que enmarca presuntuosa la gran construcción que es el Palacio Real.

El viaje dentro de los terrenos de La Corona es tedioso y largo hasta la muralla reforzada que resguarda la grandes reliquias del Reino del Este. Por la vía se puede ver desde una de sus torres a cualquiera que se acerque y aquella tarde soleada, desde allí avistaron a la Guardia del Rey escoltando la máquina plateada que llevaba en su interior la delgada figura del Príncipe del Sol y de los Bosques Eternos, que hacía usualmente ese recorrido al menos una vez a la semana.

El camino está vivo. Los árboles del Bosque son altos como el mundo es viejo. El musgo cubre cada piedra y cada tronco, la humedad se dibuja en rocío perenne sobre todas las hojas y tras el follaje siempreverde de los encinos, se esconde más y más verdor, más agua y su rumor, que se han mantenido por siempre fieles al mundo y al tiempo. Más allá, un poco más lejos de la magia del bosque, después de todos los cipreses y de la pequeña cañada, hay un valle donde, antes de que el príncipe hubiera nacido, se erigió la muralla blanca que cuida los tesoros de la Corona.

Otrora la fama del Muro fue albergar tesoros, riquezas, reliquias y trofeos del reino, custodiados por algunos guardias y estudiosos. Nuestra historia sucede en un tiempo en el que ese castillo fue habitado por una joven leyenda y aunque esos vestigios de conquistas y alianzas seguían y siguen estando allí, custodiados celosamente, no eran de interés del Príncipe, en la menor medida.

La puertas del Muro, brillando claras al sol de la nueva primavera, se alzaban para dar paso a la Caravana Real y todos los sirvientes del Castillo Interior estaban de pie en fila para recibirlos. El Príncipe iba medio dormido en su asiento, despertando sólo después de que hubieran abierto la coraza translúcida que lo protegía del tiempo y de que su mozo de compañía le diera un golpe en la espalda con el codo.

El Reino del Este y de los Bosques Eternos, se erigió sobre la caída de otros pueblos y el linaje de sus nobles se remonta a los inicios del tiempo, cuando el hombre tenía más preguntas que respuestas, cuando huracán y animal eran sus enemigos y no sus hermanos. Sus tradiciones son celosamente guardadas por sus civiles y sus nobles pues con orgullo se le pregona ser un Reino próspero que lidera el desarrollo de su continente y media el bienestar de sus naciones hermanas.

Luhan, hijo único de los Reyes del Este, fallecidos no más de un lustro atrás, era el Príncipe heredero y primero en línea al trono de su reino. Su poder se sabía simbólico hasta que fuera coronado, desposado y a algunos meses de su coronación, el pueblo estaba emocionado por el regreso de sus monarcas legítimos al trono.

El Castillo interior está rodeado por jardines y plazuelas verdes como el bosque que lo oculta y detrás de estos, se yergue alto y majestuoso del color de la piedra caliza, brillante y puro, dispuesto allí para nada más que quienes gozan del privilegio de visitarlo. Los trabajadores que allí residen no pueden salir a explorar los terrenos de La Corona, todos los insumos que llegan al Castillo Interior son llevados por trabajadores de la Ciudad Imperial y regulados, vigilados y sancionados por el Concejo personal de el rey; En este caso, del Príncipe en pos.

Oh Sehun observaba desde el estudio que era su hogar, a través de un ventanal blindado, la marcha desde las puertas del Muro hasta el Castillo, sin nada más que hacer que esperar. Una de sus mucamas había ido a hacerle saber que el Príncipe iría a visitarlo esa tarde y desde el desayuno, estuvo sentado mordiéndose los labios y sobándose los muslos, ansioso y a la espera.

Este chico era muy malo para quedarse quieto, de modo que el tiempo que estuvo en ascuas le había parecido más el de cruzar un océano que el de esperar por la cena.

Algunos minutos más, tal vez diez, tal vez seiscientos, pasaron y de uno en uno, los servidores que habían recibido al príncipe, fueron despejando el jardín principal. Escoltaron dentro al príncipe, escondieron todas las monturas y carruajes y dejaron al pobre muchacho sin ninguna referencia de qué estaba pasando, salvo el cambio de turno de los porteros que, eso sí, era suficiente para que Sehun supiera lo tarde que era.

Cuando la puerta del estudio se abrió sin mayor advertencia, el picaporte en manos del príncipe, se lanzó sobre él como una bala de cañón y su nana, la misma que cuando era un niño pequeño, cerró la puerta detrás, con una sonrisa en los labios, para dejarlos solos.

"­¡Luhan," lo llamó el joven que tanto lo había esperado esa tarde, con la impertinencia de un niño "¿Por qué se tardaron tanto en dejarte venir!"

"Ah, es que estuvimos hablando de cosas importantes". La pregunta en los ojos de quien le besaba la mejilla antes de mirarle el rostro, era obvia y era obvio que quería una respuesta, pero el Príncipe, que correspondía siempre su efusividad, no cedió. "Te lo digo más tarde."

Oh Sehun era bastante más alto que el príncipe y parecía casi un noble del Este por los ropajes que toda su vida había llevado, salvo por sus orejitas largas y su largo cabello blanco.

Puesto que estaban dentro del Castillo y aunque el príncipe no debía salir nunca del Palacio sin un grado de protección en el cuerpo, llevaba sólo sus ropajes de lino y cuero y ni la menor señal de una armadura. Llevaban botas idénticas, ambos pares creados por el zapatero real con la mejor tecnología para evitar el desgaste de las extremidades, mejorar la postura, minimizar el deterioro y esas cosas de viejos.

Sólo para que lo sepas, cuando Sehun empezó a sufrir porque las botas heredadas eran demasiado pequeñas, por allí de los dieciséis, el príncipe había exigido a su Concejo que se hiciera el mismísimo calzado que para sí mismo, para su amigo, cada vez. Siempre que el príncipe recibía botas nuevas, era un decreto que llevaran un par idéntico al Castillo Interior.

"¿Qué tal están tus músculos?"­ preguntó, dando unos pasos atrás hasta su largo diván y sentándose, ofreciendo un espacio a su lado para que el mayor y más delgado hombre se sentara también.

"­El tratamiento funciona, creo," se encogió de hombros el principito flaco, cuyo cuerpo la pureza de sangre había degenerado hasta darle las dolencias típicas de los hombres de alcurnia que tan bien veían las reinas y tan mal los campesinos. "Siento que me canso menos rápido que antes."

El joven príncipe se sentó efectivamente a su lado y puso una mano sobre su hombro. El cuello de la camiseta negra de lino le quedaba al muchacho a medio pecho y se le veía ceñida al cuerpo, las mangas, que deberían cubrir su muñeca, quedaban un poco cortas y Sehun se las había doblado.­

"No sé porqué eso te queda tan ceñido, no se supone que se vea así. ¿Por qué eres enorme?"

Sehun rió, acomodando detrás de sí una serie de almohadones y al devolverse, jaló por la cintura al joven príncipe que, tras un segundo de resistencia, se dejó recostar sobre el cuerpo más ancho que lo abrazaba y que a su vez, descansaba en el diván.

"­No lo soy, es que tú eres un enano, Príncipe del Sol…"­ en su pecho, aún sin recostar la cabeza en su peto de cuero, Luhan podía escuchar su respiración y su corazón, sentir su voz volverse más amable incluso antes de que abriera la boca y tomara aire para empezar a hablar, habían vivido una vida entera codo a codo. Podía ver sus labios claros e imberbes en la mente al escucharlo porque los había visto tantos años y los había besado tantas veces, que los sentía propios. "Tus sobras ya no me quedan. ¿Puedo tener ropa nueva?"

"­Te traeré todo lo que me venga grande y mandaré a alguien a que te tome medidas."­ Un par de segundos de silencio fue todo lo que pudo aguantar un príncipe que todo el día lo había pasado acompañado de mucamas, instructores, consejeros; Un par de segundos y echó, sin remordimiento, a perder la sorpresa que ni él podía aguantar mantener en secreto. "­Vas a necesitar ropa formal porque conseguí convencer a mi concejo de que estés en mi ceremonia de coronación."

De la sorpresa y la emoción, pintadas ambas en la voz, pegó Sehun un manotazo al diván y luego uno al brazo del príncipe y así había hecho desde que era un niño. "­¿De verdad? Ni siquiera recuerdo la última vez que vi el Palacio."

"¡De verdad!"­ anunció el próximo Rey, con una gran sonrisa.­ "Quiero que estés conmigo… eres mi amor."

Al muchacho más joven le brotó de los labios una risa traviesa y a Luhan le parecía que pensaba en cosas amables, en la fiesta, en él finalmente accediendo al poder de la corona, finalmente haciendo lo correcto, pero no, en seguida cambió su semblante y habló con un miedo mustio y tímido. "Tu prometida va a estar ahí… ¿eso no es un problema?"

"­Tal vez," habló clarito el príncipe, y se liberó del abrazo que lo recostaba para asegurarse, con sus propios ojos, de que podía disipar las dudas de su pequeño, peinando su cabello y besando su mejilla. "Pero… no me gustaría que te lo perdieras por nada. ¡Finalmente voy a ser rey! ¿Recuerdas todas las veces que nos sentamos aquí a discutir todo lo que podría hacer cuando fuera rey? Voy a poder ordenar que te dejen salir de aquí…"

Afuera, el sol empezaba a ponerse.

"­Me da miedo… allá."

"­No hay nada que temer, yo voy a cuidarte."

♚ II. La Reina

Esta historia nos va a durar más de dos noches y si eres paciente te la contaré mejor de lo que haya contado ninguna otra… aunque de pronto suene a una historia fea, ten fe y calma, te prometo que será bonita al final.

Deja que te desate el cabello mientras te la cuento… usaré mi voz más clara y más queda…

En todas las historias hay un antagonista. En esta historia es fácil pensar que quien ocupe este lugar, sea la mujer con la que el enamoradísimo Príncipe estaba destinado a casarse. Naturalmente, amor, pensarás que algo de cierto hay, pero no hay mentira más grande ni maldad más cruel que envestir de odio a quien es apoyo y amor y entre los deditos de sus pies pequeños, en el olor a durazno de su cuello, en las medias lunas blancas de sus uñas, detrás de palmos y palmos de cabello negro rizado por sus mucamas con trenzas y nudos, Minseok guardaba por el príncipe nada más que cariño.

Ese no puede ser un enemigo.

La mañana de la boda, muy, muy temprano, ella había estado allí junto a él cuando sus servidores llamaron a la puerta para levantarlo y empezar el ajetreado día. Se había colado a la habitación del príncipe, con la ayuda de todas las mucamas y habiendo ganado la simpatía de todos los guardias durante los años que había vivido allí, nadie la detuvo ni intentó disuadirla. Con el cabello suelto y en el cuerpo nada más que una bata larga hasta el suelo de brocados de tierras lejanas, había caminado, perfectamente descalza, hasta su cama y se había recostado junto a él a hacer sonidos de pajarito, antes de que el sol saliera.

Ella había llegado cuando tenía dieciocho, la misma edad que el Príncipe Luhan cuando la eligió. Desde entonces, desde que se había pactado una fecha para su boda, su familia la había dejado bajo el cuidado de los Reyes del Este. Tras el fallecimiento de los padres del príncipe, el pacto seguía en pie y el Concejo Real no tenía poder para deshacerlo, ni el príncipe quería. Hasta que el Príncipe gobernara, no se podía tomar una decisión sobre ella y para que eso sucediera, tenía que desposarla. Minseok tenía cuatro años viviendo en el Palacio cuando el día de la Boda Real llegó.

Durante las dos horas que tuvieron para ellos solos antes de que el gran espectáculo comenzara, al que habían acudido reyes y reinas, príncipes y princesas, de todas partes del mundo, hospedados en el Palacio, pero en otras alas, retozaron juntos en la cama hablando sobre algunos nobles conocidos, haciendo chistes y juegos de manos. No había ninguna presión por esa boda, ni siquiera prisa. Ninguno de los dos veía ningún peligro en casarse ni en lo que ello podría desencadenar en el Continente, porque así de nulas eran las amenazas, además del disgusto de algunas otras princesas con ganas de ser reinas, que nunca faltaron y que Minseok fue siempre muy hábil en disuadir. Cuando fueron a llamar al futuro monarca, ella estaba sonriente entre sus brazos mirando hacia la puerta y aunque quien fingió sorpresa intentó reprenderla, ella se rió y salió corriendo del lecho que pronto no sería de ninguno de los dos.

El príncipe, desde la muerte de sus padres, no había vuelto nunca a la Alcoba Real y esa noche, por primera vez en años, alguien dormiría sobre la enorme cama. Por preservar el ánimo del príncipe, todo en la alcoba era nuevo y habían guardado las pertenencias de sus padres en el Castillo Interior. Sehun incluso usaba algunas de estas cosas, por ejemplo, prendas del difunto Rey que a Luhan le habían quedado siempre demasiado grandes o el gran espejo de oro blanco de la Reina en un extremo del estudio que era su hogar. A Luhan esto nunca le había parecido una molestia, pues sabía que Sehun haría buen uso de esas cosas y entonces él tendría tiempo para acostumbrarse a ellas de nuevo, bañadas de otra vida y recuerdos más amables que el fantasma perenne de que algún día tuvo padres.

Hasta entonces, el plan había funcionado con todo éxito. Tenía, el heredero, por el principito desterrado un amor infinito.

¿Hacía esto más pequeño su amor por Minseok? El Príncipe quería pensar que no, porque su amor por ella era uno grande y mientras lo preparaban para la ceremonia, se lamentaba y al mismo tiempo agradecía, que el joven que había sido su amigo toda su vida, no pudiera estar allí. Se lamentaba con suspiros en compañía y a viva voz en cuanto lo dejaban sólo un momento, pero era consciente de lo difícil que hubiera sido que asistiera, para todos.

Ah, pero escucha, escucha. Esto es importante decirlo y si no te lo cuento ahora tal vez olvide por completo decírtelo después. ¿Al Príncipe de Oh le molestaba que el Príncipe del Este tuviera una prometida? Por muchas veces que Luhan se lo preguntó, la respuesta siempre fue 'tú tienes una vida allá que yo no puedo tener' y cada vez, Luhan entendió lo que eso quería decir, lo muy importante que era no perderlo de vista.

El príncipe estaba bien sumido en sus cavilaciones cuando su mozo de compañía, un hombre menudo pero bien parecido y a ratos violento mas nunca con malicia, lo fue a llamar.

"Príncipe,"­ lo llamó y el príncipe sintió extrañeza, porque nunca lo llamaba así, solamente Luhan, pero en seguida lo tranquilizó.­ "Luhan. La ceremonia."

"¿Ya?­" contestó preguntando el príncipe con voz de grillito asustado. ­

"Sí, ya es el ocaso."

Sólo entonces el príncipe miró por una de sus ventanas y vio que en verdad, el cielo estaba por perder sus luces y supo que en cuanto saliera por esas puertas estaría envuelto en un montón de rituales innecesarios. Los cientos de nobles que habían acudido a dar fe no eran más que una farsa que había viajado horas, tal vez días, sólo por decir que estuvieron allí. Los concejales, las consortes del viejo Rey, todos estaban de pie en sus atuendos más elegantes, todos con las narices alzadas para ver todos los detalles posibles. Toda la congregación era una tortura para el príncipe que hubiera preferido no casarse nunca con ella si hubiera podido evitar esa ceremonia.

Pero era una labor que como monarca tenía que afrontar. Sabía de buena fe que Minseok tampoco era especialmente feliz con el protocolo. Le dijo, con su voz y en sus labios dulces, que ellos eran marido y mujer desde hacía mucho tiempo, que más de cuatro años atrás se habían unido y ningún cuerpo político validaba más su unión que ellos mismos. El Príncipe creía en esto y pese a ello, de su mano se encontró cuando hubo cruzado el Salón del Trono, a la mirada expectante de todo noble que era alguien en el Continente, justo al pie del Trono mismo.

Deseó, quizá, que su padre estuviera allí para casarlo y con los ojos cerrados, lamentó la muerte de sus padres una vez más y quizás, por última vez con pena en el corazón.

A su lado, con manos tibias como cada vez que acariciaban su rostro, la izquierda sobre su muñeca derecha, estaba de pie, adornada en cada valle y cada monte, Minseok en un vestido rojo como las rosas, brocado de hilos dorados, con joyas, cadenas y pendientes colgando de su frente, sus orejas y sus muñecas, con piedrecillas brillantes en el cuello y los dedos. Llevaba, pues, la futura reina, el más fino y más tradicional atuendo de su tierra, del Oeste caluroso y exótico.

La música que los había acompañado hasta el concejal mayor, quien fuera el destinado a casarlos, las célebres notas de alientos metálicos, cesó cuando estuvieron ambos de pie bajo la mirada de la corte y sólo entonces Minseok giró su mirada hacia él y le sonrió.

Debes saber, amor mío, que en este Reino del Hombre, no existen los dioses. Los dioses nunca acompañaron al humano por su camino desde las aguas hasta los montes. Nunca dejaron los humanos puros que su razón nublase lo divino ni lo inexplicable. Todos los hombres del Reino del Este y de sus reinos avasallados, eran criados con la conciencia de que el hombre es el dueño de la tierra y sólo los más puros gozan de la sabiduría y el instinto de sus ancestros. La espiritualidad, en ese mundo lejano, existe, pero el culto a nada, ni nadie.

El Concejal, que era duro y pequeño como un guijarro, viejo y blanco como piedra, dijo nada. Anunció con voz solemne que estaban todos a punto de presenciar la unión de los hijos puros de reinos hermanos y ahogado en los aplausos de nobles en afán de congraciarse, presentó al Rey del Oeste. Un hombre de baja estatura pero de musculatura evidente, blanquísimo de piel y de cejas pobladas, ojos pequeños y manos diminutas. Iba tan sólo un poco menos adornado que su hija, de pulcro negro y brillante oro amarillo.

El Príncipe lo había visto sólo tres veces en su vida. Había estado allí para presentar a su única hija y para celebrar que Luhan la eligiera, con una gran y brillante sonrisa como la de ella. Había estado allí para darle el pésame por la muerte de sus padres y se había marchado, dejando a su hija sola y volviendo sólo para casarla, muchas, muchas lunas después.

El Rey del Oeste, que había enviudado cuando su esposa y su hija eran ambas aún muy jóvenes, nunca tomó segundas nupcias y era bien conocido por ser un monarca recto y responsable, pero benévolo y pacífico. Era un hombre muy agradable de conocer... y el príncipe, que tanto había vivido la vida adulta entre intrigas y presiones, agradecía siempre a quien encontrara simpleza en el amor al prójimo.

El hombre se mantuvo en silencio hasta que cada hombre, mujer y niño se hubieron callado. A su lado, el más viejo de los concejales le cedió la palabra.

Oh, con qué belleza habló aquél Rey.

Con la amabilidad tintándole la boca, agradeció a todos los presentes el estar allí para celebrar y hacer valer la unión de su querida hija y el más jovial y gentil príncipe que jamás hubiera conocido. Cada una de sus palabras era como un velo de la más fina seda sobre ellos y a cada palabra, Minseok se acercaba más a él hasta que sus costados estuvieron juntos y ella y él tuvieron las manos entrelazadas unas con otras, sonriendose tan cerca, tan grande, que, el Príncipe tuvo la fortuna de verlo, incluso sus concejales sonreían.

La llamó su jazmín, la llamó su diamante, la llamó la mujer más valiosa del mundo y el príncipe, que sabía que en verdad lo era, sonrió al que sería su padre, el abuelo de los descendientes del Primer Hombre. Lo llamó a él un siervo de su pueblo, joven amable y bondadoso, juró sobre la palabra propia y de su hija, que era un hombre digno de portar la Corona del Este y aún mejor, de desposar a su hija.

Cuando el concejal se acercó con el lazo real en mano, el lazo con el que se había casado su padre y su abuelo, el hombre antes de él y tantos antes, el Rey besó a los novios en las mejillas y dio un paso atrás. Entonces el viejo hombre, les dio un golpecito a cada uno en las manos sobrantes y ellos, riendo, las quitaron de su atillo de dedos, dejando solo la mano derecha del príncipe, extendida la palma al suelo y la mano izquierda de la princesa, sobre el dorso de la de él.

Les colocaron el lazo rojo sobre las muñecas, y pusieron sus propias manos derechas sobre este. El concejal entonces habló con voz fuerte, clara y recia:

"En el nombre de la Corona, por el poder que concede la sangre a los Hombres Puros, son desde ahora y hasta que la muerte separe sus destinos, Matrimonio Real, herederos al Trono del Este, Príncipes del Sol y de los Bosques Eternos, padre y madre futuros de la línea ilustre de soberanos del Continente y del Reino del Hombre.

Entonces, con esas simples palabras, estuvo hecho. Todos los años que habían estado juntos, todos sus mimos y travesuras, finalmente eran a ojos de todos, no los de un par de muchachos con hojas en el cabello que volvían de un paseo al sepulcro de un jabalí, sonrojados y sonrientes, sino los de un matrimonio. Cuando Minseok se giró a ver a todos los invitados a la Boda Real y alzó victoriosa las manos, gritando "¡Cuatro años!", una carcajada prorrumpió en el salón e inmediatamente, a medio trote, los todavía príncipe y princesa tomados de las manos, invitaron con su corretiza contenta, a todos los nobles a seguirlos a los jardines del palacio, a la bebida, el juego, el banquete y la diversión.

¿Que si fue una linda boda? Fue la más hermosa. Quizás no sea sensato preguntarme a mí, porque yo estuve allí y me deleité de la fiesta. Vi cada una de las sonrisas de los comensales, vi el baile que conforme fue corriendo el vino se volvió más y más animado, vi los juegos pirotécnicos, escuché las canciones que componían los trovadores al vuelo sobre la princesa que bebía ron como un Ser, probé la comida, reí de los chistes, aplaudí los malabares. Quizás quienes tuvieron que organizarla, quienes tuvieron que preparar la comida y servir a los invitados, tengan una impresión menos amable que la mía. ¿Pero yo? Yo la disfruté muchísimo.

La fiesta duró tantísimas horas. Dicen quienes no se marcharon hasta que fue inminente, que todavía cantando y bailando los encontraron los primeros rayos del sol y que brindaron a la salud de los Príncipes del Este, brindaron por su bienestar, por progreso y por hijos puros y sanos que poblaran el castillo.

Los príncipes, tal vez lo hayas leído, cielo, en alguno de los muchos libros que me gustaba regalarte, tenían la obligación de un encamamiento, pero los concejales, que sabían que habían consumado su unión mucho tiempo atrás, decidieron dejarle al príncipe la labor de asegurarse de que el matrimonio estaba consumado y el príncipe, con unas copas de vino en la sangre, con una reverencia prometió a todos sus invitados que si no veía a alguien tomar a la princesa lo haría él mismo.

Minseok le dio una patada tan pronto llegaron a la Alcoba Real, llamandolo tonto y puerco pero riendo, quitándose los velos y cadenas, las miles de joyas que le adornaban el cuerpo y el príncipe intentó detenerla pero siempre fue una mujer de armas tomar y lo hizo sentarse en la cama, a mirarla retirar de uno en uno los adornos, las prendas y los nudos en su cabello.

No era la primera vez que hacían el amor, ni siquiera la tercera, ni la décima, así que naturalmente, fue fabulosa y fue sobretodo especial... Nunca antes el príncipe había derramado su semilla en un vientre fértil y sabía que ella y él, al igual que toda su corte, estaban esperando que comenzaran allí su linaje.

Cuando al fundirse en sus brazos, rendido y extasiado, la Princesa del Este le besó las sienes y susurró: “De esta noche nacerá un niño”, el Príncipe Luhan se sintió el hombre más feliz del mundo. Ni la corona, ni el poder, ni el dinero lo podían hacer más feliz que una futura madre y sus labios dulces de melocotón.
¿Quieres saber qué pasa después o te lo cuento mañana? Quita esa cara de enojo, criatura. El Príncipe del Este es un muchachito valiente y justo. Su madre dio a luz hace diez años y dicen las aguas y los rumores de las ondinas, que lo primero que hizo al abrir los ojos y ver a su madre la Mixta, fue reír.

Igual que tú, milagro mío.

♛ III. El Rey

Deja que te deshaga los ropajes amo, ven a nuestra cama. El sol se escondió hace horas, tienes sueñito en las pestañas pero nuestra historia va empezando… esta vez no será largo, esta parte te gustará.

¿Recuerdas con cariño la luz del día, o te produce algo especial escuchar el mar? Viviendo en la costa, con los pies sumergidos siempre bajo la arena, cuando la sal se te enreda en el cabello, el romper de las olas no es más que un rumor cotidiano, un ruido de fondo sin el que nos sentiríamos perdidos pero que no extrañamos, ni apreciamos. Cómo recuerdo yo la primera vez que vi estas playas blancas, cómo me rugían las tripas, cómo me lloraban los ojos.

El Príncipe Sehun había conocido el sol de muy joven, el pasto verde de los Bosques Eternos, la Bestia, la caza y al corcel del rey, que sería padre más tarde del semental más hermoso del Continente y que pertenecería al Príncipe Luhan. Conoció maravillas y cosas hermosas de muy joven, las armas de tierras extrañas, las historias de druidas del sur, de hechiceros del Oeste. Muy joven, Sehun aprendió el destino de su Casa, los errores de su gente, la amargura de una madre falsa, la dulzura de una nodriza amable.

Muy joven, Sehun conoció el oro blanco, el marfil, el mármol, el titanio y el diamante, conoció la música y la escritura, la danza y la esgrima y por eso, no añoraba ni apreciaba nada de eso. Vivía con esa hermosura todos los días y nada al alcance de su mano, después de dieciocho años fue hermoso. Cuando la Bestia fue por él y pudo sentarse en el lugar que normalmente ocupaba sólo Luhan y sus hombres de compañía y concejales, conoció el miedo.

La vida afuera del bosque, no la conocía, las personas fuera del Castillo Interior, no las conocía. A cada paso mecánico del vehículo todo lo que era su mundo se alejaba y toda la hostilidad del exterior, podía sentirla, sentirse alejándose de su hogar y adentrándose en un campo de batalla. ¡Tendría que haberlo sabido!

El Príncipe esa noche sería un Rey y ni siquiera eso, la única persona que conocía en ese exterior hostil, se mantendría igual. Había tenido que sobrellevar las noticias de una Boda Real a la que no había sido invitado, la noción de que finalmente Luhan tenía una familia y un deber, una vida de la que él no podía ser parte; Había tenido que gritarle al espejo de la reina difunta todo lo que sentía y a menos de una semana, había tenido que ponerse los ropajes nuevos que le había confeccionado el sastre que también había hecho las prendas de Luhan, para asistir al gran día.

Ni el miedo que empezaba a sentir asentarse en su estómago, sin embargo, le fue suficientemente terrible para no recibir con enorme emoción la hermosa visión que tenía tantos años soñando.

Cuando la espesura del bosque se acabó, cuando el último árbol que entorpecía el paisaje fue dejado atrás a cada paso robótico de la bestia de metal, el gran brillo del Palacio, el reflejo potente del sol que daba nobleza a Luhan, la fulgurosa construcción blanca, brillante como el agua, recia como la piedra, esplendorosa como su próximo monarca y como el marfil, le llenaron al joven Sehun los ojos de lágrimas.

La última vez que había estado allí, había sido la noche de la muerte de los reyes, finalmente había podido recordarlo. Un lacayo lo había obligado a subir a un caballo y cabalgar con él hasta el Palacio a la mitad de la noche, para que los ayudara a consolar al príncipe que estaba encerrado en una alcoba pequeña, reservada para visitantes y amenazaba con matar a cualquiera que intentara entrar, espada en mano. Adentro, le dijo ese hombre antes de que pudieran llegar, estaba encerrado con Minseok y todos temían que fuera a hacerle daño a su princesa… él nunca la vio, pues ella había ido a las cocinas a prepararle algo de comer con las sirvientas del Palacio cuando los sirvientes empujaron a Sehun hasta la puerta y lo hicieron llamar hasta que Luhan abrió por sí mismo y lo jaló dentro por la camisa.

Esa noche no había visto brillo ni vida, no había resplandor, algarabía. Esa noche había visto quietud y pesar, los rostros ensombrecidos de cada sirviente, de cada concejal y había visto también el dolor más profundo enraizado en los ojos de Luhan. Con los años, se había propuesto evitar ver esa tristeza en los ojos de Luhan por cuanto tiempo se le permitiera vivir y si el Palacio era reflejo de algo, si el Palacio encendido de luz de día, adornado con flores, atestado de gente, era alguna señal, había funcionado.

Hacía muchísimos años que el reino no había recibido a tantas personas, tantos nobles queriendo compartir alegrías. Había cundido un luto de años, un luto que ya nadie sentía en realidad porque Sehun sabía, porque Luhan nunca le había negado la historia de su pueblo y otros pueblos mágicos, los Reyes del Este se habían ganado el desprecio de la mayoría de las poblaciones nativas del Continente.

Pero allí estaba Sehun, bajando de la Bestia como si él mismo fuera un príncipe, físicamente diferente pero menos ajeno que ninguno a esa celebración, como si se tratase realmente de su hermano. Nadie en el mundo entero conocía a Luhan como él y nadie en el mundo entero esperaba con más ansia ese día, el día en el que dejaría de ser un principito sin poder, un muchacho ignorado por el Concejo y empezaría a ser el más poderoso y más respetado monarca de toda esa tierra.

El Oeste, avasallado por las nupcias que él no pudo celebrar, se inclinaría aún más ante él. El Sur le rogaría apadrinaje para sus luchas con los salvajes del centro, el Norte volvería a hacer tratos con él que nunca quisieron hacer con el Concejo. El principito ese día empezaría a ser un Rey en sumo mandato.

La escuadra real, bajo la mirada curiosa de algunos que la habían visto antes escoltar al príncipe, lo llevó hasta dentro del castillo, con el cabello blanco y las orejas largas cubiertas, por no levantar sospechas ni demasiada atención, vestido como si fuera un miembro del Concejo. Su ropa estaba lista en una habitación cercana a los espacios personales del Rey y hasta allí lo llevaron sin dejarlo hacer la menor pausa.

El cuarto en el que tenía que alistarse para la ceremonia, que comenzaría en menos de una hora, era casi igual al único que había visto cuatro años atrás… y pensando en lo muy difícil que había sido ese día para el príncipe y lo muy lejos que había llegado a pesar de todo, se colocó una a una las prendas con cuidado, prendas elegantes, hechas para él por primera vez.

Se mantuvo escondido entre los miembros del Concejo, que no le regalaron ni una palabra, ni una sonrisa, porque Sehun era un capricho del príncipe y muchos de ellos, él lo sabía, habían estado a favor de matarlo cuando los reyes murieron, pero Luhan amenazó con matarse también si se atrevían.

Eventualmente, el Salón del Trono estuvo tan lleno que Sehun sintió miedo una vez más. Tantas personas desconocidas, tantas amenazas… el príncipe no aparecía aún pero la posibilidad de que alguien intentara matarlo simplemente por ser hijo de quien era, no era siquiera remota, mucho menos inimaginable. Dentro de esos muros adornados de oro y hueso, podía estarse escondiendo quien les diera muerte a los dos y él no tenía modo de evitarlo si iba a suceder.

Verás, amor. Nuestro prisionero sabía lo que le había sucedido a las criaturas mágicas como él, sabía que el reino de los hombres las había cazado y empujado a ciertas zonas del Continente, que las tribus mágicas eran nómadas y dejaron de poder mudar sus pueblos, dejaron de poder practicar sus magias, de alabar a sus dioses. El reino del hombre los confinó al espacio que tuvo a bien darles y cada vez que un pueblo mágico se rebeló, el hombre lo reprimió con más fuerza hasta que todos huyeron al sur, a las Islas Australes, o se mezclaron con los hombres y se unieron a la civilización humana.

Si alguien en esa sala quería matar al príncipe porque los reyes habían tirado sus templos y prohibido sus lenguas, no le faltaría razón.

En todo el tiempo que estuvo allí de pie escondido, bien cerca del estrado del Rey, no dijo una sola palabra y los hombres viejos a su alrededor, no tuvieron tampoco una para él.

Encima del trono de piedra labrada, estaba empotrado el Ciervo de marfil… el animal estandarte del Este, con sus largas astas haciendo retruécanos, como abrazando el trono, tallado con imagenes de tierras prósperas e incrustadas de piedrecillas brillantes, idénticas a las de la corona, fundida en oro blanco, el color de Rey, gruesa pero finamente labrada, con las astas del Ciervo talladas en marfil en el aro, brillante como la luz del sol y sobriamente colocada sobre una columna tapizada de los mismos azules del cielo.

Finalmente, fanfarrias anunciaron la llegada del príncipe y todos estuvieron en pie para recibirlos a él y a la futura reina.

Sehun recuerda bien ese momento. Por algún tiempo no pudo sacarlo de su mente. Iban juntos del brazo y Luhan brillaba como no había brillado en años, como cuando en la cuadras todavía lo llamaban solecito, como cuando era un niño, pero mucho más orgulloso, mucho más sereno.

El Príncipe en realidad, mientras la gente iba poniéndose de pie para que él y su princesa pasaran hasta el estrado, donde lo esperaba el más viejo concejal, no vio a Sehun. No sabía dónde estaría porque nadie había querido decírselo, sólo le habían asegurado que estaría allí, como había pedido. Había sido su única petición, la única condición que había puesto en favor de ceder el resto de las consideraciones al Concejo… pero cuando estuvo allí, cuando él y Minseok hubieron estado de espaldas a los cientos de nobles y poderosos del Continente, lo vio entre hombres de cabellos blancos, camuflado como un viejo, como un concejal y no pudo evitar sonreírle.

El salón se sumió en perfecto silencio.

Todos tenían la mirada fija en el principito, vestido de sedas color marfil y con hilos de oro blanco bordados, con un sol brillante brocado en el peto que se extendía por todo su pecho, brillando a la luz de las cúpulas del Salón del Trono. Llevaba el cabello rubio y corto peinado hacia atrás y aunque se le veía visiblemente nervioso, también le llenaba el rostro una alegría que hacía mucho no veía nadie en sus mejillas. Sehun reconocía esa alegría y en sepulcral silencio, la compartió, dejó que le dominara el rostro también... y el Príncipe pudo verlo; La simple imagen de su sonrisa le invadió el corazón de alegría y de satisfacción.

El más viejo de los concejales, que había prestado su labor a ya dos reyes, el mismo que lo había casado, se presentó frente a Luhan e hizo para el príncipe una leve reverencia.

Después de cuatro años, dijo, el reino volvía a tener en el trono al Real Heredero, el destino del Este volvía a quedar en manos de alguien con la sangre pura, volvían a estar en manos del primer y único hijo del anterior Hijo del Primer Hombre y estaba en curso el linaje más limpio y antiguo de su raza.

Era pues una ocasión de júbilo para todos, una ocasión para ponerse al mandato de un nuevo Rey que auguraba bienestar para el hombre, la prosperidad del mercado, el poderío militar y el conocimiento. Alabó por varios minutos al príncipe, y él, que siempre había sido tímido, no pudo hacer más que observarlo con las mejillas enrojecidas de vergüenza y una sonrisa controlada en los labios. A su lado, la princesa no se veía tan contenta, Sehun se dió cuenta.

Al cabo de unos minutos, el concejal invitó a los presentes a ponerse de pie y ambos príncipe y princesa se pusieron de rodillas en una pronunciada reverencia. En ningún otro momento sus majestades se inclinarían ante nadie, excepto ese, el momento que simbolizaba su servicio al pueblo, obligados a la humildad de posarse de rodillas ante cientos. Un Rey, a pesar de su linaje, no es nadie sin un reino que reinar.

El concejal alcanzó de las manos de uno un poco más joven una corona pequeña, en una base más alejada de donde la corona real descansaba, imponente y opulenta. Era un anillo de oro amarillo, el color de la Reina, de un tejido sobrio pero intricado, incrustado de marfil y se acercó a ella. Minseok no levantó la vista.

Al colocarle la corona a la mujer, clamó:

"Minseok, hija de Ming, en el nombre de la Corona, por el poder que concede la sangre a los Hombres Puros, te nombro desde ahora y hasta el día de tu muerte, la Reina legítima del Este y Madre de los Primeros Hombres."

Ella entonces se puso de pie, con el garbo que la caracterizó siempre, recta de postura y con la nariz en alto. De pie a un lado de Luhan aún arrodillado, esperó quieta a que el concejal, hombre viejo de larga barba rala y paso lento, fuera por la corona del Rey y la espada más antigua de aquellas tierras.

Una vez que estuvo de pie frente al muchacho en el suelo, levantó en alto la corona y proclamó:

"Lu Han, hijo de Lu Shao, en el nombre de la Corona, por el poder que concede la sangre a los Hombres Puros, te nombro desde ahora y hasta el día de tu muerte, Rey legítimo del Este, de la Tierra del Sol y de los Bosques Eternos, Padre de los Primeros Hombres, Sumo Soberano de las Islas de Levante y Amo y Señor de todas las Razas."

Tan pronto la corona descansó en el cabello de Luhan, todos, incluso Minseok, incluso el concejal, Sehun, se pusieron de rodillas. Ese era el momento más importante de la coronación, cuando todos los nobles, aliados, civiles y servidores presentaban respeto al nuevo monarca y este se erguía de pie hacia su mandato.

La posición de sumisión del pueblo exigía que se mantuvieran los ojos en el suelo de piedra pero el joven amante del Rey alzó la vista y encontrando a otros varios rompiendo las reglas, vio a su amigo y hermano, nervioso pero serio dar un paso al frente.

Desde el suelo el viejo maese le entregó con ambas manos extendidas, una espada blanca y brillante, tan larga como el cuerpo del Rey, esbelta y ligera.

"Te entrego" dijo el viejo arrodillado, "la Espada del Sol, blandida antes por tu padre y por su padre antes de él, forjada por los primeros de tu linaje y que heredarás al que sea tu hijo y rey futuro de estas tierras venideras. Sea tu reinado uno largo, abundante y justo.

Con una mano titubeante, el Rey empuñó la espada y se giró hacia sus nobles hermanos, hacia sus súbditos y la alzó hacia la cúpula del recinto, hasta que los rayos de sol que surcaban el aire tocaron la punta. Su brillo fue tan cegador, tan majestuoso como el sol al nacer, que los presentes prorrumpieron en vítores y aplausos para el joven Rey y a partir de esa noche, lo empezaron a llamar el “Sol Nuevo".

Como era costumbre, él y la Reina partieron luego a saludar al pueblo, pero los concejales prohibieron a los guardias del palacio dejar a Sehun salir al exterior, le prohibieron terminantemente aparecer públicamente cerca del príncipe y lo hicieron esperar en las cocinas con el resto de los servidores, a que el banquete empezara.

Al igual que la boda, el banquete de coronación estuvo lleno de comida, bebida y entretenimiento deliciosos. No puede pedirse menos de el reino más poderoso del Continente, ¿no es verdad? Aún cuando duró bastantes menos horas, fue un comidón para miles de invitados. Por ahí hay quienes dicen que en total se sirvieron dieciséis mil estofados de cordero, hay otros que dicen que fueron sólo mil quinientos.

El recién coronado rey tenía por algunas horas la obligación de saludar a todos los nobles, aceptar todos sus favores y regalos, elogiar a sus reinas y princesas, entre otras muchas costumbres sociales, pero no de saber cuántos estofados de cordero se servirían ¡y tampoco le importaba! puesto que, una vez que estuvieron servidos, su trabajo se acababa y podía comenzar a divertirse en su propia celebración.

Eligió, el joven rey, irse a meter a las cocinas y buscar entre los miles de estofados, cientos de tartas y docenas de pavos, a quien había estado buscando desde que había sentido la fría espada en la palma de la mano y se había sentido, con todos a sus pies, como un Rey finalmente, con el poder para decidir y hacer todo lo que siempre creyó correcto y nunca pudo. Lo encontró adornando las tartas individuales junto a una cocinera que al ver al rey gritó:

"¡Su majestad!" y se tiró al suelo.

"¿Qué haces?" preguntó Luhan, empuñadura en mano y corona rozándole las orejas.

"Estoy adornando tartas, su majestad." le contestó Sehun aún con la cabeza cubierta, sin despegar la vista de su trabajo, pero con una sonrisa amable.

El Rey, encontrando al muchacho adorable, cogió una de las tartas que había estado adornando Sehun, bastante más feas que las de la cocinera que se había marchado de allí a hablar con alguna otra de lo que recién había visto, y le hincó diente. Eran muy sabrosas, pero fue la única que probó.

"¿Qué te parece si lo dejas y me sigues a otra parte? Tengo algo que quiero mostrarte."

El muchacho dejó lo que hacía inmediatamente porque conocía ese brillo de travesura en los ojos del Rey, lo había visto muchas veces cuando mientras niños, se escaparon de sus nanas y se zambulleron hasta la nariz en los tesoros del reino, prohibidos para casi cualquiera, lo había visto cuando salieron sin permiso del Castillo Interior hasta los Bosques a cazar, cuando enseñó a Sehun a disparar una flecha y lo había visto justo antes de que, cuando él tenía doce años y Luhan dieciséis, le besara los labios y le dijera que siempre lo amaría.

Significaba cosas buenas, así que tomó su mano libre de espada y dejó que entre las miradas curiosas de algunas sirvientas, lo llevara a un corredor detrás de las cocinas y luego más lejos, más allá de todas las luces. Cuando el ruido se había extinguido y la fiesta quedaba bien lejos, Luhan empujó un espacio en medio de un largo muro de madera y éste se movió dando paso a un camino interno que, por dentro llevaba a otros muchos caminos.

"Este," le contó señalando una de las veredas ocultas "es la Alcoba Real, no te la recomiendo. Este es el que era mi cuarto" le dijo, "y este, va a ser tu cuarto de ahora en más... eres mi nuevo príncipe."

¡Sehun no podía creerlo, se dio un tope con el pasadizo demasiado bajo para él, por su sorpresa! Luhan estaba sonriendo, podía verlo aunque las luces del fuego que alumbraban los angostos pasillos de piedra la ocultaran pues era la sonrisa más brillante del mundo... y en la oscuridad tenía luz propia: Le estaba diciendo que tenía una alcoba en el Palacio, en la Ciudad Imperial, que podía salir del Castillo Interior, quizás no volver nunca.

Intentó preguntarle pero ambos estaban tan contentos que su conversación en el túnel fueron besos, risas y palabras de amor. Al llegar al cuarto, igual al que Sehun recordaba haber entrado aquella noche terrible, se quitaron la ropa mutuamente, con tantísimo problema porque uno no sabía cómo funcionaba la ropa del otro y el otro solía tener a alguien que le hiciera y deshiciera los ropajes. Esos tan complicados y ceremoniosos llevaban el doble de ingenio y tiempo desmontar.

Se serenaron entre besos tiernos y con esa misma ternura, Sehun le quitó la corona al rey y la dejó a un lado de ellos en la cama. El rey lentamente se deshizo uno a uno los ropajes, se quitó la espada de la cintura, se sacaron las botas idénticas y cada prenda hasta que ambos en calzoncillos, como cuando niños jugaban con agua en verano, abrieron la cama y se cobijaron hasta los hombros de la fría noche primaveral.

El roce de sus pieles pudo haber sido suficiente, quizás las caricias de sus manos y piernas, pero la felicidad era mucha y mayor era el amor. El muchacho más joven hizo una pregunta en suspiros, obtuvo un sí y poseyó al rey con bondad y cuidado, como había hecho antes quizás sólo una vez. Se dejó derretir con sus caricias, disfrutando de la dulzura de su olor y del brillo magnífico de sus ojos relucientes de luna. Acarició cada uno de sus huecos, cada uno de sus escondites y besó su frente, su pecho, sus rodillas y su boca con la calma del eterno. Encontró, Rey o no, la misma piel suave que había conocido siempre, los mismos huesos débiles, los mismos suspiros enamorados que había bebido cada vez que sus pieles se tocaron así, cada vez que sus cuerpos se unieron como sólo pueden hacerlo los de aquellos que se quieren.

Esa noche hicieron el amor por primera vez fuera del Castillo Interior y hay que saber, para poder tal vez entender su emoción, el nervio en su risa y el golpeteo de sus corazones, que Sehun nunca antes había estado invitado por Luhan al Palacio, que Luhan nunca antes había sido rey y que ambos nunca antes se habían unido en los territorios de un régimen del que Sehun era un prisionero. Por primera vez en toda su vida, el joven sentía que era una persona y no una más de las reliquias en el gran castillo.

No fue, eso sí puedo asegurarte, el más hermoso de sus momentos, porque aún había junto a ellos una corona y en los túneles había uno prohibido hacia la Alcoba Real, porque Sehun sólo podía descubrir su blanca cabeza y afiladas orejas frente a Luhan y en unos días ese capricho se volvería un lujo; Mas gozaron esa noche en el calor de otro cuerpo y el capullo de un amor enorme, de un espejismo de libertad que ninguno había visto antes.

"¿Qué tal te fue allá afuera?" le preguntó al rey el muchacho en la madrugada negra y callada, sentado en la cama, desnudo y quieto mientras Luhan le trenzaba el cabello liso. "No me dejaron ir, me escondieron."

El monarca besó su hombro y murmuró: "Lo siento, veré que no lo vuelvan a hacer, no quiero que te digan a dónde puedes ir y a dónde no... Fue emocionante, fue perfecto. Seré un excelente rey."

"Ya lo eres para mí."

¿Te cuento un secreto, vida? Durante el discurso que Sehun no escuchó, el Rey no le dijo a su reino nada importante. Les dijo lo que dicen todos los reyes y el pueblo le gritó las cosas que se les gritan a todos los reyes. "Larga vida" y "muerte", por igual. Pero los Reyes felices no tienen oídos para quienes les piden muerte al sentarse al trono porque creen que los errores del antecesor no son los del sucesor, porque creen que con un nuevo rostro pueden cambiar las cosas que se han ido haciendo mal desde el inicio de los días, creen que en verdad el Trono les da poder y que en verdad lo que se ve a la luz del día es la verdad.

Los reyes jóvenes no conocen lo que los viejos reyes fueron capaces de ver y culpables de hacer durante sus últimos días y Luhan no lo supo hasta que fue muy tarde, pero durante la fiesta de su coronación, decapitaron a más de cuarenta rebeldes, de los cuales sólo ocho le habían deseado muerte y todos, absolutamente todos, eran mágicos. Entre los ejecutados había habido una vieja, dos niños y siete mujeres.

-No quiero que te pongas triste, termina la historia aquí...-

-No puedo, alma mía, sabes bien que no puedo.-

-Entonces sigamos mañana.-

-Gracias... buenas noches. Que tengas hermosos sueños.-

II

pairing: hunhan, pairing: xiuhan, rating: m, *fic, fandom: exo

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