Número: 080/100.
Título: Flores amarillas [1/?].
Fandom: Kuroko no Basuke.
Claim: Kise Ryouta/Kuroko Tetsuya.
Extensión: 3616 palabras.
Advertencias: fem!Kuroko. Universo Alterno. Longfic.
Notas: Para la Tabla Sorpresa de
30vicios 02. A la deriva.
Flores amarillas.
Capítulo 1.
Pasa sobre mis párpados el cielo fácil
a dejarme los ojos vacíos de ciudad.
Es el primer día de Junio y uno de los últimos de la primavera. El aire huele a hierba húmeda y a flores conforme el tren se adentra en el campo y deja atrás la ciudad. El cielo es inmenso y está salpicado de nubes, con formas tan fantásticas que parecen de ensueño. Kise tiene su vista fija en él, sorprendido por la manera en que los rayos del sol tocan las cosas en apenas una caricia del verano. A Kise le gusta viajar, le gusta esa sensación de ser guíado y ver las cosas pasar por su lado sin que él tenga alguna injerencia sobre ellas: casas, vidas, personas, siempre cambiantes bajo un cielo impertérrito.
¿Son las nubes que vemos ahora recicladas del pasado? ¿Las vieron los hombres y mujeres de dos siglos atrás? ¿A dónde van y de dónde vienen? Kise se lo pregunta mientras descansa la cara sobre el cristal. Por supuesto, todo esto tiene una explicación científica, sobre el ciclo del agua y demás, pero Kise nunca se ha preocupado por la ciencia en primer lugar y tampoco quiere pensarlo demasiado. Ha emprendido este viaje con dicho propósito: no pensar. Porque en Odawara, eso es lo que hacen todos a su alrededor. Pensar sobre su futuro, pensar sobre lo que será de su vida ahora que ha decidido no estudiar la universidad; pensar y preocuparse, como si no tuvieran fe en él ni en sus decisiones.
-No puedo confiar en un hijo que huye, Ryouta -Kise recuerda la voz de su padre el día en que anunció su partida y aunque no esperaba nada diferente de un reproche, las palabras del hombre que solía festejar sus triunfos con un fuerte abrazo consiguen que se plantee lo ideal de su decisión por un segundo. Duele y el Kise que observa por la ventana, alejándose de todo eso, no puede evitar reprimir una sonrisa ante el recuerdo.
-No estoy huyendo, sólo necesito un tiempo para pensar -había dicho él, de la manera más tranquila posible, aunque sus pies temblaban sobre la alfombra de la sala de estar, donde debido a la discusión, se había olvidado momentáneamente el partido de basketball que veían segundos atrás, antes de que Kise hiciera su anuncio.
-¿Crees que es tan fácil irse, Ryouta? ¿Sin estudios? ¿Sin un trabajo? -esta vez fue su madre la que intercedió, con los brazos en jarras y ni rastro de lágrimas en los ojos, que lo observaban con profunda decepción. Su madre es abogada y Kise sabe lo que significa para ella el que su hijo, el carismático y brillante Kise Ryouta, adorado por profesores y alumnos por igual, no vaya a hacer nada de su vida. Quizá incluso hasta se imagina que terminará como mesero en un restaurante de comida rápida y eso, si bien le va.
-No lo creo, mamá. Lo sé. ¿Crees que no lo he pensado? ¿Que no sé lo que estoy haciendo? -en ese punto de la discusión no sólo sus padres estaban en la habitación, sino también sus hermanas, que habían ido de visita con motivo de la graduación de Ryouta.
-¡Precisamente! -dijo ella, dirigiéndole una mirada que pedía apoyo a sus hijas, ambas profesionistas exitosas-. ¡Acabas de cumplir dieciocho años, Ryouta! ¿Cómo puedes saber lo que quieres?
-¡No lo sé! -había gritado él, por fin agotada toda su paciencia-. Por eso quiero pensarlo.
-¡Esto no tiene sentido! -dijo su madre, dándose la vuelta para salir de la sala de estar, donde todos los miembros de la familia se miraban estupefactos, pero evitaban los ojos de Ryouta, pues de alguna manera compartían la visión básica de la familia, que defendía como su valor máximo los estudios universitarios.
Kise recuerda los rostros de todos ese día, pero también los que tenían esa mañana, cuando Kise bajó de su habitación con maletas en mano y el ticket del tren entre los labios: Lucían decepcionados de que hubiese elegido llevar el asunto hasta sus máximas consecuencias y aunque todos le dieron un abrazo de despedida, nadie quiso acompañarlo hasta la estación.
-Es una locura -había dicho su madre, aferrándose a él y a la vez, despidiéndose del niño que solía ser y que obedecía a todo con una sonrisa en los labios. Kise odiaba verla así, pero no pensó ni un segundo en ceder, pese a la infinita tristeza que veía en sus ojos, dorados como los suyos.
-Estaré bien -empezó a decir, cuando ambos tiempos se fundieron y en un parpadeo, Kise se encontró nuevamente en el tren, donde había estado dormitando segundos atrás. Sin embargo, ya no está solo, aunque no es su madre a quien ve del otro lado del compartimento, un pequeño vagón como esos tan famosos del expreso de Hogwarts, con dos asientos y rejillas para el equipaje en la parte superior. Es un hombre y le parece familiar.
-Lo siento, ¿te desperté? -pregunta el hombre, cuyo cabello pelirrojo y ojos a juego contrastan con el uniforme del departamento de bomberos que lleva puesto.
-¿Dónde estamos? ¿Ya pasamos Tonosawa? -pregunta Kise, desperezándose y ocultando así el desasosiego que le ha dejado su sueño, en el que ha estado a punto de llorar al recordar con claridad espeluznante las líneas de expresión en el rostro de su madre cuando se separó de ella, su fino cabello que le había rozado la mejilla y sus ojos, implorándole que no se fuera, aunque por razones equivocadas.
-No, acabamos de partir de Hakone-Yumoto, no te preocupes, no te has pasado. Ya te aviso cuando lleguemos, yo también voy para allá -el hombre parece no tener más de veinticuatro años, aunque por su trabajo como bombero ya empieza a tener signos de envejecimiento, sobre todo en las manos quemadas y secas, así como también en el rostro, cuyas líneas de expresión, a diferencia de las de su hermana que debe de tener más o menos la misma edad que este hombre, no desaparecen después de que hace un gesto-. Ah, debes de pensar que me veo muy viejo. Bueno, no lo soy, pero mi trabajo tiene riesgos -el hombre se encoge de hombros y sonríe. A Kise le cae bien inmediatamente, parece franco pero decidido, pero también discreto y confiable. A su hermana mayor quizá le gustaría.
-Lo siento, no era mi intención parecer indiscreto. ¿Pero puedo preguntarte algo más? -cuando el hombre asiente, Kise dice-: ¿Vas de visita a Tonosawa?
-No, vivo ahí.
-¿Entonces trabajas en Hakone?
-Sí -dice el hombre-. En Tonosawa hay un pequeño departamento de bomberos y quiero transferirme ahí lo más pronto posible, pero mientras tanto estoy en Hakone. Es un jodido viaje, pero vale la pena por el sueldo -Kise no sabe qué responder a esta afirmación. Nunca ha trabajado, pues no cuenta la semana que estuvo como mesero cuando tenía dieciséis y se había quedado corto de dinero. Él no tiene experiencia laboral ni sabe lo que es tener que ganarse el pan de cada día, así que en su lugar dice-:
-¡Qué coincidencia! Yo también voy para allá, aunque de visita. Vivo en Odawara, pero vine a visitar a mi abuela. Quizá la conozcas -el paisaje a su alrededor es hermoso, conforme avanzan, los árboles los rodean y un millón de hortensias florecen a su alrededor. Kise piensa que es un buen comienzo. Puede que no sea tan supersticioso como su viejo amigo de la preparatoria, Midorima Shintaro, que cree en el horóscopo como un fanático religioso, pero el haberse encontrado a un habitante del pueblo no puede llamarse más que buena suerte.
-Puede ser -dice el hombre, cuyos pensamientos son similares a los de Kise y al que también se le hace conocido. Ha visto ese cabello rubio y esos ojos dorados, insolentes y divertidos en alguna parte, pero, ¿dónde? ¿Dónde si el chico se ve mucho menor que él, apenas un chiquillo salido de la preparatoria?-. ¿Cómo se llama tu abuela? -pregunta por fin, mientras el tren va deteniendo su marcha en la estación de Tonosawa, en lo alto de una pendiente rodeada de pequeñas montañas.
Kise está a punto de responderle cuando el celular del hombre empieza a sonar. Es una llamada especial por cómo le brillan los ojos y se le encienden las mejillas, pero también por cómo el hombre se levanta y toma sus cosas para marcharse y mantener la conversación en privado. Se ha olvidado completamente de él y cuando Kise por fin se pone de pie para buscarlo, dándole suficiente privacidad como para terminar su llamada sin ningún contratiempo, se da cuenta de que éste ya ha abandonado el tren y sin siquiera haberle dicho su nombre.
Al parecer, ahí acaba su buena suerte.
.
El andén en el que desciende está vacío. El silencio del campo se ciñe sobre él como una manta, invisibilizándolo y no puede estar más feliz por ello, porque en Tokyo solían perseguirlo las chicas y ahora no hay nadie a su alrededor para admirarlo; sólo está él, su silencio y sus maletas, llenas de ropa de verano.
. Kise envía este mensaje cuando se da cuenta de que, por mucho que haya pasado cada verano en casa de su abuela hasta que cumplió los doce años, no se acuerda de la dirección. Ojalá hubiese sido más listo y esperado al lugareño mientras hablaba por teléfono, pero lo hecho, hecho está.
Su abuela le contesta con las coordenadas que debe de ingresar en google maps y que le indican que camine derecho por la calle principal, de gravilla fina y oscura, hacia el final de la misma, donde deberá dar vuelta a la derecha y seguir caminando en línea recta, hasta llegar a las primeras casas residenciales del lugar; la de su abuela es la última, una estructura de dos pisos de color arándano, con un porche blanco que saluda al de sus vecinos de enfrente, cuya casa azul cielo está plantada en medio de un mar de flores amarillas.
Kise se da cuenta de que ha sido buena idea huir de Tokyo cuando se percata del silencio a su alrededor y de las calles vacías, casi fantasmales que lo preceden. No hay ni un alma a la vista para comentar lo guapo que se ve, ni mucho menos para criticar que esté malgastando su potencial. Sólo hay un montón de casas viejas, alineadas como centinelas a ambos lados de la calle con patios de pequeños jardínes llenos de flores y frutos y ropa colgada en lazos que se mueve al compás del viento.
Es un buen lugar para pensar. O quizá para olvidar cómo pensar, cosa que decide empezar a hacer nada más toca el timbre, que deja escapar un suspiro musical a los primeros aires del verano.
-¡Ryouta, qué gusto verte! -a estas ventajas se le suma la voz de su abuela nada más lo ve y sus brazos alrededor de él, aunque lejos quedan los días en que tenía que alzar el rostro para mirarla. Ahora es a la inversa.
-Hola abuela, gracias por recibirme -dice él, cuando su abuela se cansa de abrazarlo y se hace a un lado para dejarlo entrar a la casa, que huele a té y galletas, como siempre desde que tiene memoria.
-No es nada, no es nada -dice ella y hace un gesto con la mano para hacer a un lado el asunto. Kise la sigue hacia la sala de estar con sus dos maletas en mano y sus memorias de la niñez se sobreponen a la realidad conforme va posando sus ojos en cada elemento del edificio, desde el empapelado azul con diminutas margaritas hasta los cuadros en las paredes, que muestran las playas de Japón como ella alguna vez las conoció y las pintó-. Pero dime, ¿a qué se debe tu visita tan de repente? No es que no me alegre de tenerte aquí, claro que me alegro, ¿hace cuánto que no visitas a tu pobre abuela? Pero aun así es un poco inesperado.
La mujer le ofrece un asiento con un movimiento de la mano, dándole tiempo para responder, aunque Kise sabe perfectamente que su madre la ha puesto al corriente de la situación y que sólo está tanteando el terreno, quizá para tratar de convencerlo de que vuelva lo más pronto posible y se busque al menos un trabajo.
-Bueno... Me apetecían unas vacaciones y hace mucho que no te veía. ¿Te molesta? -lo peor sería llegar a escuchar un reproche de ella, pero sabe que desde el momento en el que decidió no seguir los pasos de sus hermanas y empezar una carrera universitaria, está expuesto a ese tipo de reproches, así como a problemas financieros, personales y de vivienda.
-¡No seas tonto! ¿Por qué habría de molestarme? -dice ella, que ha leído sus pensamientos con una facilidad escalofriante-. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras, Ryouta. Sólo no preocupes a tus padres, ¿de acuerdo? Pero bueno, que estés aquí algún tiempo no te hará ningún daño. Y nunca está de más tener a un hombre en la casa.
-Gracias, abuela -dice Kise, cuando se da cuenta de que la mujer está tratando de distraerlo de los recuerdos dolorosos de su despedida con sus padres-. Ya sabes que puedes pedirme lo que quieras, que para eso estoy. Si vine aquí, al menos puedo ayudarte con lo que necesites.
-Qué buen chico eres, Ryouta y aparte has crecido para ser un hombre muy guapo. ¿Tienes novia? -la mujer se sienta frente a él y en su sonrisa quedan patentes algunos rasgos que su madre ha heredado. Sobre todo lo observa en la forma de los ojos, rasgados ligeramente en las comisuras y con unas pestañas largas, que se extienden hacia afuera en una curiosa curva. Cuando su madre era joven la hicieron irresistible y ahora que él las ha heredado, el efecto es enloquecedor.
-No tengo, abuela -dice, sin ganas de explicar la serie de relaciones tormentosas que ha tenido a lo largo de los años desde que comenzó la secundaria. Han sido muchas y de todo tipo, pero no sabe cuántas pueden llamarse auténticas en realidad, sólo sabe que por el momento está solo y eso está bien para él, que no sabe ni siquiera dónde dormirá el próximo año.
-Qué lástima, pero... ¡Ah! ¿Te acuerdas de Satsuki? ¿La hija de los Momoi? ¡Ella también es una chica muy linda! Deberías de ir a verla, está en casa por vacaciones.
-Quizá no debería... Tengo que desempacar mis cosas.
-¡Tonterías! ¡Puedes hacerlo después! Ve a verla, vive en la primera casa de la calle. Sí recuerdas dónde, ¿verdad? Se alegrará de verte. Y así me dejas hacer una llamada, poner un poco de té y hacer algo de comer, que debes de estar muy cansado. Ve, Ryouta, ve.
Su abuela es tan insistente que consigue ponerlo de pie, halándolo del brazo, para después empujarlo todo el camino de regreso hacia la puerta, que cierra en sus narices con una última sonrisa. A Kise no le cabe duda de que está por llamar a su madre para informarle que su hijo está bien y que se quedará algunos días y quizá también para prometerle que tratará de que entre en razón. Pero dado que ha sido echado de la casa de manera tan tajante, no le queda más opción que seguir el consejo que le han dado y pronto se dirige hacia la casa de su vieja amiga.
No está muy seguro de haber ido a buscar una novia a provincia, pero tampoco está cerrado completamente a la idea, si es que se da. Siempre ha sido así con sus relaciones. Si se dan, qué bien y si no también. En el caso de Momoi Satsuki, al menos tendrá a alguien con quien hablar para no aburrirse, porque otra de las cosas que presagia el silencio del pueblo, es que pronto Tonosawa también perderá toda su novedad para él.
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La casa de los Momoi está a diez minutos a pie, pero Ryouta se tarda en llegar al menos veinte, porque se detiene periódicamente a observar sus alrededores, maravillándose del paisaje, pero sobre todo, tratando de recordarse a sí mismo a la edad de diez años, un chiquillo travieso que recorría esas mismas calles, ignorante de su futuro y de cuya existencia sólo queda la incertidumbre que le causa pensar en los años por venir.
Kise se detiene nada más abandona el porche y se adentra en el sendero de gravilla, de cara a la casa azul justo enfrente del edificio que acaba de abandonar. El viento le acaricia las mejillas, arrebata sus cabellos dorados de su rostro y mueve la ropa tendida en el jardín de la familia, que él sólo capta de reojo y que durante un instante le hace pensar en fantasmas. Quizá lo sean. Ahí solía vivir un chico con el que jugaba basketball en los veranos en los que estaba de visita, pero sabe con sólo mirar su estructura, que sería ingenuo suponer que la canasta sigue ahí y mucho menos su dueño.
Más adelante está la casa de la niña que le dio su primer beso, aunque ahora ha sido convertida en un OXXO y no hay rastro del columpio en el que estaba sentado cuando ella se inclinó (un recuerdo difuso, probablemente aderezado por la fantasía de la niñez) y sus labios húmedos, con sabor a paleta de fresa, se posaron sobre los suyos durante un instante.
Tampoco está la casa de una señora que solía regalarle dulces cada que lo veía y mucho menos la del típico viejo cascarrabias, infaltable en cada barrio del mundo, que lanza maldiciones si tu balón de fútbol o basketball cae en su patio. Todos son fantasmas y todos se han ido y aún así, su tiempo vive en él, como él vive en todos los tiempos al mismo tiempo.
Pero la casa de Momoi sigue ahí, impasible al final de la calle. Una estructura de dos pisos de color melocotón, con un porche frontal y uno lateral, lleno de plantas colgantes que exudan el mismo aroma dulzón que el recuerda de su niñez y que asocia a veranos con paletas de hielo y sandías frías. Pero, ¿qué será de Satsuki ahora? Basta con tocar el timbre para descubrirlo y eso hace, aunque no sin cierta reticencia.
-Casa de los Momoi, ¿a quién busca? -pregunta una voz femenina por el intercomunicador.
-Hola -dice él, rascándose la nuca, pues no está muy seguro de qué decir-. Busco a Satsukicchi... Este, Satsuki. No sé si me reconoce, pero soy Kise Ryouta, nieto de Kise Ryouko, que vive al final de la calle -Kise está a punto de marcharse ante el elocuente silencio de la línea, cuando la puerta de la casa se abre y una chica sale corriendo de la misma, cruza el pequeño jardín cercado, abre la verja de un tirón y se echa en sus brazos.
-¡Ki-chan! -dice ella y es como si su toque fuese mágico, porque al contacto con su piel, miles de recuerdos empiezan a aflorar en su mente, el primero de ellos, referente a lo mucho que detestaba ese apodo-. ¿Cuándo llegaste? ¿Cuánto tiempo vas a quedarte? ¡Mírate nada más! -dice Momoi, separándose de él para poder observarlo mejor y Kise a su vez hace lo mismo.
Lo que Momoi ve es muy diferente del chiquillo enclenque del que alguna vez estuvo enamorada. La espalda de Kise es más ancha y ahora le saca al menos veinte centímetros de estatura. Sus rasgos se han afilado, sus ojos rasgados se han hecho mucho más finos y además, tiene un piercing en la oreja izquierda, algo increíble en un chico que solía temerle a los bichos e insectos y que corría mucho más rápido que ella si alguno los sorprendía mientras exploraban los prados detrás de su casa.
El proceso es similar con Kise. Su amiga ya no es la niña cuyas rodillas sucias siempre eran motivo de peleas con su madre. Satsuki ha crecido, sus caderas se han ensanchado y sus pechos también, de manera que su abrazo lo hace sentir incómodo inmediatamente. Pero sigue teniendo la misma sonrisa, cargada de afecto y diversión e incluso un poco de travesura, que siempre lo incitaba a hacer todo tipo de tonterías. Y sabe que puede volver a hacerlo si se lo propone: tenerlo a sus pies con una sola palabra y nada más.
-No me digas así -dice él, cuando a la vieja imagen de su amiga se superpone ésta, volviendo a la anterior sólo una memoria-. No me gusta ese apodo, suena infantil y ridículo.
-Pero siempre serás Ki-chan, Ki-chan -dice ella, ladeando la cabeza-. Ahora respóndeme, ¿cuándo llegaste? ¿Y cuánto te quedarás? ¿O es que acaso no me oíste?
-Te escuché perfectamente -dice él, sonriendo ante la familiaridad que han recuperado en menos de un minuto y a pesar de tantos años de separación, sin mensajes, e-mail o skype de por medio-. Sólo que me distraje por lo hermosa que te ves.
-¡Vamos, Ki-chan! -dice ella riéndose, aunque un ligero rubor cubre sus mejillas, blancas como la más fina de las porcelanas y Kise está seguro, igual de suaves. Si se inclinara un poco para tocarlas lo sabría, pero, ¿de verdad quiere empezar así su viaje? ¿Enamorando(se de) a alguien?-. ¿Desde cuándo te volviste un conquistador?
-Te lo contaré todo si me dejas sentarme. Estoy muerto, ¿sabes? Acabo de llegar, mi abuela me envío a verte, cree que es buena idea que comencemos a salir -dice él y ella le da un golpe en las costillas por toda respuesta.
-Ya deja de decir tantas tonterías, Ki-chan, que acabaré creyéndomelo -dice ella, abriendo la verja para dejarlo pasar. Kise guarda silencio, de pronto le dan ganas de decirle algo, de esa poesía barata que se ve en el facebook y que todo el mundo comparte porque suena bonita y espiritual. Aun así lo piensa: El amor es cosa de creer y empezar a hacerlo, es también empezar a amar.