Mira el minúsculo cachito de helado que le queda en la mano. Se mezcla con el aroma del que ha comido hace apenas dos minutos, y nota una extraña combinación de sabores en su boca mientras lo mastica. Relame el resto que ha quedado en sus dedos.
Hace once meses -once largos meses- que no come un helado por la noche. Son las cuatro de la madrugada y oye el murmullo que el fin de semana trae a las calles cercanas a su casa. Distingue entre la monotonía un crujido de muelle que sólo puede provenir de la cama de su hermana, y espera no haberla despertado con la fuerte luz que desprende la bombilla.
La apaga para evitar que se desvele, pero sabe que hasta que no lo haga no va a poder conciliar el sueño.
Se mentaliza que no quiere -debe- hacerlo. Se lo dice una y otra vez en el mudo silencio de su mente. Se lo recriminan sus lágrimas, que le dejan marca en su anémica piel.
Pero está enferma. Sí, esa es una buena excusa para ella. Es suficiente excusa para ella. Es un problema mental y no puede evitarlo. Ya no tiene fuerzas para evitarlo.
No se preocupa en secarse las lágrimas, aunque la almohada quita la humedad de sus mejillas, mientras ella se desliza todo lo silenciosa que puede hacia el borde de la cama. Las sábanas la traicionan, y aguanta la respiración para comprobar la ausencia de sonido en la habitación contigua. Cuando sus pies chocan contra el suelo, sus sentidos tiemblan de anticipación. Da los pasos tan suaves que se confunden con las ramas de los árboles que dormitan al otro lado de la ventana, y atraviesa la puerta del cuarto de baño -que, desde hace tanto tiempo, deja siempre abierta- de puntillas.
Se sobresalta al ver su (casi) inadvertido reflejo en el espejo, que parece algo deforme por la poca luminosidad que lo talla. Parece alentarle ese cuerpo oscuro y patógeno a dar las últimas zancadas hacia la estantería, donde encuentra el cepillo, entre milagros y promesas. Podría hacerlo con sus propios dedos, pero prefiere escudarse pensando que no se lo está haciendo ella. Sigue atenta al sueño de la casa, y los nervios hacen que sus oídos zumben al ritmo de los latidos de su corazón, impidiéndoles escuchar toda la realidad.
Se agacha, y apoya los codos en la superficie blanca. Fría. Inclina el cuerpo hacia el ojal. Se da cuenta de que está llorando sólo cuando las gotas caen en el agua, provocando pequeñas y cristalinas advertencias. Avanza. Y el corto vello de la nuca se le eriza cuando las primeras arcadas llegan a su garganta.
Intenta controlar el ruido, y desliza la cabeza todo lo cerca que puede para que el choque del vómito con el agua -y las lágrimas- sea menor. Saca la culpabilidad de su cuerpo, pero el mal sabor, el dolor, la angustia, quedan en su boca.
Tira de la cisterna mientras abre el grifo. Cree que así podrá confundir los sonidos en la somnolencia de su hermana. Aprovecha para beber agua con pasta de dientes en la lengua, para aplacar el sabor que parece recordarle lo miserable que es.
Pero parece que nada físico podrá eliminar el dolor que guarda por dentro.
Lo siento. Pero a veces tengo que sacar estas cosas de mí.