Norte perdido, poéticamente hablando.
La falta de tiempo merma mis delirios mentales. Se podría decir que no he leído demasiado estos últimos meses, a pesar de la hecatombe de literatura que reposa en la estantería de mi habitación. La poca retentiva en los exámenes de junio no ha impedido que pase el tiempo sumida en otro tipo de literatura menos poética. La Cruz de septiembre, por llamarlo de alguna forma. Todos pasamos por ahí y es inevitable (y fastidioso, añadiría yo). Pero qué se le va a hacer... Por haber, hay muchísimos tipos de lectura. Algunas apetecibles, deleitosas, sugerentes. Y otras más aburridas, pero necesarias y obligatorias. Éstas últimas han hecho que mi tiempo se corte como si fuera papel higiénico, y debido a eso mi poesía está pobre en estos momentos.
Mis libros se agitan como si les picase algo. Y no son ni uno, ni dos, ni tres, sino bastantes más. En mi opinión pensaría que son libros sin más, pero a veces tengo la impresión de que cobran vida en cuanto me doy la vuelta. Es como si conspiraran entre ellos, haciéndose preguntas estúpidas como el porqué de mi falta de cariño con ellos. Rebelándose por haber estado cerrados tanto tiempo sin moverse del sitio. En ocasiones he entrado en mi habitación y me he encontrado algunos en el suelo. Creo que en mi ausencia han aprendido a saltar.
Son como las piedras de río, tan iguales y a la vez tan distintos... Un ejemplar de Frankestein de Mary Shelley en inglés me mira desde su rinconcito de reojo, entre sus tocayos Arthur Conan Doyle y Gaston Leroux (en inglés, naturalmente). Creo que cotillean con la educación característica británica, con té imaginario y pastas imaginarias a lo Alicia en el país de las Maravillas. Luego está el obeso pero provechoso libro de cuentos de Guy de Maupassant, el cual parece ser que no le sienta bien a sus contraportadas estar tanto tiempo sin hacer ejercicio. Desde una de las estanterías superiores siempre encuentro a Edgar Allan Poe mirándome con el ceño inexpresivo, como si de su Cuervo se tratase. Cerca de él, Jon Nieve y su lobo huargo Fantasma miran a la lejanía en dirección al muro inexplorado de mi habitación mientras un trovador entona la Canción de Hielo y Fuego. Ejemplares antiguos de familiares queridos parecen querer seguir enseñando sus conocimientos de idiomas, política, ciencia, literatura, religión y caligrafía. Los pequeños albinos de hojas en blanco esperan a ser narradores de su propia historia interminable y los espectros y las damas de blanco de Bécquer deambulan en la oscuridad de las estanterías inferiores, al lado de las máscaras venecianas y los gatos de peluche.
Todos ellos hermosos y todos ellos queridos. Algunos estériles y otros inmejorables, escritos por genios, locos, soñadores, pensadores y maestros. Contadores de sabiduría, leyendas, hechos y poemas. Cada cual su origen y cada cual su destino. Un universo que sería una lástima que no fuera recorrido en cada una de sus páginas y entre cada una de las cuatro tablas que abarcan cualquier librería, ya que ellos conseguirán hacer retornar la poesía que me falta en estos momentos. Solo entonces dejarán de conspirar un complot o lanzarse estantería abajo, ya que solo buscan un mínimo de atención. No se me ocurre mejor momento que ahora, en las puertas del otoño, para dejar que ellos sean los que agiten las hojas de los árboles, cubran de naranja el cielo y susurren las palabras de lo que será el viento del invierno.
Todos distintos, pero ninguno de ellos olvidado.