Tal como están las cosas, sé que muchos de vosotros querréis saber cuánto me costó la entrada al museo, pero la pocas migajas de dignidad y cordura que han dejado los pájaros de mi cabeza harán que suprima ese detalle, por otro lado estúpido, en la narración de los de por sí también estúpidos hechos acontecidos aquella tarde.
Al fin y al cabo, lo que importa es el museo. El Museo de las cosas que nunca tuviste, y de todo lo que nunca hiciste.
Se proyectaba la frontera irregular entre Otoño e Invierno, esa época que me gusta llamar la pesadilla de las viejas, quienes se ven atrapadas en el infierno de repetir continuamente que tengas cuidado con los cambios de temperatura y que no deberías salir de casa a hacer locuras. Cuando en una de esas locuras, vi aquel edificio de corte industrial, ennegrecido con el tiempo, y los cristales grises que sólo el tiempo y el desuso pueden lograr.
En la ligeramente sórdida puerta, un enano vestido como se vestía a los niños en los 80, me llamaba a lo lejos, con una de esas voces estridentes que te hace imposible no ir, aunque sea porque temes que la gente empiece a mirarte como fueras tú el creador de la maquina que produce semejantes fonemas. Crucé la calle para ser consciente de que el enano no me era desconocido, pero sí esquivo en mi memoria, como algún compañero de EGB o algo parecido. Su frenético palicazo no impedía que me hubiese perdido en recordar si alguna vez había estado con algún enano alguna vez en clase.
Al rato, la pequeña sabandija, aprovechando mi ensimismamiento (por otro lado habitual), había conseguido que le pagase por una de esas entradas de papel poroso y acotadas por orificios circulares que se daban antes en los cines. Luego, dio una patada en la negra puerta que se erguía tras él, y ésta se abrió lastimosamente, y yo, sin apenas saber qué estaba pasando, ya estaba dentro del museo.
Los pasillos parecían estar empapelados con uno de esos rollos de papel que tan de moda se pusieron en los 70, formas abstractas de vegetación imposible en verde y marrón se extendían a mi alrededor cuando vi la primera de las vitrinas.
- Vehículo hormiga de Star Wars.-
Rezaba un cartelito que parecía una calcamonía bajo los cristales que encerraban el juguete.
Yo alucinaba mientras recordaba que así es como yo llamaba a los vehículos imperiales que aparecían al comienzo de El Imperio, era uno de los muchos nombres que me inventaba al no poder recordarlos todo. A C3PO lo llamaba Lingote de Oro por habérselo escuchado a Han Solo en no sé cual de las partes.
Recordaba haberme obsesionado sobremanera con el cacharro, y como mis padres siempre volvían de Hipercor diciendo que se habían llevado ya el último, lo que empeoraba cuando en compensación volvían con algún juguete coñazo e inútil que acababa en lo más hondo de mi baúl de madera para juguetes.
En un pequeño nicho abierto en una de las paredes, se proyectaban los cinco últimos minutos de Superman II, aquellos que no vi en mi primera visita a un cine por una por aquel entonces imbatible necesidad de mear.
Hasta entonces no me di cuenta de que el suelo estaba enmoquetado.
Un álbum de fotos de Mazinger Z, repleto de fotos de la primera niña que literalmente me cortaba la respiración y hacía que mis pies no pudiesen estarse quietos un solo segundo, colgaba del techo haciendo que el viento pasase las hojas lentamente. No la veía desde los 8 años, y el tiempo la había convertido en una chica muy guapa, en lo que siempre había supuesto, una suerte de Elizabeth Shue sevillana.
Las piezas empezaban a sucederse con mayor concentración a medida que seguía la flecha cronológica sobre la que parecía estar diseñado el museo.
A izquierda y derecha se amontonaban considerables pilas de comics que nunca tuve, cualquiera hubiera dicho que allí se encontraban todos los comics de mundo, cualquiera que no tuviera ni puta idea del asunto, claro.
Sobre las columnas, a modo de podium, un par de los Nike Air de Martie McFly, una camiseta de Public Enemy y en el primer puesto, la televisión que siempre quise tener en mi cuarto, apoyada sobre el edredón de Star Wars del niño de Poltergeist.
Sobre el empapelado empezaban a verse cada vez más papeles de cuadritos, rayitas o anillas, llenos de palabras encerradas en una horrible caligrafía infantil. Me acerqué a acariciar los surcos de tinta de un pequeño relato sobre plantas carnívoras que recordaba no haber escrito en su momento.
Cubierto de polvo, el viejo libro de parapsicología de la biblioteca pública, reposaba orgulloso bajo una foto de la pandilla de amigos unidos como hermanos que no tuve durante bastante tiempo. En la misma, posábamos frente a la entrada de la guarida secreta que habíamos construido en la entrada a unos subterráneos de los que tantas veces les hablé a otros niños del barrio.
Y recortado en un rincón, el trocito de plataforma de metal de los autos locos donde debí haber dado mi primer beso, robado por la odiosa bruja del exagerado sentido al ridículo, que no para de susurrarte al oído cuanta gente te mira, como te huele el aliento, lo encogido que resultas y lo mucho que tienes que perder.
Los papeles garabateados lo cubrían casi todo, incluso el suelo, lo cual no resultaba tan malo sabiendo que el pelito áspero de la moqueta comenzaba a escasear. Aunque el sonido de caminar sobre hojas de papel era algo que te puede volver loco, todo el mundo lo sabe.
Los elementos empezaban a agolparse como por costumbre, una sala resplandecía forrada en bonobuses gastados con todos los viajes que no hice para estar contigo, o para dejarlo de una vez por todas. En el techo, se agolpaban los billetes de tren, y algún que otro billete de avión de fechas más recientes que preferí no mirar.
Las películas no vistas, hacía tiempo que se habían quedado sin nichos y se proyectaban sobre los folios de las paredes y sobre un vídeo casero de aquel viaje que no hice con mis amigos a la playa, así, Woody Allen se rascaba la cabeza sobre las farolas de un paseo marítimo. Lo cual, he de decir tristemente que contribuía a la sensación de angustia que empezaba a provocar que apretase el paso buscando con ansia creciente la salida del museo.
El pasillo se ensanchaba para dar cabida a lo que resultó ser una especie de máquina de realidad virtual y no parecía de entrada más que un viejo fotomatón de lata, en el que me bastó meter la cabeza para poder sentir unos segundos de todos los besos que no di.
Un poco más adelante relucía una máquina de estructura semejante, y no me hizo falta asomar la cabeza para saber de qué se trataba.
En esos momentos, confieso que prácticamente corría tratando de no resbalar con las hojas que ya lo recubrían prácticamente todo, las proyecciones se mezclaban entre sí, y por los altavoces de madera sonaban todas las canciones que nunca le dediqué a nadie.
Abrumado, creía que las mejillas echarían a arder por el calor sofocante que subía de mi estómago, cuando caído de rodillas vi las dos puertas frente a mí.
Una lucía reluciente, era la típica puerta de emergencia, atravesada horizontalmente por su correspondiente y estéril barra de aluminio.
La otra no dejaba de ser poco más que un agujero excarvado en la pared y tapado con esas cortinas gruesas, y pesadas de los cines. Ésas que te hacían pensar en cadáveres enrollados cuando siendo un niño salías y entrabas del pasillo a las butacas de madera y viceversa porque sí, porque se podía.
Siempre habría tiempo para salir, y así, tras aquellas cortinas vi algo que se revuelve contra mí y muerde mi consciencia cuando trato de encerrarlo en este pobre y rudimentario lenguaje de signos.
La ausencia de forma y la totalidad, una cosa que no es nada y es todo, el potencial puro de infinitas posibilidades que no son más que la nada que se retuerce sobre sí misma para formar incontables ángulos de ofuscante y lleno vacío inconcebible.
Cuando agarré la barra de aluminio y presioné bruscamente abajo-afuera, aún seguía en cuclillas, vomitando colores sobre los folios bajo mis pies.
Aún siento con perfecta nitidez el aire limpio del exterior. Y la humedad de la nieve.
Debía haber pasado mucho tiempo dentro de aquella cosa para que hubiera nevado de esa manera. El frío era ya intenso, la nariz se me enrojeció casi al instante y comencé a alejarme según dejaba mis huellas en la nieve caída sobre el suelo.
Tras de mí, seguían cayendo de mis pies folios llenos de construcciones con palabras y quise pensar que los debía haber sacado pegados de adentro. Los ojos lagrimeaban por el frío y, aunque lloraba, me sentía feliz por poder echarle la culpa al frío de mi llanto.
Tan sólo recuerdo haberme vuelto una vez a mirar el viejo edificio, el resto de hojas se semienterraba en la nieve, y serpenteaba hasta la puerta trasera de un viejo edifcio desolado. Una puerta como cualquier otra, siempre que no te percatases de un pequeño cartel luminoso sobre ella que rezaba “No exit”.
Y poco más de valor recuerdo de aquel día.