Jean Grenier paseaba absorto por la periferia de Burdeos recién salido del trabajo.
La manos en los bolsillo y más despeinado que de costumbre se miraba los botines, tampoco estaban tan viejos.
De una ventana cercana en un bloque desconchado y descolorido salía algo de jazz, y Jean Grenier como siempre que escuchaba jazz pensó en gatos bailando.
Quizás porque siempre había querido tener uno negro y gordo que se llamase Thelonius.
Hacía calor para aquella época del año, las calles de Burdeos se llenaban a esas horas de gente que salía o volvía a casa, colisionando en los portales de piedra. A Jean Grenier le parecía algo graciosísimo ya que él no hablaba una sóla palabra de francés.
Según lo atravesaba, el smog de la ciudad se convertía en teorías sobre mecanismos sencillos que hacían que su mente de niño pudiese comprender las cosas.
Sopló un poco de viento en la palma de sus manos, se dió cuenta de que estaba sólo y apresuró el paso a casa parándose sólo en una pequeña panadería con olores en forma de red.
Si sus previsiones no fallaban olería a mar en su terraza para cuando llegase.
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