Uno a uno contó los billetes y los metió en un sobre. Había reunido el dinero suficiente como para renunciar a aquella vida. Era el mejor de todos, el más hábil y letal.
Después de haber crecido en el seno de una secta de delincuentes y asesinos, lo que más odiaba Jongup no era lo mal que le habían tratado, tampoco su oficio, sino su propio yo y la persona que habían engendrado año a año entre delitos menores y entierros.
Jongup quería creer que, en el fondo de su ser, en alguna parte de su corazón era una buena persona. Se grababa con permanente cada buena obra que hacía y la contrarrestaba con las malas. Solía salir perdiendo pero, quizás algún día, las cosas serían de otra forma. Buscaba en la mirada de los demás la aprobación a las obras de caridad que realizaba, un mensaje oculto entre labios sellados y ojos abiertos, quería sentir que tenía algo que merecía la pena.
A menudo se preguntaba cómo habría transcurrido su vida si, en lugar de aquellas personas y aquel ambiente, su madre hubiera seguido al lado suyo. Si tendría más familia y como estarían.
Era un chico tímido, de pocas palabras, introvertido y observador, pero nunca juzgaba. Porque si alguien lo juzgaba a él sabía que la conclusión de esa persona no tendría nada que ver con la realidad. Pero la ignorancia era atrevida, él lo sabía muy bien.
Había recibido golpes en casa y en la calle. Por hablar de más o no decir nada. Nunca era perfecto y siempre había algo que lo condenaba. Pero poco a poco había aprendido de los errores que había cometido, escondía parte del dinero que conseguía y se limitaba a cumplir órdenes sin llamar la atención de sus compañeros. Estaba cansado de las amenazas y estaba dispuesto a luchar por su vida si era necesario. Aunque su primer plan era escaparse sin más, irse lejos de aquel lugar, desaparecer.
Metió todas sus cosas, que no eran muchas, en la vieja y raída mochila: unos auriculares rotos donde solo podía escuchar a través del lado derecho, el viejo Nokia-3410 que todavía funcionaba, una radio que había encontrado un día en una mesa del parque y varios tipos de navajas y cuchillos. Se puso su sudadera favorita de color caqui con capucha, que ya estaba rota, y se la colgó al hombro. Caminó con sigilo por el pasillo y tal como había entrado salió.
La primera bocanada de aire tras aquel acto de rebelión se sintió profunda y delicada, llena de sueños y anhelos por cumplir. Caminó por la calle durante minutos, observó como el resto del mundo caminaba hacia la misma dirección que él y también en la contraria, cada uno hacía una cosa diferente. Algunos hablaban por teléfono, otros con la persona que tenían al lado, paseaban a sus mascotas o sujetaban las bolsas tras haber ido de compras. Cada uno vivía su vida y él, sin ser consciente de ello, también. No estaba vinculado a nadie, no tenía que obedecer o tener miedo, era libre. Y de pronto quiso llorar, reír, y correr hasta perderse entre la multitud y no ser nada, o serlo todo. Era mágico.
Su mente trabajaba a toda velocidad y el pulso se le aceleró al albergar tantas emociones juntas. Siguió caminando sin dejar de analizar todo lo que veía y descubrir al mismo tiempo cosas que jamás había notado. Y eran aquellos pequeños detalles, anécdotas del día a día, los que le fascinaban y empujaban a seguir caminando.
Jongup se mordió el labio al alzar la vista y leer el horario de trenes. Todavía podía pasear una hora más antes de irse de la ciudad y comenzar su nueva vida. Y sabía a dónde quería ir y a quién quería ver.
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Sus labios sabían a sal y su cuerpo estaba cubierto de arena. Bajo la abrasadora luz del sol la piel tostada de Daehyun cosquilleaba y le empujaba a rascarse. Con el pelo estropajoso a causa del salitre y la peor resaca que podía recordar, se puso en pie y caminó hasta la cabina. Un taxi estuvo allí a los cinco minutos.
Después de ducharse y con la toalla alrededor de la cintura buscó en el tocador la caja de cigarrillos y el mechero, se encendió uno y, absorto en la nada, sentado sobre la cama, fumó. A pesar de todo lo que había bebido la noche anterior y el dolor de cabeza que tenía, no había olvidado nada, nunca lo hacía. Tenía varios colegas que le habían recomendado la mejor mierda pero no funcionaba. Tendría que lidiar con el malestar de su cuerpo y los recuerdos que le perseguían cada día de su vida. Incluso en los momentos más turbios y las noches más oscuras.
Daehyun había pasado años intentando dominar aquella maldición que lo permitía viajar en el tiempo. Sabía controlarlo pero cada vez que viajaba tardaba mucho en acostumbrarse a cada sitio y su mente se resentía, envejecía de golpe con cada retroceso. Era extraño porque nunca había conseguido viajar más allá de su época y sin embargo había podido revivir el pasado y comprobar que la historia no era tal y como muchos la habían retratado en libros y enciclopedias.
Una paradoja, un juego del destino, vivir el pasado como presente y el futuro como pasado. Así pasaba el tiempo y buscaba su lugar. Al principio le había fascinado el contraste de cultura que suponía retroceder cientos de años en el tiempo y la belleza que le rodeaba en todas aquellas ciudades. Todo era tan diferente, las calles, las casas, el transporte, las tecnologías, la moda… El ser humano evolucionaba de manera rápida.
Sumergido en los recuerdos de una vida llena de avances Daehyun observaba a su alrededor lo que jamás volvería a ser así y apretaba los labios con pesar ante la idea de revelar el futuro. Nadie se merecía vivir de aquel modo, sabiendo el porqué antes de la pregunta. Así que guardaba silencio, no estrechaba vínculos con ningún sujeto, y componía música.
Cantar era su droga, se tranquilizaba cada vez que se entregaba a sí mismo y gritaba en voz alta lo que todos querían escuchar: que la vida como tal nos mataba a cada minuto desde el primer momento, nuestro nacimiento. A veces Daehyun se preguntaba si la vida en sí misma era terminal, y si el verdadero problema eran los agentes externos que les enfermaban o hacían cometer locuras. Todo se basaba en creencias. Ideologías. Y él había olvidado la fe, o ella le había olvidado a él.
El móvil sonó tres veces antes de que Daehyun se levantara y hurgara en los cajones. En medio de las cajetillas de tabaco y cd’s de música sonaba How you remind me de Nickelback, su canción favorita. Puso el manos libres y escuchó.
- Dae tío, tenemos problemas. Lo han vuelto a pillar.
Reconocía esa voz, la gravedad del asunto en cada sílaba, por qué había acudido a él… Pero no sabía que decir. Con el móvil en la mano pulsó en la pantalla la opción de desactivar manos libres y se lo pegó a los labios.
- Ahí estaré -y colgó.
Daehyun se vistió unos pantalones vaqueros y una camiseta blanca que reposaban sobre la silla del escritorio, se calzó las deportivas y se puso las gafas de sol antes de salir a la calle. De nuevo llamó un taxi y se dirigió al hospital. En el trayecto no fumó, lo que indicaba que estaba acostumbrado a aquellas situaciones. No se mareó pensando en lo que habría podido pasar o en lo que le esperaba en cuanto entrara en la habitación.
Nada cambió en su interior cuando sus ojos se cruzaron con los de T, que estaba postrado en la cama y lleno de heridas. De nuevo debía dinero. Estaba cansado de acudir y escuchar el mismo cuento de siempre para dar pena y que abriera la cartera.
Pasaron varios minutos, largos e insufribles para el chico de piel morena. De nuevo saldó la cuenta que tenía pendiente su colega y se fue. Odiaba los hospitales.
Al salir se detuvo a tomar una cerveza en un antro de mala muerte, el ambiente era desolador, todo estaba vacío y los únicos hombres que lo acompañaban estaban borrachos o enganchados a las máquinas tragaperras. Daehyun suspiró y le dio un sorbo a la cerveza mientras pensaba en el dinero que le quedaba. Esta vez le habían desplumado. Se llevó las manos a la sien y suavemente frotó un par de dedos intentando que el dolor de cabeza se fuera.
Antes de salir del local fue hasta el lavabo, pues su cuerpo apremiaba un desahogo inminente, empujó la puerta y cuando tenía la mano en la cremallera de los pantalones descubrió un cuerpo en el suelo. Era un chico asiático como él.
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Las nuevas tecnologías eran complicadas de manejar pero con un poco de empeño y esfuerzo Junhong había conseguido aprender a utilizarlas y sacar el mejor provecho de cada una de ellas. El aparato que más le entusiasmaba y suscitaba en él mayor interés era el ordenador, básicamente por toda la información que albergaba.
El sol se coló entre las rendijas de la persiana y Junhong se frotó los ojos, dio vueltas envuelto entre las sábanas y, desganado, se estiró al escuchar el despertador. Lo apagó de un manotazo y se levantó mientras bostezaba y estiraba los brazos de camino al retrete. En la cocina abrió la nevera y bebió directamente del cartón de leche entera que le quedaba. Se pasó la mano por los labios y de nuevo lanzó un último vistazo sobre la cama y aquella libreta llena de garabatos en los que se escondía su último progreso.
Encendió el ordenador y después de introducir la contraseña escribió en el foro, «sigo sin encontrarla» echó un vistazo a la libreta y copió lo que había en aquella hoja «Pelo largo y lacio de color oscuro, labios gruesos -especialmente el superior-, cuerpo estrecho y delgado, voz dulce…» finalmente hizo click en el botón de subir imagen y copio la url de una foto que había buscado en google, «se parece a esta chica.»
Cuando los ojos de color miel y rasgados se detuvieron a analizar la foto de aquella joven que había encontrado meses atrás en un cartel no pudo sentirse más confundido. Juraría que era ella. Sin embargo no podía ser, era imposible. Aquella mujer no era un personaje público ni mucho menos reconocido.
Junhong suspiró, mordiéndose el labio, y apagó de nuevo el ordenador. En alguna parte de su interior mantenía la esperanza de encontrarla. Cogió el móvil y abrió la aplicación para ver cuántas personas habían abierto la entrada que había escrito. Cero. Quizás era demasiado pronto.
Dentro de la ducha mientras se frotaba el cuerpo con las manos, Junhong pensó en lo mucho que había cambiado todo, lo asustado que se encontraba al principio cuando empezó a viajar en el tiempo y lo solo que se sentía. Recordó todo lo que había cambiado y crecido, el tiempo que jamás volvería a él. Escuchó cómo la alarma del móvil le indicaba que tenía que volver a trabajar. Tardó menos de quince minutos en vestirse y uno en desaparecer.
En el barrio de Montmartre pronto encontró el Marché Saint-Pierre y escogió las telas que le habían encargado. Paseó por las calles de la ciudad del amor observando cada puesto con atención y se detuvo tras un muro al percatarse de que dos jóvenes le miraban de manera analítica. Una vez más, había olvidado vestirse de forma acorde a la época a la que se transportaba. Sujetó con firmeza la compra y se escabulló por las calles más discretas hasta no llamar la atención.
Cada vez que viajaba no podía regresar a su antojo, su cuerpo necesitaba un tiempo para estabilizarse. Siguió caminando de manera lenta y cauta, tropezó con un par de hombres que pegaban carteles en las paredes. A pesar de no dominar el idioma, supuso que se trataba de una persona desaparecida y observó con lástima la foto de un chico de mirada profunda y gesto esquivo. Parecía haber sufrido mucho.
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Había pasado una noche horrible entre pesadillas y el constante ruido de la calle, así que pasar el día sentado sobre la cama observando por la ventana cómo el resto de la gente iba y venía de aquí para allá había resultado la mejor opción.
Flashes acudían a su cabeza de manera confusa y desordenada, todos los lugares que había visitado se agolpaban en su cabeza y le confundían más. Su cuerpo era como el de cualquier persona, su vida también, sin embargo sucedía algo extraño cada año que pasaba. La línea temporal sumaba cien años más de historia y vivía en un escenario diferente.
Xiao Ya había asimilado estos datos recientemente. Contaba con 365 días para aprender un idioma, una cultura y volver a evolucionar. Pero tenía miedo cada vez que el proceso empezaba. No hablaba y se negaba a progresar. Era una persona de costumbres, tradicional y respetuosa, llena de valores y patriotismo. Su sueño era viajar a China, su país natal, y observar todo lo que había evolucionado la nación, pero no disponía de medios para comprar un billete de avión. No obstante, leía libros y artículos sobre Beijing cada vez que encontraba uno, que no era con frecuencia. La lengua madre seguía dominando su forma de pensar y comunicarse y el resto de los idiomas parecían puzzles imposibles de montar para el mecanismo cerebral de Xiao Ya.
Llegó la tarde y no escuchó la voz de aquel enigmático visitante. Se vistió un pantalón blanco a juego con la blusa que siempre se ponía del mismo color y salió a la calle por primera vez tras un largo periodo encerrado.
Paseó con la vista fija en el suelo. Allí observó la basura acumulándose entre baldosas, y distintos perros olisqueaban todo. Escuchó involuntariamente a dos personas que hablaban de manera acalorada y agachó más la cabeza, sin poder reprimir sentirse mal por tal intromisión. Caminó durante horas oxigenando su cuerpo entero y liberando la mente de aquel encierro en el que se auto marginaba.
Al anochecer Xiao Ya comenzó a sentir frío; la temperatura bajaba de manera drástica en las noches de verano. Decidió regresar a casa y de nuevo, paso a paso, contó todas las cosas hermosas que encontró por el camino.
De pronto escuchó gritos, el fuerte sonido de un disparo le asustó y cuando alzó la vista un joven de tez blanca y pelo rubio se desplomó sobre el suelo. Corrió hasta él y tomó su cuerpo entre los brazos nervioso, miró hacia los lados, pero quién fuera que lo había disparado ya no estaba. Gritó por ayuda, sobrecogido por el susto. Multitud de gente acudió a socorrerle, y pronto en medio de aquel mare magnumuna ambulancia se hizo cargo de aquel chico herido.
Xiao Ya intentó calmar la respiración cuando unos hombres vestidos de uniforme lo sujetaron por el brazo y escondió las manos manchadas con sangre tras la espalda sin atreverse a levantar la mirada y enfrentarse a aquellos policías.
-Disculpe, tendrá que acompañarnos a comisaría. Tenemos que tomarle declaración.
Todavía sin entender todo lo que había pasado de manera tan repentina, accedió sin comprender por qué lo llevaban en un coche patrulla. Intentó reconstruir en su mente todo lo que había pasado y cómo lo contaría. Recordó la mirada de aquella pobre víctima y la silueta de la mujer que le había disparado. Xiao Ya tenía claro que, por mucho que el tiempo pasara, siempre había cosas que no podría entender.
En el interior de la comisaría le indicaron que permaneciera en la sala de espera mientras terminaban de tomar declaración a otra persona. Se sentó en una de las sillas y de nuevo volvió a repetir para sí mismo todo lo que había pasado. Se asustó al ver las manchas de color sangre que tenía en la ropa y luego extendió las manos, respirando hondo. Se levantó y buscó el lavabo, no quería declarar en esas condiciones.
Por el pasillo no encontró el interruptor de la luz. De repente, escuchó los gritos de auxilio que venían de alguna parte y sintió el impulso de acudir y socorrer a quien fuera que necesitara un poco de ayuda. Dio un par de pasos antes de recordar que en un lugar como aquel era donde encerraban a los criminales, y se detuvo al sentir las voces de nuevo. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Pegó la cabeza contra la pared que lo separaba de aquella voz misteriosa y escuchó con atención. No entendía nada.
- ¿Es…estás bien?
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Youngjae buscaba respuestas, la razón a aquellos viajes en el tiempo y si era la única persona que podía hacerlo. Tenía miedo de preguntar y que lo tomaran por loco así que buscaba información por cuenta propia. Investigaba en las bibliotecas, leía libros de ciencia y física cuántica, pasaba horas tomando nota en su libreta y al llegar a casa seguía dándole vueltas a aquellas teorías que afirmaban que viajar en el tiempo era posible. Pero por mucho que leyera no existía nada que se ajustara a su caso, no encajaba con ninguna tesis o estudio.
Esa misma mañana, cansado de leer libros que no entendía ni saciaban su curiosidad, cogió el periódico para distraerse un poco. Leyó un par de artículos de actualidad y más tarde repasó las ofertas de empleo. Era consciente de que necesitaba trabajo, no tenía forma alguna de seguir consiguiendo dinero por medio de la venta de sus bienes. Existían límites infranqueables y aquellas joyas no se separarían de él.
Revisó de arriba abajo cada anuncio y apuntó la dirección de una tienda de antigüedades que solicitaba un puesto de dependiente. Aquel lugar, que desconocía, parecía idóneo para él. Youngjae pronto imaginó una amplia superficie repleta de muebles antiguos y otros objetos, el olor a viejo y la soledad de una tienda apartada del centro de la ciudad. Si, además, no tenía que convivir con nadie mientras trabajaba. Era perfecto.
En cuanto dejó el periódico donde lo había cogido, echó un vistazo al reloj de muñeca y se puso a caminar hasta la tienda del anuncio. Durante el camino se paró a pensar varios segundos en la realidad. El puesto no era suyo, quizás habría más gente optando por el trabajo.
Hacía calor y la ropa de color negro se pegaba a su cuerpo debido a las altas temperaturas y el sudor. La silueta esbelta y una expresión inocente se perdían entre jadeos y sus labios se secaban cada poco tiempo por mucho que los humedeciera con la lengua.
Al llegar a la tienda, la idea que tenía cambió un poco: era más pequeña y olía a madera apolillada y humedad. En la recepción estaba un señor que debía de rondar los sesenta años, de cabello canoso, ojos pequeños y azules, vestía un uniforme de color beis. El hombre hablaba con otro muchacho que parecía un poco más joven que él y parecía aborrecer la conversación. Menudo panorama pensó para sus adentros Youngjae mientras esperaba quieto su turno.
Los minutos pasaban y pronto fueron las dos del mediodía. El joven abandonó el local y el señor se acercó a él:
- ¿Está por el puesto de trabajo, cierto? -Youngjae asintió y miró expectante al hombre cuando éste le contestó-. Venga por la tarde, ahora cerramos hasta las cinco.
Youngjae suspiró resignado y asintió, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y observó la figura de aquel hombre perderse entre coches y personas. Abrió la cartera y la encontró vacía. Acarició con el pulgar la foto de su familia que llevaba en el interior y se dispuso a regresar a casa antes de que el hambre terminara con él.
Aburrido, decidió cambiar de ruta. Sabía que tardaría un poco más pero al menos no vería las mismas cosas. Se sobrecogió al sentir varios brazos agarrarlo y tirar de la cadena de su cuello y el reloj de oro. Forcejeó lo que pudo en medio de aquel repentino ataque y gritó asustado. Aquellas personas medían mucho más que él, eran más grandes y fuertes, pero aquellas eran sus pertenencias y no iba a ponérselo tan fácil. Cogió aire e hizo toda la fuerza que pudo para desasirse de aquellos bandidos.
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La noche había pasado de manera lenta. Cada hora parecía una eternidad para Bang, que seguía preso entre las cuatro paredes de aquel antro. Durante todo aquel tiempo había gritado, suplicando clemencia sin censar, su cuerpo había soportado más dolor del que podía y el único resultado era que sencillamente nadie lo escuchaba. Tras luchar con todas sus fuerzas contra Morfeo, se durmió en aquella extraña posición en cruz que le exponía ante cualquier invitado y lo hacía vulnerable.
Al sentir de nuevo las voces en el exterior su cuerpo reaccionó y de nuevo gritó pidiendo ayuda. Pasaron los minutos, la puerta se abrió y un hombre que debía medir un metro ochenta, de espalda ancha y tenaz presencia lo desencadenó y llevó al lavabo.
Bang se frotó el cuerpo con las encallecidas manos y se estremeció al contacto con la fría agua. Tardó cinco minutos en salir y encontrarse con otro hombre de alto cargo que esperaba por él. De nuevo vistió la ya usada ropa y regresó al habitáculo que lo mantenía aislado. Suspiró sin ejercer presión en el enemigo cuando le colocaron las cadenas y escupió al suelo una vez se encontró solo.
La mañana pasó como una sucesión de acciones: primero gritaba, después se retorcía y finalmente jadeaba nervioso al sentir aquella presión sobre su cuerpo que lo limitaba. También empezaba a tener hambre, no sabía cuánto tiempo resistiría sin ingerir alimentos. Las voces de la gente se acercaban y alejaban como el eco de las almas perdidas en lo alto de las montañas (en los cementerios durante las noches de Halloween) y las esperanzas, lejos de mantenerse firmes, eran cada vez más débiles. Su imaginación le hizo viajar a un futuro no muy lejano en el que cada día su vida era igual que ese. Presa del pánico volvió a mover con todas sus fuerzas las extremidades hacia los lados haciendo temblar todas cadenas y muros. Su voz repitió desesperadamente que necesitaba ayuda... Y sucedió, habían escuchado las plegarias.
Al otro lado de la puerta estaba alguien, aquella voz sonaba de manera calmada y suave y preguntaba por él.
-Yo… Eh… Necesito ayuda -carraspeó y cogió aire, feliz de que al fin alguien le hubiera escuchado.
La respuesta tardó en llegar varios segundos eternos para Bang, pero cuando lo escuchó sonrío por primera vez en días.
- ¿Qué puedo hacer?
Y la sonrisa se ensanchó al imaginar lo ingenua que era la persona que se encontraba al otro lado de la pared.
-Busca las llaves, por favor… -suspiró y elevó la vista al techo con los labios apretados, esperando a que un milagro sucediera.
De nuevo el tiempo jugó en su contra y cuanto más tiempo pasaba menos creía que volvería a escuchar aquella voz que prometía ayudarlo. La luz de la luna y las estrellas teñía de color perlado las paredes de aquella caja y anunciaban que la noche estaba allí. Poco a poco el sueño apremió y dejó de esperar.
Bang sintió como el cuerpo, brazos y piernas eran liberados, y lo primero que hizo fue moverlos y ver las marcas que tenía. Dio un par de pasos para ver que seguía pudiendo valerse por sí mismo tras aquel tiempo encerrado y al observar a un joven moreno a sus pies con las llaves del policía en las manos abrió los ojos sorprendido.
En cuestión de segundos lo estaba sujetando por los brazos y mirando fijamente.
El cuerpo de Xiao Ya se contrajo al sentir la fuerte sacudida de Bang y suspiró nervioso tras notar los brazos a su alrededor. No recordaba la última vez que alguien lo había tocado, ni siquiera recordaba haber recibido un abrazo como aquel. Pero aquel gesto que los unió escasos segundos le perturbó.
-Para usted -dijo finalmente Xiao Ya, empujando contra el pecho de aquel chico las llaves y separándose con intenciones de irse.
Pero no pudo reaccionar cuando sintió como Bang lo levantaba en brazos y salía corriendo de allí. El cuerpo de Bang desprendía adrenalina y felicidad. Poco le importaron las voces que le exigían respeto y buen comportamiento. Tampoco el coche que poco después empezó a seguirlos. Sujetó todo lo fuerte que podía a Xiao Ya y corrió, dejando en aquella carrera el resto de la fuerza que le quedaba.
- ¿Dónde vives?
Xiao Ya tardó en contestar, confundido por toda aquella acción, y respondió señalando hacia donde debía dirigirse. Primero la derecha y todo recto, después tenía que cruzar la calle y atravesar el puente. La casa más vieja y deprimente, esa era la suya.
Bang recordó las obras arquitectónicas que en libros y fotos lo habían fascinado, dejó sobre el suelo con cuidado a Xiao Ya y esperó a que abriera la puerta. Echó la vista atrás y respiró hondo, aliviado al ver que habían despistado a los persecutores.
╰☆╮ Continuará ╰☆