Pues deselmpolvando un poco el discoduro he encontrado aquí y allá drabbles y one-shots sin publicar (De diversos fandoms como BSG, Doctor Who, Downton Abbey, Mad Men, ASOIAF y Lost).
Muchos de ellos los escribí hace 6 meses o más y que nunca llegué a revisar después del ataque de inspiración o que nunca pensé que fueran lo suficientemente buenos como para revivir mi ele-jota (Estas cosas pasan xD).
Así que después de todo, he decidido irlos publicando poco a poco, empezando por éste (Que seguramente es uno de los escritos que más me ha gustado cómo me ha quedado nunca).
Nombre: Revelación
Fandom: Battlestar Galactica
Categoría: Ehhhh, drabbles (?) formando un one-shot. lol.
Palabras: 1901.
Género: Drama, un poco de romance y mucho mucho angst. (Esta serie lo pide, vale?)
Personajes: Centrado en Kara Thrace, Kara/Zak, Kara/Lee y Kara/Leoben mencionados.
Notas: Experimenté bastante con el estilo de el tercer drabble, así que si se lee un poco raro al estar en segunda persona, eso simplemente se debe a que me divertí mucho con él xD.
Advertencias: Spoilers de toda la serie. Referencias a violencia doméstica, muerte, etc.
Génesis
Entre sus brazos ella nacía de nuevo.
En aquellas épocas donde Kara Thrace era tan tonta como para pensar que aquello sería para siempre no había cosa que pudiese hacer que no fuese quedarse para siempre entre aquellos brazos.
Ingenua, crédula. Como si la vida no le hubiese demostrado lo contrario, año tras año, golpe tras golpe.
Porque lo llevaba en la sangre, porque aún cuando no podía evitarlo, se parecía a su madre. Se daría cuenta de ello mucho tiempo después, pero aquel sentimiento existía, y Zak. Zak sabía lo que pasaba, lo sabía cuando miraba las ventanas de sus ojos, sus puertas del alma. Lo sabía mientras besaba sus labios y acariciaba su cuerpo, y sus mentes y almas se unían en un nudo de pieles; dos personas que querían salvarse, dos entes que hacían lo posible para olvidarse de dónde venían y cómo la sangre era mucho más gruesa que el agua.
El mundo no era horrible, ella lo era, ella lo había sido. Pero ahora llegaba él a ponerlo todo en su lugar. Ella volvía a ser Kara. Se convertía en una Kara distinta y de pronto nada importaba. Porque sus ojos le decían día tras día, segundo tras segundo que ella lo merecía y que era querida.
Y no había tristeza detrás de sus palabras cuando decía que los amaba, aunque en un futuro aquella sería su sentencia de muerte. No había nada sino la felicidad del momento. El estado blanquecino donde todo tenía un brillo especial. Donde la luz brillaba con fuerza y podía descubrirlo todo de nuevo.
Había pensado alguna vez que estaba rota, tal como los huesos de sus dedos, tal como su corazón estrujado y sus moretones en las piernas. Había pensado que no volvería a levantarse después de aquella lesión de rodilla que se había merecido una y otra vez.
Pero ahora, con sus besos, ahora con su piel, suave y azucarada, ya todo eso no tenía sentido ni lugar.
Por eso había dicho sí en primer lugar.
Kara Thrace jamás había sido de las niñas que soñaban con un velo de novia y platos que lavar. Pero todavía era una niña, y había dicho que sí con un temblor en su voz, porque ella conocía aquel estado. Eran los segundos de contemplar el lienzo blanco y sostener el pincel y escoger los colores, el silencio antes del gran concierto, la duda antes de un beso, era el momento de reinventarse.
Había dicho que sí porque era tiempo para cambiarlo todo, porque la voz atronadora de su padre dejaría de sonar en sus pesadillas, porque su madre dejaría de recibir golpes en sus recuerdos, porque quería demostrarse a sí misma y al mundo que ella se merecía creer en algo más que en sí misma, porque ella era una sobreviviente.
Porque ella era una artista. Y el mundo sólo era un lugar desordenado que pondría muchas pruebas en su camino, pero Zak estaría a su lado.
Porque ella pensaba que todavía quedarían muchas noches como aquellas, donde el tambor de su corazón se igualaría a aquella canción de amar sin cuidado, de querer ser mejor, de nacer y ser libre.
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Éxodo
Abrió los ojos en cuanto la primera luz del alba se posó en sus párpados.
Hacía frío. En ese jodido planeta siempre parecía hacer mucho frío. Pero hacía tiempo que no había sentido lo que era la brisa o lo que era el invierno, y por unos momentos podía soportarlo.
El pecho cálido de Lee palpitaba contra su oreja, el cielo gris y el amanecer marrón le entraba por los poros transpirando alcohol. El viento le devolvía de pronto palabras gritadas a la luna y las estampaba contra su cara. El dolor era insoportable. Su cabeza daba vueltas y su garganta gastada dolía, de las risas, de las declaraciones, de los gemidos, de haber estado tanto tiempo sin decir nada y encontrarse los restos de un secreto en las comisuras de los labios.
La noche anterior se habían dormido contemplando las estrellas, aquel cinturón de constelaciones tan distintas a las de Caprica. Así se habían hundido en aquel abrazo tan familiar y se habían querido. Se habían querido tanto que ahora el destello del día no era nada comparado con la fantasía que por unos segundos se habían construido.
Había extrañado el sol. Lo había extrañado tanto que ahora su piel dolía mientras los bien merecidos rayos de ese sol mortecino, de esa estrella moribunda descansaban sobre sus piernas desnudas.
Sentía la respiración de Lee en su cabello, la dulce presencia de tener algo a la mano que sólo era suyo, suyo y de nadie más. El suelo se abría, aquella arena pegajosa que ahora llamaban hogar, las flores danzaban, pétalo tras pétalo a merced del viento. Su casa. Su cabaña. Sus raíces. Su tierra. Y sólo algo en común, él.
Él sobretodo.
Sintió deseos de morir mientras el miedo sobrecogía su alma. Estaba allí en una tierra desconocida, y el temor de no estar sola hacía cosas incalculables con ella.
Desistió de dejarse querer. Se sintió desnuda. Se sintió sucia. Se sintió que no merecía aquellos dedos que rodeaban su cintura, o aquellos labios sobre sus párpados. Se sintió salvaje, se sintió fría. Se sintió como una niña herida, escondida siempre en el rincón entre las escaleras y la cocina, oyendo golpe tras golpe, resignán palabras tras palabras a aquello que había sido su hogar.
Se sintió tan llena de algo que se pensó sucia, se pensó perdida, se pensó otra persona que no fuese Kara Thrace.
Sus manos recorrieron aquella cara tan conocida. Se había dormido con una sonrisa entre los labios, creía recordarlo así.
Quiso detener ese momento para siempre, aquel instante en dónde tendría que enfrentar todo lo que había hecho, todo lo que sentía, todo lo que ella era. Pero era demasiado pronto. Todo había ocurrido con demasiada rapidez y ella no tenía las fuerzas para enfrentarse a un nuevo día entre aquellos brazos, a una nueva vida en aquella tierra donde se entregaría por completo.
Olvidó su nombre por unos segundos, y pensó que todo sería más fácil si ella no fuese quien era. Si ella no llevase ese apellido, si no hubiese tenido que enterrar al otro Adama. Pero todos estaban muertos, todos. Su padre. Zak. Había cargado con ello casi toda su vida. Lo que le costaba ahora era enfrentar aquellos ojos que se abrirían en cualquier segundo, aquellos pómulos llenos de vida, aquellos momentos llenos de amor que la perdonarían cuando ella no estaba lista para el perdón y tal vez jamás lo estaría.
Se había abierto demasiado, había sentido lo suficiente y ahora se atemorizaba de ello. Agarró las manos de Lee entre las suyas y las besó con cuidado, como Sam había hecho una primera vez con ella. No podía sentirse digna de aquello, jamás podría agradecerlo lo suficiente. Sintió sus pupilas buscar con ansiedad lo que quedaba de la antigua Kara, lo que quedaba de su fuerza y su espíritu.
Dejó que el viento se llevase aquellos instantes en los que había sido feliz. Y guardó en su corazón una pequeña lágrima. Sabía lo que iba a hacer y lo resentía. Conocía las consecuencias y se odiaba por ello. Pero por un momento dejó que aquella fantasía quedase sepultada entre aquellas tierras, y caminó, caminó sin mirar atrás.
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Apocalipsis
Miras aquellos huecos oscuros donde una vez estuvieron tus ojos. Y tu ceja se mueve, se mueve hacia un lado y has olvidado como parpadear. El viento cortante te hace daño en tu cara, y tu cabello vuela libre en aquella primavera muerta de un planeta nuclear.
No hay nada como planear tu propio funeral.
Puedes olerlo. Desde el primer momento en el que tus pies pisaron aquellos pastizales moribundos, puedes oler la muerte que te rodea. Puedes oler tu carne quemada, putrefacta, el metal oxidado, un cadáver durmiendo en el sol.
Desde el primer instante, en el que te encontraste entre las nubes y dijiste hola de nuevo pudiste sentir aquella llamada, aquel corazón latente que te acercaba a aquella tierra. Un camino, una llamada, un destino. Todo sólo para aquel momento, para enterrarte. Para descubrir que eres otra.
El fuego quema tus huesos, lo que queda de tejidos chisporrotea. El plástico de tu traje de piloto se chamusca y el aire se llena de ansiedad.
Habrías preferido dar la vuelta. Habrías preferido correr. Jamás le has huido al peligro y sin embargo siempre has sido incapaz de encarar a una responsabilidad; siempre ha sido imposible para ti luchar contra lo que conoces y amas. Pero no lo hiciste. Por eso estás aquí, porque eres distinta y has descubierto que aquella Kara Thrace que huía ha muerto.
Y nadie debe saberlo.
Prendes el primer esbozo de infierno entre tus manos y no te importa si te chamuscas un poco. Ya nada importa. Ves el fuego extenderse entre aquellos huesos, entre aquel cabello rubio y fino, corto, muy corto. De tu piel ya nada queda, y aún así puedes sentir el calor y el dolor que en aquel momento te posee. Por una vez no peleas de vuelta. Sólo te quedas allí, consumiéndote. Tripas, corazón. Unos labios que amaron. Una boca que habló. Un cerebro que no quiso nunca pensar demasiado. Un cuerpo que luchó.
Recuerdas aquel momento en el que despertaste siendo otra persona; en el que volviste con una eterna sonrisa desaparecida y el fuego de la fe ardiendo en tu interior. Lo recuerdas y te sientes muerta. Vuelves a sentir el abrazo de Lee, las palabras perdidas de Sam.
(“¿Un par de horas? Llevas desaparecida dos meses, Kara”)
Pero no habías desaparecido. Habías muerto en un planeta llamado tierra y ahora eres algo que ni Leoben puede explicarse.
El maldito destino de Kara Thrace.
En unos minutos no quedan sino las cenizas, y tú te quedas allí, encorvada y sola. Porque ya no hay nadie que te acompañe. Porque los has espantado a todos, y porque ya no sabes ni quién eres, ni cuál es tu nombre. Gritarías si pudieras, pero tu garganta ya no existe, ya no es sino un coágulo ardiente perdiéndose en el cielo gris.
Como para mantenerte viva, tus neuronas trabajan con rapidez, buscando aferrarse a algo. Te pierdes entre la hierba cobriza, entre los pastizales muertos, entre la tierra oscura manchada de sangre de civilizaciones. Ya no sientes tu piel como tuya y no reconoces tu cuerpo, y sin embargo, existe una certeza dentro de tu alma de la que no te puedes deshacer.
Vuelve a tu cabeza la imagen de aquella foto sonriente, al lado de una Kat muy orgullosa, e intentas reír porque te sientes incapaz de llorar. Habían pasado ya días desde tu regreso a la vida y nadie había osado a sacar aquella foto de aquel lugar. Ni Lee. Ni Sam. Ni el almirante Adama que te había llamado hija.
Todos te habían enterrado.
Habías arrancado aquella foto con furia, con desdén. Sabiéndote ya muerta, sabiéndote ya olvidada por aquellos hombres a los que amabas más que la vida misma. Lo habías hecho con el valor de una Kara del pasado, que sudaba, tomaba y frackeaba (Un fantasma que queda todavía entre tus caderas sedientas de algo más, entre su pecho muriendo por una certeza).
Y ahora ríes en tu miseria porque sientes que tal vez no debiste de haberlo hecho.