Ni un alma en casa. Ni un alma.
Septiembre 8, año 2009.
No podía encontrar el abrigo que buscaba.
Qué capacidad tenía Rachel, para retrasar momentos que no quería vivir. Ella, la eternamente ordenada; que siempre sabía dónde encontrar lo que buscaba; la que no toleraba que sus cosas formaran parte de algún desorden; ella. La algunas veces maniática… no podía encontrar el abrigo negro que buscaba; a pesar de tenerlo prácticamente frente a sus ojos.
Eran las once y media de la mañana de aquel martes vacío. Las niñas no estaban en casa, de hecho, nadie más estaba allí. Sólo ella. Ella y sus recuerdos. Y esa sensación extraña, que quería ser dolor; que quería convertirse en lágrimas.
- ¿Dónde estás? - y no hablaba con el abrigo, aunque estuviera removiendo la ropa de su armario. -¿Dónde te metiste? ¿Por qué no estás aquí? ¿Por qué…? -y dio con el sweater, pero eso no le impidió seguir con el interrogatorio. -¿Por qué no respondes? Tú siempre respondes, siempre. Así que dime, ¿dónde estás?
***
“Mami -había dicho una pequeña Rachel, que aún guardaba espacio para las sonrisas, aunque en ese momento se mostrara preocupada - ¿es cierto que no somos una familia, porque papá no está con nosotras?
Y Liesel, contrariada, había dejado los platos a un lado, porque la pregunta que había hecho su hija, merecía toda su atención: -¿De dónde sacaste eso, Rachel?
-Lo dijo una niña en la escuela. Lindsey. Dijo que una familia de verdad tenía al menos, tres personas: padre, madre e hijo; o en mi caso, hija. Y que como nosotras estamos solas, no somos una familia real, ¿tiene razón?
Era cierto: la crueldad de los niños.
-¿Tú crees que es cierto?
-No lo sé, mami, no lo sé.
Entonces Liesel sonrió, porque la frustración de su Rachel le pareció divertida. Siempre era gracioso verla enojada, ofuscada o indecisa; a pesar de que estuviera pensando en cosas en las que una niña no debía pensar, porque si algo quería, era que la niña se preocupara por las muñecas; no por la ausencia de un padre. Porque, siendo sinceros, Michael debía estar allí, haciendo que Lindsey se tragara sus palabras. Poniendo un muro entre Rachel y cada angustia.
-Pues, por supuesto que no tiene razón, Rachel. Eso lo dice sólo porque quiere molestarte -y se sentó a su lado, tomando su mano, para luego mirarla a los ojos e intentar transmitirle esa seguridad, que quería que sintiera -. Sé que probablemente ahora, no lo entiendas. Y no pretendo subestimarte, cariño -aclaró, al verla fruncir el ceño, evidentemente ofendida. Porque incluso siendo tan pequeña, se molestaba si alguien dudaba de sus capacidades para comprender alguna cosa. -. Lo que pasa es que, son cosas que tienes que vivir, para poder comprender del todo. Ya lo verás, con el paso del tiempo vas a entender lo que quiero decir, cuando te aseguro que somos una familia. Y que no estamos solas, porque nos tenemos la una a la otra. No te preocupes por lo que diga Lindsey. Te aseguro que ella no entiende cómo son las cosas. Afortunadamente, sus padres están con ella; pero que tu padre no esté con nosotras, no nos hace menos familia ¿de acuerdo?
Y Rachel sonrió. Y Rachel asintió. Y Rachel comprendió.
-De acuerdo.
-Muy bien, ahora ¿por qué no vas a jugar con Lauren, mientras yo termino de lavar los platos?
-¿Y luego podemos salir? ¿Ir al parque y…?
-Y comprar chocolates -completó Liesel, con una sonrisa. -, claro que sí. Compraremos todos los que quieras.
Así que Rachel, complacida, caminó hacia la puerta, dispuesta a encontrarse con Lauren; su primera mejor amiga. Pero, antes de salir de casa, escuchó nuevamente, la voz de su madre.
-¿Rachel?
-¿Sí, mami?
-Siempre voy a estar aquí. No lo olvides.
-Yo también, mami. Te quiero.
Y eso bastó para que Liesel sonriera, repleta de dicha. Porque no había nada mejor, en todo el mundo, que escuchar a su nena decirle: te quiero.”
Algunos años después, la misma niña cariñosa estaba frente a un espejo, atando su cabello en una coleta, pensando una y otra vez en esa promesa.
- No Liesel. Hoy no estás.
***
Parker había vuelto a casa. Había vuelto por Rachel. Y sentía que tendría que salir de allí sin ella. Lo había sentido desde antes de marcharse, la primera vez, para ultimar los detalles del funeral.
El funeral.
Rachel no podía pensar en eso. Se sentía incapaz de hacerlo. Por eso había sacado toda la ropa del armario. Por eso la había lanzado en la cama. Por eso había comenzado a doblarla. A doblar cada pieza. Cada camisa, cada abrigo y cada pantalón. Porque, de esa manera, no podía concentrarse en otra cosa que no fueran los pliegues y las arrugas que debía evitar.
Definitivamente, no quería vivir ese día.
- ¿Rachel? ¿Estás lista? -la voz de Michael. El padre que se acercaba a la puerta y la golpeaba con los nudillos.
- No. Aún no. Pero puedes irte -de nuevo, como siempre -, sé cómo llegar. No tienes por qué preocuparte.
- ¿Estás segura?
- Estoy segura. Ve. Yo iré en un rato. Cuando esté lista.
- Muy bien. De todas formas, si necesitas algo…
- Puedo llamarte. Lo sé.
“-Buenas tardes -había dicho el hombre, al ver a Rachel, luego de que la chica abriera la puerta. -Me han dicho que ésta es la casa de Liesel Von Brandt, ¿está aquí?
-Sí, sí está ¿quién la busca?
-Un viejo amigo. ¿Podrías llamarla?, por favor.
-No. No podría. No hasta que me diga su nombre…, por favor.
-¿Rach? ¿Qué sucede? ¿Quién llamó a la puerta?
Y Parker desvió la mirada, guiado por el tono de aquella voz.. Su voz. La que había esperado escuchar desde hacía tantos años.
-¿Liesel?
Y, claro, Liesel se detuvo a la mitad del camino que la llevaba de la cocina al recibidor. Porque lo había escuchado, otra vez. ¡Otra vez! Luego de casi diecisiete años. Porque, finalmente, después de tanto tiempo, allí estaba Michael Parker.
-¿Cómo…? Es decir, ¿qué…? ¿Por qué?
-Lo siento. Yo…, sé que…, es una historia…, yo…, Liesel. Yo no quise, fue…, yo pensé…, pensé que…
-No. No lo hagas. No des excusas, ahora no. No en este momento. Por favor.
-Pero…
-No.
Rachel. Ay, Rachel. Tan confundida. Tan perdida. En medio de dos personas. En medio de dos historias. En medio de dos mundos, que siempre terminaban por ser uno.
-¿Perdón? Mamá, ¿qué sucede? ¿Quién es este hombre?
¡Entonces la vio! Se fijó bien en ella y en su mirada. En sus ojos. Incluso se fijó en su carácter, sin que nadie más tuviera que decirle una palabra sobre él. Supo que era decidida como su madre y obstinada como él. Y también supo, que la chica era una combinación perfecta entre Liesel y él mismo. Aún no la había visto sonreír, pero sabía que ese gesto la hacía una Von Brandt, mientras que el ceño fruncido y el suspiro cansado, la convertía en toda una Parker. Allí estaba la chica. Su chica. Rachel, Rach, ¿cómo era que no había asociado el apodo con su nombre, si hacía tanto que deseaba escucharlo?
-Rachel…
-Cariño, él… es…
-Michael Parker.
Y Rachel frunció el ceño, como si intentara corroborar los pensamientos de su padre, sobre eso de ser de la familia.
-Perdone, pero creo que no lo conozco.
Era evidente que no lo conocía; si nunca había estado. Nunca. Para ayudarla en las tareas, para llevarla al parque, para leerle un cuento, o para espantar sus pesadillas. Michael nunca había estado. ¿Por qué le extrañaba, entonces, que ella lo viera como se ve a un desconocido? Si eso era él en su vida. Un desconocido. Un padre que no debía ser llamado padre. Un hombre, simplemente eso. Un hombre que preguntaba por su madre y que no daba ninguna explicación. Un hombre que siempre, siempre iba a tener la oportunidad de irse, porque a final de cuentas eso era lo que hacía.
Parecía complicado, pero casi podía asegurar que aquellos serían sus pensamientos.
-Linda, es Michael. Es papá.
En ese momento, el tiempo se detuvo. Su tiempo. Su mundo. Y sólo hubo espacio para una cosa: la montaña de preguntas que llenó su cabeza. Claro, ella sólo pudo formular una:
-¿Papá? -y un tono sarcástico se adueñó de su voz - perdón, pero creo que hay un error. Yo no tengo papá -y vio cómo esas palabras fueron suficientes para golpear al fulano Michael. -, en esta familia sólo estamos Liesel y yo. Así que creo que ha perdido su tiempo, señor Parker. De todas maneras, gracias por venir. Asumo que fue un viaje entretenido.
Y le sonrió, en un gesto que había adoptado como propio, en un intento de separar a ésa Rachel, del apellido de su madre, porque sabía que ella nunca podría sonreírle a alguien, con tanta decepción.
Entonces le pidió una disculpa a Liesel, sólo a Liesel, y escapó a su habitación, haciendo lo posible por no desmoronarse frente a aquel desconocido. Aquel hombre que se hacía llamar papá. ¡Já! ¡Papá! ¿En serio? ¿Papá? ¿El que había preferido irse? ¿El que huyó, también? ¿Dónde estuvo papá, cuando se le necesitó? Porque, claro, siempre resultaba sencillo aparecer dieciséis años después. No cuando era urgente llevar a la niña al médico, o cuando había una reunión en el colegio. ¿Por qué en ese momento? ¿Por qué cuando Rachel ya no preguntaba por él? ¿Por qué cuando no necesitaba sus abrazos? ¿Por qué cuando ya había aprendido a no llorar? No. Ya no hacía falta. Rachel no iba a necesitarlo jamás.”
***
Había arreglado toda su ropa. Le dedicó casi dos horas de su tiempo, a ordenar las camisas por color y los pantalones por tiempo de uso, sintiendo que había inventado esa categoría y casi sonriendo al entender que era realmente estúpida; pero no importaba, porque había estado bien para distraerse.
¿Distraerse de qué?
“Cuando mamá me dio la noticia, quise pensar que todo terminaría bien; que el asunto de la enfermedad era sólo una prueba, un obstáculo o como la gente quiera llamarlo. Pensé que todo se trataba de una trampa cursi, para que pudiera llamar a Parker, papá. Suena ridículo, pero creí que si me despertaba una mañana e iba a la cocina, mientras él estuviera preparando el desayuno para las niñas; y le decía: ‘buen día, papá’, mi madre saldría de su habitación y diría: ‘todo está bien, Rachel. No sucede nada. Voy a estar bien’.
Claro, fue una tontería y sólo viajó por mi cabeza durante unos pocos minutos. Pero esos fueron los mejores minutos que he podido vivir durante todo este tiempo. Y me encantaría volver a sentir eso que sentí cuando creí que con un ‘buen día, papá’ todo iba a mejorar. Esa paz, esa alegría… ese alivio; porque si en mis manos estaba salvar la vida de mamá, si unas palabras resultaban suficientes, no habría dudado ni un minuto antes de decirlas. Y es en serio.”
A Rachel no se le daba bien escribir. Eso de contar historias y darles un final feliz, no era lo suyo. Ella pensaba que la vida debía vivirse, no escribirse; y creía que los finales felices no existían para todo el mundo, entonces, que una persona tuviera un buen final y otra no, se le hacía injusto. Eso, sin contar que prefería los números. Y que nunca había sido buena para plasmar sentimientos en una hoja de papel. Sobre todo porque creía, que los sentimientos sólo debían expresarse de una sola forma: a viva voz. Claro, cuando se expresaban, que sencillamente, nunca fue su caso.
Sin embargo, cuando su madre le informó que las cosas no andaban del todo bien, sus únicas armas para luchar contra lo que le caía encima, fueron el lápiz y el papel. Porque, aunque no era buena creando mundos, era liberador poder describir el suyo. Con todos los matices que su propio dolor le otorgaba. Con las ilusiones, que luego se veían desterradas. Con los ojos cerrados, queriendo tener una historia mejor. Con los sueños, que aún podía soñar. Con lo que había ocurrido. Con lo que había querido que ocurriera. Con las navidades tristes. Con la rabia. Y con el miedo. Tal vez, el único protagonista de gran parte de aquella historia. Su propia historia.
“No sé qué voy a hacer, y creo que es la primera vez que escribo algo así. De cualquier manera, no tiene importancia, porque pretendo deshacerme de todas las hojas cuando esto acabe. Sí, porque algún día tiene que acabar. Porque esta situación no puede ser eterna. Porque llegará una mañana en la que ella ya no esté. Un día en el que nadie pueda escuchar su risa. En el que no nos perdamos en su mirada. Va a llegar un día, en el que su esencia se pierda. En el que las niñas pregunten ‘¿dónde está mamá?’ y sigan siendo muy pequeñas para comprender.
Cuando ese día llegue, sinceramente, no sé qué voy a hacer.”
- No sé qué voy a hacer -susurró, comenzando a agobiarse. Por el dolor que hacía lo posible por abrir la puerta en su corazón; y por lo complicado que era no saber nada sobre algún asunto importante. En aquel caso, todo eso de seguir adelante.
- Encerrarte en una habitación, obviamente. Perderte el último día junto a tu madre. Saber que no podrás verla nunca más y, con todo y eso, preferir una vía de escape, a un momento de honestidad contigo misma…, con ella. No llorar, porque tú no lloras. Porque eres tan egoísta que te niegas a llorar. Porque tu madre murió y no quieres aceptarlo. Porque sabes que eso va a derrumbarte y no quieres permitirlo; porque tú eres Rachel, la fuerte. Sí, eso eres. Y también eres la equivocada, que piensa que por unas cuantas lágrimas, toda la fortaleza se va a perder, pero déjame decirte: no va a ser así. De modo que permítete sentir, vive el duelo, llora todo lo que quieras, porque la única mujer importante en tu vida se ha ido. Porque Liesel no está. Porque ella siempre estuvo, porque te sonrió, te sacó adelante, se sacrificó por ti… y ya no está.
Lauren. La primera mejor amiga. La única que había podido hablarle así, porque conocía a la verdadera Rachel, ésa, que estaba escondida debajo de tanta coraza. La que reía feliz, la que salía a jugar en medio de la calle. La que siempre, siempre, siempre quiso conocer a su padre, saltar a sus brazos y gritarle ‘papá’, con todo el amor del mundo, porque después de todo, sí lo quería; sólo que no podía perdonarle tanta ausencia.
Allí estaba Lauren, en el umbral de la puerta. Seguramente llamada por Michael. Acudiendo a su encuentro, aunque Rachel no hubiera pedido que estuviera allí. Y no lo había pedido por la misma razón por la que la chica aceptó, sin pensar, ir a hacerle compañía: Lauren era peligrosa. Atentaba contra la tranquilidad que ella se obligaba a mantener. La golpeaba una y otra vez con verdades que nadie podía callar, pero que ninguna persona se atrevía a decir. Porque Rachel se veía bien; molesta, sí, pero bien; y eso era lo que importaba. Nadie quería indagar un poco más. Nadie. Excepto Lauren, a la que conoció en aquella calle hermosa de San Francisco. La calle que veía cada día, cuando se asomaba a la ventana. La que fue testigo de su primera caída. La que la oía llorar por papá. La que escuchaba sus risas, cuando mamá contaba una historia divertida. La misma calle a la que no volvió, desde que Parker apareció en sus vidas. La calle que no se permitía olvidar.
- Así que hazlo, Rachel. Destroza esta habitación, grita, arma un escándalo, rompe el espejo, lanza los libros al piso, que no te importe el ruido. Nadie podrá oírte. Todos se fueron, todos están con ella… todos, excepto tú, porque decidiste huir, protegerte detrás de un muro, un muro que no cambia las cosas, porque Liesel sigue allí… sin vida, esperando por ti, por esa visita, por esas lágrimas que le demuestren que, después de todo, su hija es capaz de sentir… de sentir y amar tanto a alguien, como para perder el orgullo, como para rendirse al dolor…, como para entender que, a veces, hasta resulta necesario. Ya no eres una niña, Rachel…, no actúes como tal.
- Yo no soy egoísta. Quiero serlo, pero aún no puedo lograrlo. Si fuera egoísta no estaría sintiendo esto que siento. Esta angustia. Esta necesidad. Este miedo.
- Así que lo sientes. Ese vacío en el corazón. La soledad, que te ataca de pronto. La necesidad de gritar, salir corriendo. Las ganas de llorar. Las sientes. ¿No es así?
- Sí.
- ¿Y por qué no lo demuestras? ¿Por qué no te permites llorar?
- Porque… creo que olvidé cómo hacerlo.
Eso no era cierto. Claro que no lo había olvidado. Era imposible que olvidara algo así. Rachel, simplemente, necesitaba un gesto. Necesitaba un empujón. Y el empujón lo dio Lauren, acercándose a ella para darle un abrazo. Un abrazo del que había huido. Un abrazo que había esperado. Un abrazo que la obligó a respirar de manera entrecortada, sintiendo cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Que la hizo tambalear. Perder el equilibrio. Sentir cómo dolía el corazón. Un abrazo, que le brindó la oportunidad de sacar todo lo que llevaba dentro. Un abrazo que le impidió caer… o que no permitió que cayera sola, porque Lauren también se había rendido a la tristeza, a ese dolor contagioso que sólo podía sentir una mejor amiga, que perdía a su madre. A su todo. A su centro y su pilar.
Esa tarde, que Rachel no quería vivir; Lauren lloró a su lado. Escuchando paciente sus preguntas. Intentando darle una razón. Queriendo saber, también, por qué Liesel Von Brandt estaba muerta. Caminando junto a su amiga. Ayudándola a seguir. Permaneciendo a su lado, cuando tuvo el valor suficiente como para acercarse al lugar en el que la vería por última vez. Esperando. Y ¿por qué no?, sonriendo al ver a Michael acercarse a su chica y permitirse darle un abrazo. A ella. A su siempre pequeña niña, a la que no había visto crecer…, a la que amaría toda la vida. Otro abrazo del que su amiga había intentado huir. Otro abrazo al que tuvo que rendirse. Porque lo único que necesitaba, en aquel momento, era comprender que había al menos una persona más, que amaba a su madre con todas las fuerzas que podía tener su corazón. Porque ya se había rendido…, por un momento, por un día… pero se había rendido.
Y porque, a final de cuentas, siempre había querido el abrazo de papá.