Oct 17, 2010 17:34
Entonces corrieron ocho años. Volaron, como llevados por el viento. Hicieron de Savannah una niña inteligente y divertida. La convirtieron en la mejor amiga de Aaron, en la admiradora de Sarah. Lograron que los Andrews-Winslow se mudaran a un mejor apartamento, nada lujoso pero bastante acogedor. Con paredes repletas de los dibujos de la niña. Con fotografías familiares y de soundtrack, nada más que risas. Convirtieron a Aaron, Sarah y Savannah en una verdadera familia, que ya estaba preparada para darle la bienvenida a un nuevo integrante. Sarah Winslow (de Andrews) estaba embarazada por segunda vez. Y Savannah aún tenía ocho años, cuando Anthony llegó a la casa.
¿Qué puede decirse del niño? Era hermoso. Con mirada tierna, cabello claro, mejillas sonrosadas, un corazón que latía desesperado. Estaba lleno de esperanzas, de vida. Era un Andrews en toda regla. Era el chico con el que se jugaría al béisbol o al que se enseñaría fútbol. Era Anthony, el consentido, incluso por su hermana mayor; porque Savannah no era de esas niñas celosas. Nunca lo fue. Es más, si había algo que la caracterizaba, era ese extraño anhelo de tener una familia grande. Muchos hermanos, que fueran amigos. Muchas salidas al parque. Muchas fiestas de cumpleaños. Mucha diversión. Siempre, siempre, tuvo lugar en su corazón para un familiar más. Pero ¿qué había del niño? ¿Alguna vez les demostró cariño? ¿Se sintió interesado en el montón de actividades que Savannah planteaba? ¿Quería jugar con ella? ¿Pudo llamarla por su nombre? Ni una vez. Anthony sufría un trastorno de desarrollo. El pequeño niño era autista.
Y, aunque Savannah no entendiera muy bien de qué se trataba, sí pudo darse cuenta de una cosa: en la casa, todo había cambiado. Ya no había mucho tiempo para una salida al parque. De pronto visitaban infinidad de hospitales. Muchas veces, Sarah había llorado y de repente, Aaron, trabaja mucho más. Ninguno se olvidó de la niña; pero ella comenzó a aislarse un poco de ellos. A los once años ya se escapaba al Central Park, cuando cumplió los doce, entró a la secundaria… y ése fue su escape. De pronto se aferró a las tareas, se esmeró en cada clase, hizo algunos amigos y comenzó a pasar las tardes con ellos; salía al parque con ellos, incluso se dedicaban a hacer trabajos juntos. Fue una buena época. Y estuvo “premiada” con la llegada de Clarisse. La última hija del matrimonio Andrews-Winslow. La que devolvió la alegría al hogar. Una niña tierna, que sólo tenía tiempo para sus muñecas, pero que siempre ha amado darle abrazos a sus padres. A la que le costó dormir muy bien por las noches. La niña que Savannah llevaba a su habitación, para que pudiera conciliar el sueño. Clarisse era el complemento que le hacía falta a aquella familia. Por ella, pudieron reunirse, de nuevo, en la mesa. Reír. Por ella se permitieron un nuevo comienzo, junto a un niño que no merecía ser tratado de manera diferente; que necesitaba cuidados, sí, pero no ser alejado de sus hermanas. Gracias a Clarisse, pudieron volver a ser esa familia normal.
Pero, tal vez, ya era tarde para Savannah. Porque ya estaba acostumbrada a esa soledad que tanto tiempo le había hecho compañía. Era una chica bastante independiente. Que se alejaba de casa cuando todo parecía volverse difícil, que le daba el mismo amor a Clarisse y a Anthony, que admiraba y respetaba a sus padres pero que, simplemente, no se sentía tan unida a ellos. Porque se le daba bien estar sola, o salir con amigos. Porque descubrió su vocación en medio de una salida al Central Park, y estaba sola. Porque decidió que iría a Yale. Que estudiaría periodismo. Que sería una persona reconocida. Que podría ayudar a su familia. Y que también haría su vida, en un apartamento distinto. Porque, de pronto se había cansado de ver sus propios dibujos en las paredes; o ver el mismo color en el techo. Estaba cansada de los mismos muebles. Y tal vez por eso, hizo de su habitación algo especial. La convirtió en un espacio sagrado. Al punto de no permitirle la entrada a cualquiera. Porque no todo el mundo merecía entrar en ella y ver sus paredes pintadas cada cierto tiempo, de un nuevo color. O las estrellas en el techo. O la cartelera con fotos suyas y de amigos junto a la puerta. O las cortinas blancas con motas de colores.
De un momento a otro, comenzó a pensar en lo parecida que era con Anthony.
Pues ambos vivían en un mundo particular.
Un mundo que ella mantenía sin mucho esfuerzo, porque siempre era más sencillo pensar en cualquier otra cosa (como la ropa que hay que arreglar, el botón por coser, la pintura que comprar, los libros que ordenar) que amargarse la vida por asuntos que no se pueden cambiar (el trastorno de un hermano, un colegio privado al que no se puede ir, la universidad que cada vez parece costar tanto). Es simple: Savannah está llena de sonrisas. Su nombre lo grita. Sus actos lo demuestran. Entonces, ¿por qué llevarle la contraria al mundo? Si ella nació para reír…, es sencillamente lo que hará. Porque de una u otra forma, es una chica de Nueva York y, como diría Alicia Keys “es una jungla de concreto… donde los sueños se hacen realidad”.
p: savannah andrews,
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