Tabla Ilusoria
Fandom: Heroes
Claim: Nathan Petrelli
5. Perdón
Y no sabe muy bien qué hace allí, qué espera conseguir, con esto. Quizás convertirse en héroe, salvarlos a todos -estaría bien, si fuese verdad-. Quizás una especie de perdón silencioso, póstumo; quizás hacer algo por sí mismo, por una vez. Algo en lo que no intervengan sus padres, Heidi, Peter, esa estúpida carrera política que no vale la vida de millones de personas, en este instante. Algo en lo que el mismo Nathan Petrelli no tenga voz ni voto, en lo que sea sólo eso otro -eso a lo que no sabe cómo llamar, eso a lo que no debería poner nombre, porque los nombres lo estropean todo- lo que hable. Por él. Por todos.
Y no, no sabe qué hace allí, en la Plaza Kirby, no sabe por qué ha venido, siquiera. Pero extiende los brazos, aferra a Peter, vuela. Y en el momento en que deja de tocar el suelo, en el instante en el que todo es aire y viento frío y esa sensación de velocidad, en el que todo queda reducido a ellos dos, es más fácil entender.
No podía fallarle. No de nuevo. No podía dejar que pasara, todo eso -la bomba y las muertes, los gritos, los llantos-; Peter sigue siendo su hermano pequeño. Y es más sencillo esto, es más sencillo cogerle en brazos, como cuando era niño, y pedirle, en silencio, que olvide todo lo demás. Los últimos días, los últimos años. Esta última vida tan horrible y torcida, tan llena de errores que sólo ahora aprecia. Perdóname por haber sido un hermano mayor tan terrible, piensa, quiere pensar.
También querría decirlo, pero entonces todo empieza a arder. Y el cuerpo no le responde, todo duele, y sólo puede gritar.
7. Estrella fugaz
No debería mirarla, siquiera. No debería fijarse en ella, porque es el tipo de chica que, según su madre -y su madre suele tener razón en estas cosas, de alguna manera-, puede destrozarle la vida. No importa que tengas cuidado, Nathan; basta con que caigas una vez. Basta con que no digas que no, con que te dejes llevar; ellas hacen el resto.
Así que no, no debería mirarla, no debería seguir con los ojos cada una de esas curvas, desde luego. Ni sonreírle en respuesta a ese guiño que casi pasa desapercibido, ni levantarse cuando ella se levanta.
Se encuentran en la puerta, cierran tras ellos. El ruido del bar queda ahogado; fuera, la noche y el frío y ella no tiene abrigo, así que él se lo ofrece. Soy Nathan, le dice, también. Ella tarda en responder. Meredith.
Y ahora quizás lo entienda mejor, Nathan Petrelli. Ahora quizás sea más fácil hacerse a la idea -una mujer así puede llevarte por donde quiera, puede arrancarte el corazón sin que opongas resistencia-. No es el cuerpo, no es la cara, no es ese pelo rubio y largo que le llega hasta la mitad de la espalda; es otra cosa. Es ese fuego que parece llevar dentro, Meredith, esa llama que arde y podría arrasarlo todo, que está a sólo unos segundos de hacerlo, que se le ve en los ojos. Es una especie de estrella, una estrella fugaz. Y sería estúpido de su parte dejar simplemente que se vaya. Es mejor pedir un deseo, dejarse besar.
16. ¿Por qué no?
Y está solo, esa noche, está solo en ese estúpido hotel y Heidi está muy lejos, y, de todas formas, no es como si ahora significara algo -Heidi ha dejado de ser su chica, dejó de ser su chica hace meses para convertirse en otro error, en algo más que ojalá pudiera olvidar, ojalá no le mirase así, ojalá desapareciera, a veces-. Está solo en el hotel y dormirá solo, probablemente, pero esa chica, esa mujer -Niki- se le acerca y por qué no, por qué no caer en la tentación, ceder por una vez. Por qué no dejar de ser el padre perfecto y el marido perfecto y el hermano y el hijo y el candidato perfecto, por qué no convertirse de nuevo en uno más -porque ha habido más, seguro, en esta misma habitación y con esa misma mujer, o quizás otra-, dejarse llevar.
Pero entonces ella habla. Le dice que tiene un hijo, un niño genio. Micah, se llama, y Nathan casi puede imaginárselo. Rubio, quizás, como su madre, con los ojos claros. Es posible. Nueve, diez años, y solo en casa -como sus propios hijos, como Simon y Monty, con esas sonrisas enormes cada vez que vuelve papá-, y es todo un poco más difícil, un poco más real. No es un hombre cualquiera, no puede alejarse de su propia vida cuando le convenga. Así que no dice nada, cuando ella se marcha. La deja ir. Y Las Vegas de noche parece un campo de estrellas, y hay tanta luz, ahí fuera, y hay algo dentro de él que sólo quiere volar sobre todo, dejarlo todo atrás -y es el mismo algo que quiso besar a Niki y tenerla entre sus brazos, piel desnuda y gemidos y sudor y todo lo que no le queda con Heidi, lo que puede que no tenga nunca más, y es cada vez más difícil, ignorarlo-.
Nathan Petrelli cierra los ojos, respira hondo. Y casi se hace a la idea, casi se convierte de nuevo en el hombre perfecto, decente. Por qué no; no es como si hubiese algo más, no es como si no tuviese tanto que perder, en casa. Luego, la puerta se abre. De nuevo.
Y por qué negarse algo así, después de todo. Quién se va a enterar.
18. Nunca lo olvidaría
Y se prometió no olvidarla, se prometió recordarla siempre, pero ha sido difícil. Han pasado los años, ha pasado la vida, y Meredith dejó de ser la chica rubia y salvaje a la que llegó a adorar, y se convirtió en pasado. Hasta ahora.
La llamada le coge de sorpresa. Le asusta, también, le aterra, porque hace que todo se tambalee -Meredith siempre tuvo ese efecto; quizás por eso le gustaba tanto, en su día-, porque pone en peligro todo lo que tiene ahora, todo lo que ha tardado tanto en conseguir. Se pregunta qué pensaría Heidi, de todo esto -ahora que no puede levantarse de la silla, ahora que les cuesta tanto dirigirse unas palabras que no lleven veneno, que no dañen-; se pregunta qué piensa él mismo, de todo esto.
Estoy viva, dice Meredith. Y la niña -tu hija-, también.
Y se arrepiente en el mismo instante en que lo dice. Se arrepiente porque Meredith está de acuerdo, porque el dinero es lo único capaz de compensar quince años de ausencia. Qué más puede ofrecerles, piensa, al fin y al cabo; le habría gustado que ella le contradijera. Que le reprochara no ofrecerse a volver, a ir a verlas; que fuese un poco menos Meredith, menos como él, un poco más idealista.
Y se descubre a sí mismo pensando en ella, en ellas -la pequeña Claire y su madre, y él, quizás-, en todo lo que podría haber sido, en todo lo que nunca será. Se prometió no olvidarlas nunca, se lo juró ante sus tumbas. Puede que hayáis muerto, se dijo, pero viviréis en mi memoria.
Ahora no sabe qué hacer, exactamente. Ahora que están vivas, que no le necesitan.
20. A su lado
No sabe lo que ven, los demás. No sabe qué les pasa por la mente, al verles -hay veces en que le gusta imaginar que no piensan en nada, que les da igual; ni siquiera él es tan iluso-. Puede que sus asesores tengan razón, que le haga parecer débil; una parte de él opina igual. Heidi está luchando, Heidi se recupera, o lo intenta. Heidi sigue siendo madre y esposa y sigue sonriéndole, incluso ahora, incluso cuando lo único que él puede devolver es una mueca vacía. Heidi es fuerte, Heidi es lo bastante fuerte como para no culparle por nada, para seguir a su lado.
A veces cree que es un castigo.
No se atreve a mirarla, no de frente. No como lo hacía antes, deseo contenido y esa complicidad, ese saber que estaban siempre ahí, el uno para el otro. Que eran iguales, habían nacido para estar juntos.
Ahora es distinto. Ahora da miedo, estar junto a ella. Ahora Nathan sueña con esa noche, se siente despegar del suelo a cada segundo, volar alto, muy alto, dejar el coche. Y puede que ella lo sepa, puede que Heidi lo recuerde, y entonces es aún peor, porque no lo dice. No le culpa, nunca le ha culpado. Nunca dice lo que piensa, lo que piensan todos -es tan injusto que haya sido ella, cuando es Nathan quien tiene la culpa. Cuando es él quien iba al volante y a quien perseguían, es él el que no ha tenido fuerzas para detener a sus atacantes, para oponerse a los deseos de un hombre muerto-. Es tan injusto, todo esto, y ella sigue a su lado. Y quizás eso sea lo peor.