Tabla Leyes de Murphy: 21, 22, 23

May 31, 2011 16:51

 (No debería estar haciendo esto. Pero ya no tiene remedio, ¿no?)

Tabla Leyes de Murphy
Fandom: Being Human (UK)
Claim: Mitchell/George/Annie

Ningún problema verdadero tiene solución.

Hay cosas que uno descubre tarde en la vida. Hay ciertas cosas que nadie cuenta a los niños -quizás porque piensan, con esa lógica aplastante que nunca sirve de nada, que se merecen algo de tiempo en la ignorancia, que si lo desean con la suficiente fuerza nunca tendrán que averiguarlo-. Hay cosas que uno descubre por sí mismo, cosas que uno quiere olvidar enseguida.
Esto, por ejemplo. Esto de cinco segundos pueden joderte la vida, esto de sólo hay que estar en el sitio equivocado y en el lugar menos oportuno. No lo de convertirse en lobo porque, la verdad, esa parte George aún no se la cree del todo. Aunque lo viva.
Si hay algo que les reprocha a sus padres, en estos momentos, es el haberle engañado. Dijeron que no existen los monstruos, dijeron que los problemas se solucionan, que no hay nada que no se pueda arreglar, pero está esto. Está el dolor agudo, insoportable, gritar hasta que la garganta se le rompe, hasta que no le queda voz ni aire ni nada por lo que luchar. Está el dejar el mundo atrás, el miedo a hacerles daño -a Julie o a papá o a mamá, a cualquiera que pase cerca-, el estar solo de verdad por primera vez en la vida.
Hay cosas que no se solucionan, le gustaría decirles. En lugar de eso se larga en mitad de la noche, una mochila al hombro y suficiente dinero para sobrevivir un par de semanas, con suerte. Si no se lo roban antes, claro, porque, sinceramente, George nunca ha sido muy bueno para ir por ahí solo, porque siempre ha tenido cara de víctima, qué vamos a hacerle -qué maldita ironía haberse convertido en cazador-. Todavía tiene el brazo en cabestrillo, manías de estas raras de los médicos, y le duelen el pecho y la cabeza, y cada hueso y cada músculo y todo lo que no tiene en el cuerpo. La luna llena fue hace tres días; todavía no sabe cómo consiguió salir de casa sin que lo notaran. Quizás como ahora, de puntillas y con los labios apretados, aterrado. Quizás pensando que no volvería, arrepintiéndose cuando lo hizo.
Hay ciertas cosas que uno descubre realmente tarde en la vida, cuando ya no sirven de nada. Después de haber probado los besos y las caricias, después de saber lo que es enamorarse, más o menos, después de conseguir hablar seis idiomas. Hay pequeños problemas, ahora lo sabe, hay pequeños obstáculos que uno supera cada día, y luego está esto. Luego está una montaña enorme que no se puede trepar, que te obliga a cambiar de rumbo, dirigirte a otro lugar.
Y George es lo bastante inteligente como para entenderlo, eso, lo de cambiar de carretera y seguir adelante, como se pueda. Es por eso que se va, esa misma noche, es por eso que coge el primer autobús y se dirige a no sabe dónde, e intenta dormir con la cabeza apoyada en la mochila. Es difícil. Es difícil porque se le hace un nudo en el estómago y algo más, porque quiere parar de llorar y no puede, porque lo ha dejado todo, ahora, y no hay marcha atrás. Y no hay mucho más que decir, no hay nada de lo que hablar. Ningún problema verdadero tiene solución; le ha llevado años, pero lo ha descubierto.

Dos monólogos no hacen un diálogo.

Intenta hacerle entender, en serio. Intenta metérselo en esa cabezota que tiene. No es una buena idea, George, insiste. No es una buena idea y no va a serlo por mucho que me ignor... ¡Hey!, ¿me estás escuchando?
La respuesta a eso, obviamente -y si George se molestase en darla, claro-, es no.
Va a salir bien, comenta en voz alta el licántropo, en cambio. Le va a encantar, ¿no crees? Y ahí Mitchell hace un gesto exasperado, resopla, se deja caer en el sofá. Haz lo que te dé la gana, suelta; no es como si tuviese otra opción, claro. Al fin y al cabo, es de George de quien estamos hablando, y, si hay algo que se le da bien, es ignorar toda advertencia. O consejo. O lo que sea. Ignorar a Mitchell, en general.
Consiguen aguantar diez minutos, más o menos, los dos callados. Mitchell enciende la televisión, incluso, para hacerlo todo más fácil de aguantar, pero el culebrón que están emitiendo es infinitamente menos interesante que su no-conversación con George -lo que lo hace imposiblemente aburrido, claro-, así que casi que prefiere no verlo. Aunque eso suponga tener que quejarse. Otra vez.
Es sólo, empieza, y George sigue paseándose arriba y abajo, cargado de globos y serpentinas y quién sabe qué más chorradas, es sólo que no creo que a Annie le guste. Quiero decir, que es un poco como de mal gusto, ¿no?, hacerle una fiesta de cumpleaños. Por eso de que está muerta, digo.
En ese instante, George se decide a hablar. ¿Te importa ayudarme con esto? No me va a dar tiempo a decorarlo todo, si no. Y se queda tan ancho.
Y es entonces cuando Mitchell decide que qué más da, que dos monólogos no hacen un diálogo, desde luego, y que pasa de decirle al licántropo lo que tiene o no que hacer. De todas formas, Annie está tan chiflada como él, así que probablemente se alegrará de tener una fiesta. De cumpleaños. Con tarta incluida -una tarta que, por supuesto, no puede comer, pero nadie ha pedido su opinión, piensa Mitchell-.
Así que se pone a ayudar. A colgar globitos y tal -aunque, la verdad, la mitad de las veces necesita la ayuda de George. Es que es más alto-, y, aunque sigue pensando que todo esto es una auténtica estupidez, porque lo es, no se queja. Él, por lo menos, tendrá tarta para cenar -y, con el tamaño que tiene, probablemente dé para toda la semana-. Y, quién sabe, lo mismo a Annie le hace ilusión.
¿Ves?, le dice George, cuando acaban. Así sí que nos entendemos.

Puede que la gloria sea efímera, pero el anonimato es eterno.

Lo intenta más de una vez, claro. Lo de mezclarse con la gente, una vez está segura de que la ven, de que no pasarán a través de ella, aunque sólo sea por respeto, pero es difícil. Para empezar, no se fía de ellos: en su mente, todos los hombres son un poco como Owen, y todas las chicas se parecen tanto a Janey que más de una vez tiene que agarrar con fuerza su camiseta para no golpearlas.
George dice que tiene que ser un trauma. Mitchell señala que, hey, está muerta. Un trauma está fuera de lugar. Annie no sabe qué pensar, la verdad, no sabe siquiera si quiere pensar algo. Probablemente no.
Un día se le ocurre ir al bar de la esquina, por ejemplo. No es una decisión consciente -no es una decisión, en realidad-; simplemente está andando calle arriba cuando, de pronto, se encuentra a sí misma empujando una puerta, los dedos resbalando un poco en el metal, y entrando en ese ambiente cargado de humo y sudor y olores extraños, desagradables. Un tipo apoyado en la barra le sonríe; no hay nada más que hombres, ahí dentro, y Annie se da cuenta de que no es como los otros sitios, los bares donde la llevaron George y Mitchell las primeras veces. No se parece en nada, en verdad; es más bien uno de estos locales de mala muerte, los que salen en las películas del oeste o de mafiosos o de cualquier cosa. La asusta.
Pero, al fin y al cabo, está muerta. Después de eso, no hay muchas cosas que te hagan echarte atrás.
Así que deja que la puerta se le cierre detrás, avanza. Un par de hombres se revuelven, incómodos, como si el hecho de que una mujer -más aún una como ella, joven y mona y tan obviamente poco acostumbrada a estas cosas- se atreva a cruzar el umbral les pusiera en peligro. Lo mismo lo hace. Quién sabe.
Y, cuando llega a la barra, se da cuenta de que no sabe qué hacer, a partir de ahí. No puede pedir nada, no puede beber, y la están mirando, todos ellos, y todo esto empieza a agobiarla, un poco. Hay un tipo que la mira de arriba abajo varias veces, deteniéndose en el culo y las tetas, y Annie siente que, quizás, ha cometido un error, al entrar aquí.
Y entonces alguien la toca.
No es un roce casual; no es, siquiera, un roce. Es una mano aferrando su brazo, intentando apretar y sin conseguirlo, y el hombre -unos cuarenta, las mejillas rojas y una barba cuidadosamente recortada; una versión mayor de Owen, a los ojos de Annie- retrocede un par de pasos. ¿Qué es eso?, pregunta; le sale una voz pastosa, ronca, y Annie no sabe qué responder. Soy un fantasma, podría decir, claro, pero no cree que sea una buena idea.
Nada, dice, pero todos lo han visto, y ahora la miran de otra forma. Otro hombre, el que le sonrió nada más entrar, alarga el brazo y le toca el pelo. Lo atraviesa. Y en ese momento es Annie quien retrocede, aterrada -no sabe qué hacer, ahora que la han descubierto-, y echa a correr. Es probable que tengan pesadillas, todos ellos, se dice, pero -y atraviesa la puerta sin apenas darse cuenta- ella ya no puede hacer nada.
Se siente desvanecer, poco a poco. Se vuelve más y más transparente en cuestión de minutos, segundos, y casi quiere llorar. Y ojalá hubiese venido con Mitchell, con George, con quien sea; ojalá no estuviera sola, ahora mismo, perdida entre ese montón de gente que no puede verla ni sentirla. Se pregunta qué pasaría, si no volviera a casa, ahora. Si no viese a sus chicos nunca más, si se limitase a vagar por las calles, esperando a que alguien la viese, le hiciera un gesto con la mano. Eternamente sola, eternamente anónima. Invisible.
Apenas se da cuenta, pero, cuando llega a la casa, está llorando.

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