Tabla Leyes de Murphy
Fandom: Being Human (UK)
Claim: Annie/George/Mitchell
La sabiduría consiste en saber cuando evitar la perfección.
George hace listas. Es un hecho. George hace listas igual que Annie hace té, exactamente igual que Mitchell se dedica a ver películas del Gordo y el Flaco. Más o menos. Sólo que con mucha más frecuencia.
No es que las escriba siempre, claro. Normalmente ni siquiera se molesta, porque las listas son claras, concisas, las listas se llevan en la cabeza -y, con un trabajo como el suyo y ningún estímulo intelectual, es más o menos lo único en que tiene que pensar. En eso, y en cómo evitar perder la ropa otra vez, la próxima luna llena-. Así que, en general, ni siquiera gasta papel. No lo necesita.
Hace listas para todo. La excusa perfecta es la de ir a comprar, la de necesitamos champú, detergente, huevos, sal, más té. Las listas de la compra son cortas, sin embargo, son algo breve y aburrido y muy mundano. Son mejores otras, listas como la que se hizo el mes pasado -películas que ver antes de morir. O antes de aburrirse demasiado-, listas como las que solía hacer, cuando aún era humano.
Entonces eran más largas, más imaginativas, claro. Incluían cosas como visitar Viena, casarme, tener tres hijos. Cosas como visitar a mis padres, comprar un ramo de flores para la tumba de la abuela. Cosas normales, cosas humanas. Todo lo mundano, lo que, pensaba, siempre estaría ahí.
Ahora hace otras listas. Dos bolsas de ropa, un pollo, una cuerda. Vigila los bosques para que no se acerque nadie, esta luna llena. Y marca mentalmente, una por una, todas las tareas. Orden riguroso; todo perfecto.
Eres un poco maníatico, George, le dice Annie, medio en broma -sólo que no es en broma, porque tiene razón. Es un poco maniático, un poco histérico, un poco demasiado humano para ser un hombre-lobo, la verdad-, y él le sonríe, se encoge de hombros. Hay que llevar la cuenta de las cosas, le dice. Por seguridad.
George hace listas de todo, comenta Mitchell. Es un poco agobiante, y se ríe. De él, con él -pero George se siente más tranquilo cuando lo tiene todo pensado-.
Me pregunto qué más tienes en listas, George, deja caer Annie. Están los tres en el sofá, apretujados unos contra otros, y a la película le quedan cuarenta y siete minutos y luego tendrán otro par de horas antes de irse a trabajar. Está bien; George lo tiene controlado. Cuando eres un hombre-lobo, el tiempo es importante. Al menos, para él.
Probablemente todo, bromea Mitchell. Hasta se habrá apuntado lo de “ir al baño”, ¿no?
Muy graciosos, sí señor. Los dos.
Ja, ja, responde George -aunque, la verdad, a veces sí que se lo apunta. Por si acaso-.
No puede tenerlo toooodo apuntado, protesta Annie. Por ejemplo, sigue, no creo que esto esté en su lista de tareas, y esto es, concretamente, una mano muy cerca del cierre de sus pantalones. Demasiado, quizás, aunque no es como si George fuera a quejarse.
¿Lo has apuntado, George?, pregunta Mitchell, medio en broma -probablemente no ha descartado la posibilidad de que lo haya hecho. Y no es raro-, y de pronto hay unas manos frías debajo de su camisa, y Annie ha empezado a desabrochar el pantalón, y, joder, esto no lo había apuntado, pero no está nada mal.
Por supuesto, dice, sin embargo. A George le gusta perder el control, a veces, pero eso no significa que ellos tengan que saberlo.
No puedes caerte del suelo.
Lo peor no es estar muerta, desde luego. Lo peor no es la pelea, lo peor no es ese no poder tocar, sentir, vivir. Lo peor no es, siquiera, saber que fue él quien lo hizo.
Lo peor es que no puede hacer nada. Que Owen sigue vivo -asustado, pero vivo-, que puede que le crean loco y que pase el tiempo en un manicomio, y aún así seguirá siendo mejor que lo que le queda a ella. Admítelo, Annie, se dice. No tienes nada.
Antes era mejor supone. Cuando aún creía que Owen era su Owen, que era el chico guapo y listo y maravilloso con el que se comprometió. No el cerdo machista que resultó ser, ese monstruo que no quiso ver en su día. El que la empujó por las escaleras, la tiró al suelo, la mató -dos veces. Dos veces, porque engañarla fue otra puñalada, y una muere de puñaladas como esa. Porque si lo hubiera sabido estando viva, bueno, también habría acabado con ella en el suelo. Desde un balcón, probablemente, unos cuantos pisos por encima.
George intenta animarla, claro. Mitchell también lo haría, pero Mitchell está recuperándose, todavía, en una cama de hospital donde nadie le entiende del todo. Y Annie se siente igual, se siente desorientada, herida, y sabe que debería haber cruzado la puerta, pero cómo iba a dejarles. No tiene nada más, no tiene nada por lo que luchar, ahora. Sólo ellos.
Son lo único bueno de todo esto, si alguien le pregunta. Lo único que le ha salido bien en mucho tiempo. George y Mitchell. Un licántropo y un vampiro, quién iba a decírselo -quién le iba a decir que los verdaderos monstruos son seres humanos-.
¿Estás bien, Annie?, y es triste que sea George quien lo pregunte -tiene ojeras y no parece haber dormido en mucho tiempo, y parece tan pequeño a pesar de su altura que Annie tiene ganas de abrazarle, achucharle durante un rato, ver si puede hacer que todo pase. Ya sabe que no, claro-, así que ella asiente. Sí. Claro.
Ah. Ambos saben que miente, por supuesto. Tampoco se engañan tanto. No está bien, no están bien, ninguno de ellos, están asustados y tratan de hacerse los fuertes, intentan no pensar en que puede que Mitchell no salga de esta. A veces Annie se pregunta qué habría sido de ella, de no haberles conocido, de haberse ahorrado este dolor.
No quiere saberlo, la mayor parte del tiempo.
Voy a hacer té, ¿quieres?, y obviamente George dice que sí. Aunque no lo tome -la casa está llena de tazas llenas otra vez, con la diferencia de que ahora ninguna es de Annie-, aunque ni siquiera lo pruebe, sabe que a ella le tranquiliza. Y eso es lo que necesitan, los dos. Calma. Tranquilidad.
A Mitchell, pero eso es más difícil de conseguir en estos momentos.
La vida de Annie debería estar acabada. No debería haber más dolor, más miedo -una vez muerta, ¿qué puede pasarte?-, no debería tener esta sensación asfixiante, no debería aferrarse a George como si fuera lo único en el mundo. La vida de Annie -su post-vida, por decirlo de algún modo- sólo tenía que ser un reflejo pálido de la anterior, ¿no?
Pero es que resulta, Annie, que eso es mentira. Aunque hayas tocado fondo, aunque hayas caído al suelo, siempre queda algo más abajo.
Use vestimenta apropiada y el papel se representa solo.
Al principio, los primeros años, pensó que sería difícil. Cómo no iban a reconocerle, cómo alguien podía ser tan estúpido como para no darse cuenta de lo que era, lo que eran, Herrick y él y todos los demás. Pero el tiempo le ha enseñado a camuflarse, el tiempo le ha enseñado a mostrar justo lo que los demás quieren ver. Nada más. Nada menos.
Así que funciona. Tiene a George y tiene la casa, y tienen a Annie, y está bien. Se siente bien, normal, humano. Se siente un poco mentiroso, también, porque no consigue olvidar a Lauren y sigue escuchando el latido de todos los corazones, y hay veces en que ha llegado a pensar en morderle, al licántropo -a su mejor amigo-, aunque huela extraño y no sea lo que el cuerpo le pide; hay veces en que aún se imagina cómo será, desgarrar la piel y atravesar la carne, clavar los dientes hasta que la sangre salga a borbotones y lo llene todo, le llene a él. Y no lo dice, claro, no lo dice pero hay noches en que le cuesta controlarse y tiene que apretar los puños y repetirse una y otra vez que no va a hacerlo, que prefiere matar de nuevo -y es cierto, y es absurdo negarlo-. Calmarse.
Al principio, en ese nuevo comienzo que fue el empezar a vivir con George, pensó que lo descubriría. Llevaba semanas sin beber, esa primera noche, y luego las semanas se convirtieron en meses -hasta que cayó de nuevo, claro-, y los días se le hacían eternos, y dormir juntos era algo así como una tortura. Mitchell no necesita respirar, pero lo hacía, le respiraba a él para que el olor le dijera lo que su mente no quería aceptar -George es un licántropo, un amigo, no es comida-, y aún así era difícil resistirse. El estómago vacío, la sangre tan cerca, el corazón latiendo a sólo unos centímetros del suyo. Y pensó que lo notaría, pensó que tenía que estar escrito en su frente, en sus ojos, y pensó en decirle que se alejara, no soy seguro, puedo matarte en cualquier momento. Puedo acabar contigo, y entonces lo que te hizo ese hombre-lobo hace tanto tiempo te parecerá un arañazo sin importante.
No se lo dijo, claro. Tenía miedo. No quería quedarse solo.
Y, de todas formas, no es como si no pudiera controlarse. Puede estallar en otra parte, puede acabar con gente como Lauren, dejarse llevar y beber de otras fuentes. Puede fingir ser el amigo perfecto, el amante perfecto, puede morder lo justo para dejar marca mientras imagina lo que sería clavar los colmillos sólo un poco más, sólo un milímetro más, lo que sería saciarse allí, con él. Devorarlo.
Pero se controla, claro. Para en el momento justo, se detiene en seco -y no quiere pensar en el día en que no pueda hacerlo. No quiere pensar en el día en que no baste con eso, con besos y caricias y piel y sudor, cuerpos. Puede que no llegue nunca, se dice, y sigue adelante, sigue fingiendo.
Nunca consigue engañarse del todo, por supuesto.