Tabla Leyes de Murphy: 04, 05, 06

Apr 08, 2011 19:30

Tabla Leyes de Murphy
Fandom: Being Human (UK)
Claim: Annie/George/Mitchell

La experiencia es algo que no se obtiene sino hasta después que se necesita.

Annie Clare Sawyer ha aprendido muchas cosas, durante el transcurso de su vida -y de su muerte-. Ha aprendido a hacer volar cosas por los aires, algo de papiroflexia, que los panfletos de los políticos no suelen servir para mucho. Ha aprendido a enfrentarse a vampiros y a mirar a otro lado cuando un hombre-lobo se transforma; ha aprendido a hacer pagar a novios celosos, posesivos y cabrones.
Annie Clare Sawyer habría agradecido no saber nada de eso. No tener ni idea, por ejemplo, de lo que se siente al caer escaleras abajo. De lo que es ser juzgada por alguien dispuesto a condenarte, no saber lo que es odiarse a sí misma y sentirse mal, sentirse tan estúpida e inferior y tan absolutamente horrible como persona. No saber, bueno, no haber escuchado a George gritar hasta que sus pulmones dejan de funcionar, no haber acompañado a Nina en su primera transformación, no saber qué hay más allá, una vez se cruza la puerta. Le habría gustado seguir siendo la niña inocente de sus primeros años, la que preguntaba, con los ojos muy abiertos, si era verdad que Papá Noel se deslizaba por las chimeneas, y cómo iba a dejarle regalos a ella, si vivían en un ático. La que no tenía muy claro qué quería Adam Turner, cuando le sonreía en clase de esa forma, ni sabía que se podía salir de casa una noche y no volver hasta dos días después.
A veces, Annie Sawyer querría volver atrás en el tiempo. Curarse de espantos, advertirse a sí misma y evitarse el dolor.
George la abraza, claro, después de eso. Después de los episodios esos que le dan ahora, las horas de llorar y gritar y tirarlo todo, romperlo todo, maldecir al mundo. George la abraza, pero no basta, porque él no ha podido llorar, esta vez no, y Nina no puede arreglarles a los dos, no con el niño dentro de ella y el miedo a flor de piel y todo lo que amenaza, dentro, fuera, por todas partes. Así que Annie se refugia en el abrazao de George y se acurruca contra él, y es ellos contra el mundo, contra todo lo que ha pasado, contra el vacío que era Mitchell.
Le quería, dice. Le quería, confiesa de vez en cuando, ¿sabes?, y da igual quién de los dos lo dice, porque los dos lo sienten igual. No tendría que haberlo hecho. Perseguir... ya sabes, le comenta a George en voz baja. Si sólo me hubiese estado quieta, si sólo hubiese aceptado que...
Él no dice nada, y Annie sabe lo que significa -el tiempo le ha enseñado a leerle como si fuese un libro-. No va a darle la razón, no va a herirla de ese modo, pero es justo lo que está pensando. Igual que ella. Igual que ella cuando le culpa, de una forma u otra, por empuñar la estaca que le mató.
Annie Sawyer querría olvidarse de todo eso, claro. De la sangre, apenas unas gotas, y del polvo que era Mitchell, y de todo el antes y el después. Querría olvidarse de lo que él le dijo -que la quería, que la había salvado por eso, que, joder, que la necesitaba y no podía vivir sin ella-. Querría olvidarse de tantas cosas.
Annie Clare Sawyer ha aprendido muchas cosas durante el transcurso de su vida, de su muerte. A no fiarse del corazón, que es traicionero y es ciego y es tan absolutamente inútil, a veces. A no creer en la gente, porque todos engañan, todos son malos, horribles, todos traicionan y mienten y lo destruyen todo, la destruyen a ella. A llorar, sobre todo.
Ojalá no lo hubiera hecho.

Errar es humano. Culpar de eso a alguien es aun más humano.

A veces, cuando todo se vuelve insoportable, cuando todo duele más que nunca -el hambre, la culpa, el cuerpo y el alma igual-, Mitchell piensa en ella. En Lucy. En lo distinto que habría sido todo, si sólo no me hubieses traicionado. Si sólo hubieses sido honesta, una buena mujer, lo que yo necesitaba en ese momento. Si sólo.
Es absurdo, es inútil. Es lo único que se le viene a la cabeza, esas noches en que no puede dormir, porque es mucho más fácil echarle la culpa a ella, a la doctora Jaggat, que asumirlo. Sigues siendo un monstruo, Mitchell. Sigues siendo eso mismo que odias, que amas. Sigues siendo tú.
Hay días en que piensa que debería decírselo. A George, a Annie. Al menos a ellos, que son sus amigos -que son mucho, muchísimo más que sólo eso-. Darles la oportunidad de saber, de rechazarle, de decirle eres un monstruo, de ponerle voz a todo eso que él ya ha pensado. Pero es difícil, porque admitirlo ante ellos -admitirlo ante ellos sería como aceptarlo, dejar de huir, dejar de echarle la culpa a otros, a ella. A la traición y al dolor; sería dejar a la bestia al descubierto.
Así que no lo hace. Se limita a seguir adelante, a tener a Annie en sus brazos y echar quizás un poco de menos a George -pero se alegra por él, claro está, porque Nina es cálida y está viva y no es una asesina, y eso está bien, por supuesto-, se limita a fingir que todo está bien aunque haya una profecía, una bala en forma de lobo con su nombre en ella, aunque se le revuelva el estómago cada vez que piensa en la luna llena. Podría merecérselo, supone, esa muerte tan horrible, tan absurda. Podría merecerla, pero no la quiere, igual que no quiere la culpa.
Y sí, sigue pensando en Lucy. Lucy Jaggat, asesina de veinte personas aunque nunca les pusiera las manos encima. Y todo es más fácil así, porque John Mitchell no era él mismo, claro está, John Mitchell no tuvo la culpa, John Mitchell estaba destrozado, estaba desesperado, dolido. John Mitchell se está quedando sin excusas, y Lucy Jaggat está muerta y cada vez es un recuerdo más lejano, cada vez es más fina y más transparente, y hay veces en que no puede echarle la culpa, hay veces en que sólo le queda ver las caras, en su mente, veinte personas aterradas, hedor a humanidad, el ruido de veinte corazones, el silencio cuando todos se pararon. Hay veces en que no puede echarle la culpa a Lucy, ni a Daisy, hay veces en que no le queda más remedio que odiarse un poco más a sí mismo.

Si algo puede fallar, fallará.

George está acostumbrado, en realidad, a lo de no tener suerte. A lo de que todo le salga mal, a lo de que le ataquen -ya lo hacían en el colegio- sin razón aparente. George está acostumbrado a que las cosas no funcionen, sobre todo en estos últimos meses, desde el estúpido paseo y la maldición y el lobo, y quizás debería tomarse esto un poco mejor, un poco menos a la tremenda -sí, va a morir, ¿y qué? No es como si importara tanto. No es como si tuviese algo más que hacer, desde luego, salvo huir y trabajar en una estúpida cafetería fregando platos y sacando la basura.
Aún así, lucha.
Es instinto, probablemente; es el lobo intentando sobrevivir, aferrándose al mundo con garras y dientes, con todas sus fuerzas. Así que lucha, golpea lo que puede y, cuando cae al suelo, se sujeta el estómago y se encoge sobre sí mismo, porque los golpes duelen, pero podría ser peor. Podría ser mucho peor.
(Y lo es. Lo es en cuanto los desconocidos enseñan los dientes y los ojos, negros como la noche, y estúpida metáfora absurda; son mucho más negros que eso, que sólo la noche o sólo la nada, son algo mucho peor.)
Vampiros. No sabe cómo lo sabe, no sabía que lo sabía hasta esta noche, pero de pronto tiene sentido, un sentido absurdo y perfecto, y va a morir pateado por unos bichos sobrenaturales, monstruos como él. Casi se ha hecho a la idea. Casi se ha dejado ir, porque el lobo tampoco puede con todo, tampoco puede enfrentarse a él y a los otros y al mundo, y ha perdido sangre y le duele todo y puede que tenga la nariz rota, pero qué importa a estas alturas. Casi se ha dejado llevar cuando todo para, y George no está seguro de que eso sea bueno.
Está acostumbrado, de verdad, a que las cosas le salgan mal. A que el mundo se ponga en su contra y le arrastre y le haga daño, está acostumbrado a ser maltratado por la vida y a que el cuerpo se le destroce una vez al mes. A llorar por las noches porque lo ha dejado todo, lo ha perdido todo y ahora no puede volver. Está acostumbrado a muchas cosas, y es por eso que no puede creer, no del todo.
Levántate. Deberías largarte de aquí. Vamos, márchate. Son todas órdenes y la cabeza le da vueltas, y de pronto no quiere obedecer, sin más. Y luego, ¿qué?, pregunta. ¿Qué viene después, en qué se ha convertido mi vida? Aún no conoce a John Mitchell, aún no sabe su nombre; no espera una respuesta.
No lo sé, dice el vampiro, sin embargo. No tengo ni idea.
Y George Sands se ha rendido hace mucho, ha renunciado a su familia y a su novia y a todo lo que tenía, ha renunciado a esa parte de él que era humana y estaba bien, que había encontrado su hueco en el mundo, después de tantos años. Ha renunciado a tantísimas cosas que casi no puede creer que se le ofrezca algo a cambio.
Vamos, te acompaño, dice el vampiro. Es un tanto aterrador, supone George, pero no está en situación de escoger amigos. No es que le sobren ofertas.
Y puede que eso que dicen sea cierto -si algo puede salir mal, saldrá mal-, pero, en realidad, George no puede verle el fallo a esto. A Mitchell y esa extraña amistad suya, eso que tienen y que no debería estar ahí. A esa forma tan curiosa de recuperarse un poco, de ser algo humano una vez más.

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