Hubo un tiempo en el que las cosas eran sencillas. El cielo azul, fruto de un largo verano. La temperatura cálida, dorando el trigo en los campos, que se preparaban para la llegada del invierno, aunque eso, realmente fuese más cosa de los Stark.
Oro. Campos de oro. Castillo de oro. Cabellos de oro.
Eran niños deliciosamente guapos: el orgullo de Roca Casterly, hogar de los Lannister. Mellizos, Jaime y Cersei, que habían venido al mundo juntos, él agarrado al pie de su hermana, como si ya incluso antes de nacer se perteneciesen el uno al otro, como si en el mundo hubiese cosas que están escritas en algo más duradero, más eterno que la piedra. Como si Los Siete hubiesen dispuesto para ellos un destino intrincado, entrelazado, y debiesen estar juntos.
Nueve días del nombre habían pasado desde aquel día en que pisaron Poniente. Nueve días del nombre que habían dado lugar a una delicada jovencita de noble cuna, rizos dorados e indomeñables ojos verdes. Cersei Lannister, todo un carácter. Nueve días del nombre que habían dado lugar a un robusto pequeño soldado que algún día sería Señor de esas tierras, una corona de ondas doradas en su cabeza, y unos ojos verdes idénticos a los de su hermana. Jaime Lannister, un pequeño bribón aprendiz de caballero, por aquel entonces, cuando Matarreyes no era sino el eco de un futuro que algún día se llegaría a cumplir.
Hubo un tiempo en el que las cosas eran sencillas. En el que Cersei y Jaime eran sólo niños. En el que eran inocentes… o tal vez no.
oOo
El sol cae tras Roca Casterly, arrancando destellos de los campos de oro que circundan el castillo, y en el patio de armas, el joven heredero se entrena en el noble arte de la espada al lado de su mentor. Aprovechan la caída del sol, el frescor de unas tardes cada vez más cortas conforme el otoño (que trae tras de sí, irremisible, al invierno) se aproxima.
Cersei mira desde su ventana como entrena Jaime, y sus ojos verdes se entrecierran ligeramente, divididos entre la admiración, la envidia y los celos. Le parece sublime la forma en que Jaime maneja la espada, es como si fuera una con su brazo, como si formase parte de su propio cuerpo, y en lo más hondo de sí misma, arde un deseo candente de ser capaz de hacer ella lo mismo, ser capaz de manejar una espada como si fuese una parte más de su alma. Sin embargo, siente una rabia incontenible, porque, por un motivo que Cersei no alcanza a comprender, Jaime le dedica más tiempo a esa espada que a ella. ¡Inadmisible! ¡Ella, que está hecha de su misma sangre, su misma carne, no puede ser reemplazada por un frío y hostil pedazo de acero!
Se aparta de la ventana con un airado revuelo de enaguas, y abandona sus aposentos, con los bajos del precioso vestido de encaje de Myr -regalo de su padre por su último día del nombre- ligeramente recogidos. Camina a largos pasos, decidida, con un iracundo brillo verde en la mirada, y baja las escaleras de la torre de homenaje de dos en dos, acelerada y ágil a la vez; pasa entre las criadas, que se afanan en colocar servicios en la larga mesa en la que cena Lord Tywin con sus hombres de confianza (y una mesa pequeñita, apartada en un rincón, en la que come el engendro deforme que Cersei tiene como hermano menor -aunque si por ella fuese se alimentaría a la par que los cerdos que se crían en los estercoleros de Roca Casterly-) y sale por los portones abiertos, recibiendo el impacto del calor, mucho más intenso en el patio que en el interior del castillo, en pleno pecho. Una pequeña parte de ella se pregunta cómo es capaz Jaime de aguantar ese calor, entrenarse con la espada y moverse con tanta agilidad.
Camina, barbilla alzada, hacia el patio de armas, donde algunos mozos de cuadra y un par de escuderos observan cómo se entrena su joven señor. Sin miedo, se acerca hacia donde su hermano entrena y una vez allí, suelta los bajos de su vestido, juntando las manos sobre su falda, bebiendo con avidez la imagen de Jaime con una espada. Se parecen tanto que podría ponerse sus ropas y pelear la espada, pero sabe (aunque jamás lo reconocería) que nunca lograría igualar su destreza.
-Sir Kevan, podéis retiraros-le dice, cortés pero autoritaria a Kevan Lannister, el hermano de Lord Tywin y el encargado del noble menester de entrenar al futuro señor en el arte de las armas-El entrenamiento se ha acabado por hoy-ni siquiera se digna en mirar a su señor tío. Tiene la mirada clavada en su hermano, esperando una reacción por su parte.
-¿Qué? ¡Cersei, no puedes hacer eso!-protesta Jaime, espada en mano, girándose hacia ella con ademán molesto.
Cersei ve perfectamente como una gota de sudor baja por el lado de su mejilla; casi parece una lágrima, salvando el ligero inconveniente de que los Lannister no lloran. Nunca. Jaime está imponente, despuntando ligeramente más alto que ella, espada en mano, las mejillas enrojecidas y los ojos brillantes; casi podría decirse que amedrentador, pero los Lannister no tienen miedo de nada.
Y la reacción de Jaime es justo la que ella ha esperado. Está molesto. Cersei sabe siempre cómo hacerlo reaccionar en su propio provecho. Puede que él hubiese sacado el sexo masculino y la destreza para las armas, pero gracias a Los Siete, ella había sacado la astucia y el cerebro de Lord Tywin.
-Sí puedo, hermano-dice, burlona. Por un momento, casi sonríe-Tienes que alistarte para los invitados de padre-añade, dando un paso hacia él y dedicándole una sonrisa que con los años se volvería ladina. En esos momentos sólo denota petulancia-y date un baño, por favor… hueles como la yegua del tío Kevan-añade, con una ligera carcajada.
Jaime frunce ligeramente los labios, mohíno, y tira la espada al suelo. Se limpia el sudor de la frente con el jubón rojo que lleva puesto y acto seguido mira a su hermana. Un espectador podría observar ver a dos mellizos mirándose mutuamente con irritación; pero tras esa mirada hay mucho más: es un ‘me las pagarás’ con los ojos verdes entrecerrados. Es Jaime queriendo devolvérsela a Cersei por irrumpir en su entrenamiento, y es Cersei sabiendo que su mellizo jamás sería capaz de hacerle daño.
El joven señor esboza lentamente una sonrisa que recordaría a la de un niño gamberro (y aunque a veces no lo parezcan, sólo son niños en realidad), estira un brazo, con una mano lo suficientemente grandes como para manejar una espada, y roba la diadema de oro y rubíes que Cersei llevaba en lo alto del recogido, arreglada como estaba para el banquete de su padre; y sin esperar a la reacción de su hermana, sale corriendo como un pilluelo ladrón, hacia el interior del castillo.
Cersei lo ve adentrarse en el castillo y respira profundamente. Ella es una dama y no va a correr detrás de su hermano como si fuesen hijos de cualquier granjero. Ella es hija de Tywin Lannister, señor de La Roca, y debe comportarse como tal. Sin embargo, sabe que si Jaime se adentra en las catacumbas y las cuevas bajo Roca Casterly, tan oscuras que hasta El Desconocido tendría miedo en ellas, no logrará encontrarlo a tiempo para recuperar la diadema para la cena, y, si algo va mal, podría llegar a perder a Jaime allí abajo para siempre; pues es por todos sabido que bajo La Roca habita el terror en la oscuridad.
Y bajo ningún concepto se permitiría asumir el riesgo de perder a Jaime. Está hecho de su misma sangre, de su misma carne. Son un alma repartida en dos cuerpos. Y en el fondo, aunque no va a reconocerlo ni siquiera ante sí misma, también tiene ganas de jugar. Volviendo a agarrarse los bajos del vestido de encaje myriense, sale corriendo por el patio, y persigue a su hermano escaleras arriba.
Es rápido y está entrenada, Cersei tiene que concedérselo. Pero ella no ha estado media tarde entrenando con la espada y no conoce el significado de la fatiga.
Jaime recorre los pasillos del castillo, perseguido por una incansable Cersei dispuesta a recuperar lo que es suyo, pues esa diadema es una de las pocas posesiones que le quedan de su madre, después de que el maldito engendro deforme la matase. Bajan escaleras y llegan al sept, donde siete velas alumbran las siete representaciones de Los Siete (las siete caras de un mismo dios). El septon Chiggins no está por allí -está muy ocupado iniciando a alguna jovencita del pueblo en los placeres de la… plegaria- y sus pisadas resuenan en las paredes de piedra al mismo tiempo que sus respiraciones entrecortadas por la carrera se hacen eco contra el techo.
Cersei persigue a su hermano en torno a las columnas que adornan el espacio de oración, y Jaime la persigue a ella a su vez, tanto que llegados a un punto ya no se sabe quién persigue a quién, y lo que empezó como una rabieta se acaba convirtiendo en un juego entre risas. Porque son niños, pese a todo.
Jaime atrapa a Cersei de la mano y la hace girar sobre sí misma, como en un paso de baile como los que les enseñó la septa Kahlan para las grandes fiestas. La niña queda de cara a su hermano, y alza ligeramente la barbilla, denotando arrogancia.
-Devuélveme la diadema de madre, Jaime-ordena, toda ella autoridad.
-Retira lo que has dicho. Di que no huelo como la yegua del tío Kevan-ordenó él, tirando de la mano con que la tenía agarrada, haciendo que se acercase más a él.
Eran una sola alma repartida en dos cuerpos. La misma sangre. La misma carne. Y a veces se necesitaban cerca.
Cersei contiene la respiración. Mirar a Jaime a los ojos era como mirarse en un espejo, exceptuando el hecho de que la mirada de su hermano posee un tinte incluso más inocente de lo que pueda tener la suya. Y a la vez, un brillo más rebelde. Narices idénticas se rozan, y respiran el mismo aire durante un instante. Los dedos de la mano que Jaime le ha agarrado se entrelazan como si fuesen dos piezas hechas para encajar a la perfección.
En un primer instante, es Jaime quien roza sus labios, mientras la mano que tiene libre coloca la diadema sobre el cabello de su hermana, descendiendo luego por su mejilla, rozando esa piel tan tierna y blanca como la leche con los nudillos. El chico opina que tal vez una burlona reverencia estaría bien, pero tener a Cersei tan cerca hace que se le olviden todas las tonterías que hace normalmente, tenerla tan cerca, hace que sólo exista ella.
La mano que Cersei tiene libre se afianza sobre el hombro de su hermano y alza ligeramente sobre las puntas de los pies, quedando así a la misma altura. Atrapa el carnoso labio inferior de Jaime entre los suyos y lo lame, tímida y curiosa, suavemente. Jaime, en un acto reflejo (tiene alma de guerrero), rodea la cintura de Cersei con el brazo libre, con brusquedad, y la atrae contra su cuerpo, mordiéndose los labios, erráticos, pues ninguno de los dos sabe lo que están haciendo, simplemente se dejan llevar.
Ese no es más que el principio. El principio del fin.
Porque hubo un tiempo en que las cosas eran sencillas. En el que Cersei y Jaime eran sólo niños. En el que eran inocentes… o no tanto.
El orgullo de Roca Casterly.