Llevaba horas mirando al techo, allí tirado en la cama. Quería llorar, pero, extrañamente, no le salía. Sentía un dolor sordo en el pecho, como una especie de agujero, pero no era capaz de llorar. Tenía demasiado presente lo que su madre había querido: que cuidase de su hermano y de su padre. Y Adrièn, a sus diez años, se aferraba a esa responsabilidad para no caer en el agujero negro que tenía en el pecho.
Y, así como no era capaz de llorar, tampoco era capaz de dormir. Daba igual las veces que machacase a su almohada, la postura en la que se pusiese, o el tiempo que mantuviese los ojos abiertos para que le picasen. No era capaz de conciliar el sueño, que huía de él como el agua entre los dedos cuando se lavaba la cara.
Se puso bocabajo y pegó un puñetazo contra la almohada, frustrado por no poder conciliar el sueño. Y porque la vida era injusta, eso también. De todas las personas que había en el mundo, muchas de ellas malas, le había tocado morirse a su madre, que era tan buena y amable. Que lo había arropado tantas veces antes de dormir.
¿Si no lloraba significaba que no la echaba de menos? ¿Que no la quería? Él sabía que sí, que la echaba mucho de menos, y que la quería… pero no era capaz de llorar y eso le hacía sentirse mal. Como si no la quisiese.
Cansado de no poder dormir, se sentó en la cama y tanteó la luz de su mesita. Se frotó los ojos, que le picaban un poco, y sacó los pies de la cama. El suelo estaba frío, pero no le importaba, eso le hacía sentirse, tal vez, un poco más en contacto con la realidad.
Habían pasado ocho meses. Ocho meses desde que su madre no había llegado a recogerlos al colegio. Ocho meses en los que Adrièn se había convertido en una sombra para su hermano pequeño. Porque alguien tenía que cuidar de Alphonse, que durante casi dos meses se había negado a comer, porque la comida no se la preparaba su madre, y sólo grandes dosis de paciencia por parte de Adrièn lograban que el pequeño comiese algo.
Probablemente si fuese otra persona, se habría desentendido de su hermano. Pero, más allá de lo que su madre le había pedido, Adrièn entendía que no había nadie más. Su padre había tocado fondo y su única preocupación era el wishky de malta sin rebajar. Así que era él quien tenía que sacar a Alphonse adelante. Aún cuando no había nadie que lo sacase adelante a él.
Recorrió el pasillo en silencio y a oscuras, hasta llegar a la puerta del cuarto de su hermano. Se le hacía raro que no hubiese ido a dormir con él, pues desde que… desde aquella tarde, había ido cada noche a incrustarse en su costado para poder quedarse dormido, y por consiguiente, oyendo su respiración tranquila y acompasada, él se dormía también.
La luz encendida de la habitación de su hermano se colaba por debajo de la puerta, y Adrièn dudó un milisegundo antes de abrir la puerta, despacito, intentando no hacer ruido, asomó la cabeza y lo que vio le provocó una media sonrisa de hermano mayor. Acompañada, eso sí, por una punzada en medio del pecho. Punzada que debería ir acompañada de lágrimas. Pero no había lágrimas para él.
Su hermano estaba sentado en la cama, con las piernas cruzadas al estilo indio, con un álbum sobre éstas, abierto por una foto de su madre abrazándolo, de las últimas Navidades.
Se acercó caminando despacio, consciente de que su hermano estaba tan ensimismado en sus propios pensamientos que no se había dando cuenta de su presencia. Se sentó con suavidad a su lado, y le pasó un brazo por los hombros, clavando la mirada en el rostro de su madre en aquella foto.
Una nueva punzada en el pecho. Nueva ausencia de lágrimas.
Alphonse se acurrucó contra él, aferrándose con fuerza a la camisa de su pijama. Adrièn lo rodeó con los dos brazos, acomodándolo para poder ver el álbum con él, y de paso se acomodó a sí mismo contra el cabecero. El peso y calidez de su hermano en el regazo, de alguna forma, tenían la capacidad de calmarlo. Y aunque no hubiese lágrimas para él, aunque esa presión en el pecho siguiese allí, con su hermano se sentía mejor.
Pasó una página del álbum y vio una foto de su madre, mucho más joven de cómo él la recordaba, abrazada a una chica rubia que no tendría más de dieciséis años en la foto. Sabía quien era, y sabía lo que significaba para su madre.
Y sobre todo, recordaba lo triste que había estado su madre después de que ella había muerto. Abrazó un poco más fuerte a su hermano, entendiendo que si algo le pasase, entonces él también estaría muy triste.
-Al… ¿por qué no viniste esta noche? -preguntó con voz queda, pasando una nueva página del álbum. La nueva foto era de su madre sosteniéndolo a él cuando era un bebé. El nudo en su pecho se apretó un poco más.
-Porque… porque mami estaba conmigo-explicó el pequeño con voz somnolienta.
Adrièn notó como el nudo de su pecho se apretaba todavía más. Cerró los ojos y respiró hondo. A veces sentía como si se ahogase. Y no le gustaba un pelo esa sensación.
-Mamá siempre está contigo, Al… ¿recuerdas lo que te contó Ely en verano? -preguntó, sabiendo que a su hermano le resultaba muy fácil creer en las historias de su prima. Tal vez si él se aferrase a esas historias le sería más fácil asumirlo. Pero él ya no tenía esa inocencia que se le perdió en el camino. Él tenía una responsabilidad de pelo rubio y ojos azules desesperados por respuestas.
-Sí, lo recuerdo-repuso el pequeño, adormilado-pero… tengo miedo.
-¿Por qué? -preguntó Adrièn, cerrando el álbum y dejándolo sobre la mesilla de noche.
-Porque… porque a lo mejor me olvido de cómo era-repuso Alphonse.
Adrièn lo abrazó más fuerte, tumbándose en la cama de su hermano, con el niño medio encima de él, pegado a su costado.
-Nunca vas a olvidarte de cómo era, Al-dijo con tono conciliador.
-¿Me lo prometes? -en la voz de Alphonse había cierto tono, casi de súplica.
-Te lo prometo-susurró Adrièn, estrechando un poco más fuerte a su hermano, al tiempo que estiraba el otro brazo para apagar la luz de la lamparita.
Se detuvo a medio camino, cuando Alphonse apretó una de sus manos en torno a su brazo.
-No apagues la luz-pidió, al tiempo que frotaba la mejilla contra su pecho, medio adormecido.
-¿Por qué no? -preguntó Adrièn con suavidad.
-Porque si mamá viene a darnos un beso de buenas noches, no podré verla con la luz apagada-explicó, con sencillez.
Adrièn esbozó una sonrisa, a su pesar. Le gustaría, muy en el fondo, poder seguir conservando esa inocencia. Se alegraba de que al menos su hermano la conservase por él. Si de él dependía, su hermano seguiría conservando su inocencia para siempre.
Pese a todos sus deseos de ser abrazado por una estrella, la respiración de Alphonse no tardó en hacerse cada vez más pesada y regular; hasta que finalmente se quedó dormido.
Tumbándose a su lado, con un brazo protector rodeando a su hermano, Adrièn estiró el brazo para apagar la luz, pero se detuvo nuevamente. Suspiró y dejó la luz encendida.
Puede que no creyese en cuentos de hadas… pero no tenía por qué perder la esperanza, ¿no?
El calor del cuerpo de su hermano lo relajaba. Y sobre todo, relajaba el nudo que tenía en el pecho.
Mirando las formas que proyectaba la pantalla de la lámpara en el techo y en las paredes, empezaron a picarle los ojos. Llevaba mucho tiempo sin dormir.
Notó algo cálido resbalándole por la mejilla. Se llevó la mano, temblorosa, y tocó un rastro húmedo. Después de tanto, tanto tiempo, estaba llorando. Llorando.
Cerró los ojos, sintiendo como la sensación de su pecho se aflojaba un poco más. En el fondo, muy en el fondo, sabía que no necesitaba llorar para saber que seguía queriendo a su madre; para saber que la echaría de menos cada día de su vida.
Pero, apretó un poco más el abrazo en torno a su hermano pequeño, mientras Alphonse estuviese ahí, él siempre tendría un motivo para seguir adelante.
Aunque fuese por ese pequeño, rubio e inocente montón de preguntas. Al menos tenía algo a que aferrarse.
Alguien por quien luchar.
Y eso era lo único que Adrièn necesitaba para mantenerse entero.