Siguiendo lo de los animales místicos en ese
post de
feasama...
Cuando, por azares del destino, Miguel se decidió a estudiar medicina veterinaria, jamás se imaginó que acabaría trabajando en un zoológico. Siempre había soñado con ser el único veterinario en una comunidad rural, constantemente solicitado y amado por los granjeros que le encargarían sus preciadas vacas, gallinas y caballos. Planeaba vivir en una casa humilde cerca de la zona de fundos y parcelas, tener un montón de mascotas y quizás, algún día, montar una granja él mismo para tener recursos propios y dedicarse a su gran pasión: cocinar.
Era un plan perfecto.
... Hasta que lo mandaron a hacer la práctica al zoológico. Y allí se quedó, en vista de que la universidad le había estrujado todo el dinero posible y necesitaba por dónde empezar. Aunque eso significase tener que vivir limpiando cantidades industriales de estiércol en jaulas gigantescas. Le llamaban ‘cuidador de zoo’.
Miguel sólo se sentía una gran pala humana.
¡Pero no todo era tan malo! (O eso quería creer él). Un zoológico, trabajes allí o no, sigue siendo un lugar sumamente alegre y divertido, lleno de vibrantes colores. La constante risa de los niños, los diversos colores de los globos inflados con helio, los diversos ruiditos de los animales... todas esas cosas le dan una incesante vitalidad al lugar. Al final del día, Miguel se siente recompensado, de cierto modo.
No todos pueden acceder a tener un trabajo tan vibrante, ¿no?
Dejando el estiércol de lado, todo lo demás era divertido. ¡Los animales de zoológico son muy distintos a los de casa o a los de granja! Presentan una diversidad realmente fascinante y para Miguel es emocionante aprender día a día más cosas de ellos---
Excepto por uno en particular.
Aquel maldito flamenco.
En el zoo, tienen el sistema de darle un nombre humano a cada animal para, de cierto modo, adquirir algún grado de familiaridad con ellos y darles algo de personalidad. Los lunes, por ejemplo, Miguel siempre revisa la estancia de Martín, la morsa que baila tango. A Miguel le agrada porque es tremendamente perezosa y siempre se da aires de diva con toda la atención que recibe. (De hecho, hay ciertos tipos de pescado que se niega a comer porque, al parecer, no están acorde a su estándar.)
Los martes, Miguel pasa a revisar a Sebastián, el manatí. Es un manatí muy tranquilo y simpático, realmente amistoso y siempre se muestra calmado ante el público. Tiene la única cualidad de tener un pelaje extra sedoso y brilloso que, cuando se posa a descansar al sol, brilla de manera increíblemente intensa.
Y los miércoles son los que Miguel, definitivamente, detesta. A las diez de la mañana, le toca entrar a revisar la jaula del animal más difícil, fastidioso, irritable y malhumorado de todo el jodido zoológico: Manuel el flamenco.
Manuel es un flamenco realmente bonito. Tiene un plumaje brilloso y pálido, de ese color tan llamativo que poseen los flamencos, con unos ojos curiosamente castaños y un par de plumas en la cabeza que simplemente no se quedan en su lugar, prefiriendo permanecer paraditas como un par de antenas a cada lado de su cabeza.
La primera vez que mandaron a Miguel a revisarlo, fue porque el veterinario anterior había sido picoteado hasta acabar padeciendo un serio pavor por las aves (incluyendo la película Pájaros.) A todos les llamaba la atención que Manuel, a diferencia del resto de los flamencos, se aislase y no andase en grupo como sus pares.
Varios veterinarios intentaron examinarlo, preocupados por su comportamiento solitario. Todos pensaban que quizás podría ser el síntoma de una enfermedad, pero nadie podía comprobarlo porque Manuel los picoteaba violentamente a todos.
Excepto a Miguel. Bueno, casi.
La cosa con Manuel es que, durante un momento parece detestarlo y al siguiente sólo está todo tranquilo, observándolo con ojos que parecen estar realmente molestos. A veces, cuando Miguel está haciendo otra cosa dentro de su estancia, Manuel frota despacito la cabeza en su espalda y si Miguel se voltea, se gana su buen par de picotazos en la cabeza. ¡Quién entiende a ese maldito flamenco!
Una vez, Miguel no aguantó el hambre y se sentó en una roca dentro de la estancia de los flamencos para devorar su almuerzo. Se acomodó lejos de las aves, muy tranquilo y destapó el recipiente de comida que él mismo se había preparado en la mañana. Aspiró profundamente y antes de que pudiera llevarse el delicioso cebiche a la boca, Manuel había metido su cabezota en la comida y se había engullido hasta la última muestra.
Miguel podría jurar que la mirada que recibió era sumamente engreída.
En fin, no es que Miguel tenga una guerra constante con ese flamenco. Puede tolerar los picoteos, sí. Puede tolerar el hurto de comida y las miradas asesinas. Puede tolerar el plumaje enfurruñado y ese par de alas batiéndose amenazadoramente.
Porque al final del día sigue disfrutando su trabajo. Y se le hace simpático el modo en que Manuel se le acurruca con la cabeza en su espalda, apoyando el pico en su hombro y cerrando los ojos, apegando las alas a su cuerpo con sus plumas desparramadas. Es divertido que el pajarraco sólo haga eso cuando cree que Miguel no está atento.
(Porque Manuel vigila a su cuidador, después de todo, es un flamenco muy despierto. Observa con cuidado cada uno de sus movimientos y sus plumas se le despeinan un poco cuando lo mira sonreír de esa manera tan estúpida que parece más brillante que la del resto de los humanos.)