Tema: 20# Miedo
Autor:
espgomharPersonajes: Gharos Tisdale y Sandrine Gollan
Rating: PG
Tabla:
Inteligencia emocionalNotas de la autora: a los casi 19 años de Sandrine; Gharos ya tiene los 20. Todo desde los ojos del chico.
Siempre es agradable ser autor de un trabajo bien hecho. La ocasión merece la tan deseada salida nocturna al bar de copas que, durante veintiuna noches, ha interrumpido sus dulces sueños.
Ésta es la noche número veintidós. La temperatura es perfecta. Una muy agradecida brisa marina azota el ambiente. La única cala francesa del Mar Cantábrico oculta de los muggles luce atestada de magos de todas las edades, tamaños y colores, aunque la mayoría se concentra bajo la carpa donde luces y música hacen las delicias de los turistas.
Sandrine, a sus ojos, se ve espectacular, reluciente. Destaca entre las demás por su ropa muggle; o quizá por muchos otros motivos como, por ejemplo, que está perdidamente enamorado de ella.
El grupo de amigos y, cómo no, compañeros de trabajo, ha decidido abandonar la duna que hasta este día ha sido su hogar, y se acercan sonrientes y satisfechos a tomar unos tragos al ritmo de la fiesta.
Sandrine no tiene ganas de beber. Tampoco aún de bailar. Se descalza de sus sandalias de madera para sentir esos delicados dedos suyos hundirse en la fina arena de la playa. Su figura se ve perfecta dentro de esa blusa blanca, ceñida y con mangas hasta el codo. El collar de pequeñas caracolas que le hizo hace tres días brilla sobre su pecho por el reflejo de la luna. El suave viento hace bailar la falda turquesa, larga hasta el tobillo, al mismo tiempo que le revuelve los cabellos.
Él sabe que debe respetar ese momento. Quisiera correr hacia ella y tomarla de la cintura, pero sabe que es su momento, que quiere disfrutar de su soledad. Así que tan sólo la mira alejarse, de costado, apoyado sobre la barra, y siente envidia de cada pensamiento que la acompaña en este instante.
Sandrine, como si flotara, camina hasta la orilla. Tímida, prudente, roza el agua que acaba de traer una ola con el dedo pulgar. Debe de sentirla fría, porque ahora camina hacia atrás muy despacio mientras mira al horizonte. Quizás sueñe con ver la costa española. Quizás, simplemente, se ha quedado embelesada con el reflejo plateado que tiñe el mar.
Por su parte, él sonríe a sus colegas, asiente e, incluso, a veces posa su mirada en alguno de ellos. Pero la verdad es que no oye ni ve más que su voz interior y a esa londinense que ahora descansa, sentada, sobre la arena.
Da un nuevo trago a su bebida y el golpe del hielo en su nariz lo distrae momentáneamente. Mira el vaso, culpándolo, y lo devuelve a la barra. Ya no quiere beber más, prefiere apoyarse de espaldas y mirar de frente a la chica que le roba su casi olvidada tranquilidad.
Daría media vida por conocer qué se esconde en su mente infinita. Puede sospechar que en esos momentos que se dedica a disfrutar de ella misma hace un recorrido por todo lo que ha logrado hasta ese momento; juraría que se siente tremendamente orgullosa de estar consiguiendo su gran sueño. Sin embargo, le quema el pecho intuir con qué personas ausentes desearía compartir su dicha.
Él es consciente de que no hay ‘nada más amado que lo que perdí’. Por eso aprieta, paradójicamente de manera inconsciente, los puños y se muerde la pared interna del labio inferior. Desde hace unos ocho meses le salen llagas casi a diario.
El neoyorkino le duele porque sabe que una muerte idealiza al más pintado. Sin embargo, y sintiéndose un miserable, respira tranquilo por la certeza de que no va a volver.
Con respecto al otro… camufla sus celos de un tono burlesco y prepotente al pensar que fue un idiota rechazando a la chica más maravillosa del planeta. Le consuela repetirse que está desaparecido y no piensa volver.
Sandrine se ha puesto en pie. Aún descalza, desanda el camino de regreso al bar. Sonríe, feliz, plena… enamorada. Él se da cuenta y respira tranquilo (otra vez). Se ha separado de la barra y la espera justo donde acaba la arena. Su novia lo toma de la mano, mirándole a los ojos. Él resguarda sus pálidas mejillas entre las palmas de sus grandes manos. Luego la besa dulcemente, cerrando los ojos, alargando el contacto. Ella, sin perder la sonrisa, se abraza a su torso. Y él, mientras la arropa en sus brazos, ruega por que los muertos no resuciten y los perdidos no reaparezcan.