Tema: 28# Juguetes
Autor:
lia-kon-neia Personaje: William Odergand
Rating: G
Tabla:
Segunda tablaNotas de autor: Etto, surgido rapidito, algo bastante general, aunque me desvié de la idea original y al final terminó no agradándome tanto como esperaba, pero un tema más para la tabla, wee.
William siempre las odió, a las muñecas. Tuvo una, recuerda, cuando era pequeño y ni siquiera era para él. Recuerda haberla comprado para su madre, cuando tenía cinco años. Con el cabello largo en bucles rojizos, con los ojos grandes y brillantes, la piel de porcelana y aquel hermoso vestido de terciopelo. La cuidó todo el camino, hasta llegar a casa y la depositó con cuidado en la sala, mientras iba por su madre. Lo demás es en su mente un remolino de rojo y agua y el olor agridulce y el sabor de sus propias lágrimas. Ocultó entonces la muñeca, bajo las almohadas y la abandonó cuando él mismo fue abandonado en casa de sus tíos.
Cuando regresó, tenía casi ocho años y la muñeca yacía en el mismo lugar. Recuerda haberla roto un poco, sin querer y haberla ocultado de nuevo, incapaz de soportar la mirada hueca y la sonrisa burlona del maldito juguete. A los quince, la destrozó. Simple y sencillamente, contra el suelo, volando en astillas y casi pudo imaginar la sangre manando de las fisuras y manchando de carmesí aquel vestidito delicado.
(Kyle es así. Como una muñeca, sin vida, obediente, falta completa de voluntad, de dignidad, de cualquier cosa que le vuelva humano. Tiene ojos azules, grandes y brillantes, pero se ven tan vacíos que a William le hacen estremecer. Kyle es delicado, frágil, manipulable. Kyle se rompe. William lo ve hacerlo, el destrozarse y aunque una parte de él cree que está mal herirle, hay una, que debe mantener oculta, que se place y desea despedazarle. Kyle es una muñeca. William odia las muñecas.)
Prefiere los peluches. Suaves, capaces de almacenar calor humano, aromas, esencias y algo más. Le gustan mucho. Los ositos de felpa, los conejos con sus colas esponjosas, los gatos y sus bigotes. Y los ojos de botón, las sonrisas dibujadas con hilo negro y lenguas rosadas. Incluso tiene uno, un osito de peluche color café, con ojos café brillantes y que ahora tiene un suave olor a humedad y a encierro. Es el peluche que regaló a su hermana, desde antes de nacer. Fue a comprarlo, junto con su padre, mientras Antonella arreglaba la maleta para el hospital. Entre muchos, muchos otros juguetes, lo quiso a ese. Tierno, pequeño. Y lo llevó a casa, dejándolo en la cuna, esperando.
Umi jugó con él. Lo hizo, apretando entre sus manitas las redondeadas orejas y con las encías mordiendo las patas del animal. William le decía entonces que así no se jugaba, que debía tomarlo del tronco y le enseñaba cómo. “Soy el señor osito, abrázame”, decía, fingiendo la voz y Umi le miraba, como si entendiese y a veces sonreía. Entonces William se acercaba más y ella le halaba del cabello y se reía. Cuando Umi murió, decidió quedarse con el muñeco, porque olía a ella, porque eran buenos recuerdos, porque no quería olvidarla. Y siempre lo tuvo, siempre lo cuidó y nunca, nunca dejaría que algo le sucediese.
(A Aishi le fascinan los peluches. Porque son suaves, porque son lindos. Aishi tiene su cama llena de peluches. De conejos, ratones, perros, gatos, pajaritos y hasta un animal raro que ella jura es un caballo y que William siempre ha pensado que es uno de esos caballos de fuego que vio en esa caricatura hace tiempo, cuando cambiaba canales. Aishi misma es como un peluchito, por su forma de ser, tan suave, tan tierna, la indefensión tan a flor de piel. A veces piensa que podría regalarle el osito de Umi. A veces la observa dormir, entre todos aquellos peluches y piensa que la quiere un poco. )
Sus favoritos, sin embargo, son los rompecabezas. De quinientas, de mil, dos mil piezas, complejos, grandes, en tres dimensiones, los ama. Son difíciles, requieren tiempo, paciencia, observación, tener la idea general. Empezar de las orillas, armar pequeños cúmulos hasta obtener el panorama completo. Pero a veces, los puzzles están incompletos, faltan piezas y queda una imagen rota, con espacios vacíos, patética e inútil. Por eso cuida las piezas, para poder hacerlo correctamente.
Su primer rompecabezas lo hizo en una cita con el psicólogo infantil, unos meses después de la muerte de Umi. Era la imagen de un río desconocido, apenas 50 piezas y lo armó y desarmó varias veces mientras escuchaba a sus padres hablar con aquel hombre. Cuando vivió con Rhett, armó muchos más. Rhett se sentaba a su lado, ayudaba a ratos, armaban juntos el rompecabezas y entonces lo pasaban a la cartulina, usaban pegamento blanco líquido y lo dejaban que secara, antes de colgarlos en su habitación, como un trofeo. William coleccionó muchos y muy variados. De pinturas de Sisley, de fotografías. Recuerda aquel que era de un oso blanco en la nieve y que tardó días en completar.
(Yaotzin siempre fue una imagen rota. Con pedazos faltantes. Muchas risas, sí, mucha alegría, mucha diversión, pero con un exceso de silencios. Palabras sin decir, besos sin dar, sueños sin cumplir. Vacíos. Cuando Yaotzin murió, se llevó con ella tantas, tantas cosas. Esperanzas, deseos. Se convirtió en un manojo de cabos sueltos que William no pudo atar. Yaotzin era un puzzle, enorme, complejo. Hermoso, intrincado. Pero faltaron piezas, faltaron partes completas y al final fue imposible de terminar. Es un rompecabezas incompleto, inútil. William sabe que debería desecharlo. Aún así, es algo que no puede hacer.)
William tiene el ático lleno de juguetes. Las piezas rotas de la muñeca odiada, entre sábanas de seda vieja descansando el osito amado, las cajas llenas de cuadros completados con esfuerzos. Tiene además un juego de ajedrez tallado en madera fina, que es como Gabrielle, firme, hermoso, fino y sobretodo, jodidamente difícil. Tiene cajas de música que sueltan piezas clásicas siempre bellas, siempre deliciosas, que le tranquilizan. Son como Loren, delicadas y etéreas, música que sana, que arrulla, que besa. Tiene tantos, tantos juguetes, tantas cosas.
El día que le llevarán a la cárcel -porque es inevitable, porque es lo que se merece, porque la justicia aún existe- permanece en ese ático, rodeado de sus recuerdos, aspira el aroma del oso y memoriza los cuadros y de pronto ya no odia tanto a la muñeca. Cierra, con llave y la entrega antes de marcharse. La deposita en la mano de su hijo y sonríe y le abraza y aunque siente el rechazo, es fuerte. “Es tuyo, todo tuyo” Musita y le entrega sus recuerdos. Cuando ellos -Aishi, Kyle, Kotaro- suben y observan, sólo ven juguetes antiguos, muñecos rotos, puzzles sin armar, dados, consolas viejas y más chatarra. Pero la guardan, porque lo entienden. Es importante.