Luciano Pavarotti ha muerto hoy, a las cinco de la mañana, en su casa de Módena, la misma ciudad italiana que le vio nacer, 71 años atrás. Se lo ha llevado el cáncer de páncreas, el mismo que le obligó a dejar la escena hace unos años. Yo creo que si no hubiera tenido cáncer, Pavarotti la habría palmado de viejo en el escenario. Le encantaba cantar.
Pavarotti encarna la Italia romántica y costumbrista que todos tenemos en mente cuando pensamos en La Bota: era hijo de un panadero, un auténtico melómano que debía tener una voz muy parecida a la de su hijo y una auténtica locura por la canción de su tierra. Heredero de su voz y de su pasión por la música, Pavarotti hizo sus primeros pinitos en una coral. Y el resto es historia.
Ha habido muchos grandes tenores, y aunque algunos críticos apolillados afirmen lo contrario, hoy en día hay figuras enormes que apenas están despuntando, como es el caso de Juan Diego Flórez, ese prodigio que, por cierto, era discípulo de Pavarotti. Pero lo que no puede negarse es que Pavarotti tenía algo profundamente especial, un talante, una voz diferente. Muchos criticaban su acento excesivamente abierto al cantar- decían que lo pronunciaba todo con "a"-, o su ánimo efectista, que le hacía saltarse la partitura para dar un sobreagudo aquí o allá para dejar al público congelado.
Sí, es posible que Pavarotti no fuera el mejor tenor de todos los tiempos, si es que eso existe. En un mundo tan encorsetado como el del Bel Canto, cometió el crimen de ser campechano, de tomarse la ópera menos en serio de lo que se la toman los críticos. Para colmo, aceptó ser uno de los Tres Tenores, ¡ese terrible montaje del márketing que desvirtúa el sacrosanto mundo de la ópera! Cometió, en definitiva, el terrible crimen de creer que la ópera no es sólo para unos pocos, sino para todos. Para niños, para viejos, para ricos, y para pobres, exactamente igual que la Coca-cola. Un duro golpe para los nostálgicos del antiguo régimen. Márketiniano o no, comercial o no, Los Tres Tenores lograron que Verdi llegara al mundo. Y al diablo con el resto.
Y su voz. Pavarotti tenía la voz como el sol de Italia. Poderosa, radiante,luminosa, alegre. Cuando cantaba, parecía que estuviera sonriendo, y tú no podías evitar sonreír también, porque era contagioso: ¡esa fila de dientes blancos asomando entre los carrillos saludablemente redondos! A Pavarotti le encantaba la comida. Le gustaba prepararse él mismo la pasta: macheroni, spaghetti, ravioli, tagliatelle, etc, etc. Le gustaba el vino, y le gustaban las mujeres. Adoraba vivir, y quizá por eso, su voz suena a celebración de la vida.
Sin Pavarotti, el mundo de la ópera es un poco más frío, un poco más inhóspito. Surgirán otras grandes voces y el sol seguirá saliendo, pero os digo que calentará un poco menos, porque este gran gordo, este auténtico genio de la lírica, para quien cantar era tan natural como respirar, se nos ha ido esta madrugada.
Al menos ha tenido suerte, y se ha ido en casa, con los suyos, y relativamente mayor, a los 71 años. Pero llevo escuchándole desde que tenía siete años y mi padre ponía sus discos en casa, y para mí, es como si se hubiera ido un amigo, alguien a quien conociera muy bien.
Descansa en paz, maestro.
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