Fandom: Axis Powers Hetalia.
Claim: USA/UK/USA :).
Advertencias: Yaoi. Lemon. PWP.
Rating: MA.
Para: el anon que pidió la pareja en el kink-meme y el
quinesobPalabras: 2247.
Nota:
Capítulo unoResumen: Arthur iba a decir algo, Alfred sabía que el desgraciado inglés le iba a decir que había ganado la puta apuesta que no era más que un señuelo disfrazado para conseguir ese deseo al fin cumplido. Pero él le acalló, tirándolo encima de su sudoroso cuerpo y llenando su pelo de caricias y su piel de besos.
Lápices y manos
Capítulo dos
Arthur no recordaba en todos los siglos que llevaba visitando la casa de Alfred que existiera ese cuarto al lado de la sala de conferencias.
Ahora ambos habían salido de la reunión que se había convertido -como siempre- en una algarabía sin sentido; naturalmente nadie se había dado cuenta de que ellos habían desaparecido y si así había sido, pues ya darían el tiempo necesario para inventar alguna explicación convincente de su huída.
El inglés jadeó cuando Alfred lo aprisionó a la pared y comenzó a desabrocharle la camisa con los dientes, la saliva pasaba a través de la tela y humedecía su piel de forma deliciosa. El inglés se siguió moviendo por la pared, atrapando a Alfred entre sus brazos, acariciando su espalda y tratando sin conseguirlo, de quitarle la chaqueta de aviador.
-Deberíamos hacer estas reuniones más seguido… -mencionó el menor mientras empujaba a Arthur contra la puerta que daba a ese cuarto que recién cobraba existencia en la mente inglesa.
Arthur, sin dar una correcta explicación del porqué, asintió, otorgándole la razón.
Lograron entrar al cuarto, donde no había nada. Un simple espacio vacío. Arthur siguió moviéndose por la pared, Alfred seguía apoyándose de forma condenadamente sugerente en su cuerpo, impidiéndole moverse con normalidad.
-Quítate, bastardo… -murmuró cerca de la oreja del americano, quién ahora había comenzado a desabrochar la corbata que le impedía quitarle la camisa. No podía ver más allá del cabello claro, pero estaba seguro de que Alfred tenía una sonrisa bastarda en la cara-. No me dejas respirar…
El menor dejó de hacer lo que hacía para verle, Arthur juraría que nunca antes había visto la mirada del muchacho con ese tono de lujuria, eso y la sonrisa pervertida que aseguraría competía con la de Francis.
-Vamos, Arthur… -susurró, pegándose a su pecho, haciendo al inglés temblar cuando el aliento, ardiente, quemó su piel cuál brasa hirviendo-. Quiero ver que tan buenas son tus manos, unos cuantos botones de mi camisa no prueban nada…
Y a modo de sugerencia, movió su mano hacía la camisa a medio desabrochar. Arthur tragó saliva, no sabiendo si estaba indignado o no.
- ¿Me sigues desafiando?
-Por supuesto.
Si es que ese enano era un completo bastardo mal nacido, ahora no tenía duda alguna.
No fue capaz de saber cómo, pero en un minuto dado, el peso de Alfred dejó de hacer presión en su cuerpo y ambos terminaron deslizándose en la pared, su trasero chocando dolorosamente en el piso de madera. Y Alfred cayendo consigo, literalmente acostándose encima de él. Y eso lo tenía maldiciendo a toda persona que había conocido en la vida, porque el peso de Alfred se sentía maravillosamente caliente y pecaminoso en su cuerpo; los latidos del corazón del muchacho traspasando su piel, haciéndole daño.
- ¿Te estás acobardando, pirata? -Preguntó con desafío, tocando la vena sensible del mayor con respecto a su orgullo de los tiempos de lobo de mar.
La puta mirada del menor, llena de desafío y de indecencias al por mayor le tenía atrapado, sin saber si aceptar o no su propuesta. Se mordió el labio.
Por una parte estaba su orgullo a no rechazar nunca un reto proveniente de Alfred, pero ahora estaban yendo a escalas mayores, mucho más grande de las que nunca antes habían rozado juntos. Por otro lado, estaba el simple y gran hecho de que Alfred era casi un hermano para él y no podía darse el lujo de pasar a llevar la fina línea que los separaba. No se encontraba capaz de ello aunque internamente y quizás sin saberlo, lo desease.
-Y una mierda, capitalista.
Porque la puta mirada de Alfred era demasiado para su voluntad. Demasiado.
Y cuando la palabra reto salía de esos labios, no había nada en el mundo que le detuviera de aceptar y ganar. Los límites desaparecían.
Se movió y subió las manos hasta los hombros americanos, haciendo volar la chaqueta que estaba colgando de ellos. Y el tiempo le pareció más eterno que antes cuando se levantó y tiró a Alfred al piso, deleitándose con el sonido de la espalda americana al chocar con la madera; haciendo que una vibración que creía olvidada se extendiera por su cuerpo ya caliente. Se tiró encima de él, obviando el hecho del calce casi perfecto de sus cuerpos, cuál rompecabezas. Se encontró con los ojos lujuriosos, a través de ellos vio que los suyos se encontraban igual, esbozó una sonrisa maliciosa, compitiendo con la de Alfred al ver que aceptaba su condenado desafío.
Ya tendrían tiempo después de arreglar lo que fuera que saliera de allí, ahora, ambos estaban entregados al completo a la concupiscencia.
Su mano se deslizó por el espacio inexistente entre sus torsos mientras su rostro se encontraba frente a frente con el del menor. Su aliento chocaba con los anteojos que estaba seguro ya no le servían a Alfred para ver por lo bajo que estaban, casi resbalándose de su nariz. Ensanchó su sonrisa malvada -de esas que solía usar cuando hacía maleficios- al toparse con la erección que el americano no había sido capaz de bajar; supuso que le estaría doliendo como los mil demonios y no le importó, porque el suponer eso y el corroborarlo al apretar la erección y ver el rostro de Alfred cerrarse en un éxtasis de dolor y placer era tan endemoniadamente tentador y exquisito que el sufrimiento se iba a buena parte.
Su mano se quedó allí, intentando deshacer la hebilla del cinturón para atacar los pantalones, pero Alfred volvía todo más difícil cuando sus manos intentaban hacer lo mismo en su ropa.
-Tsk.
La respiración agitada de Alfred era desesperante en su cara.
Y lo logró, logró deshacer el cinturón y abrir el cierre para bajar el pantalón y el mundo volvió a subir la temperatura cuando pudo sentir la carne palpitante en su mano. Jadeó al mismo tiempo que lo hacía Alfred, pero a diferencia de él, sin dolor mezclado con placer.
Se movió encima, frotándose contra el americano, haciéndolo maldecir en un inglés mal hablado. No dispuesto a escuchar semejante maltrato al idioma, Arthur elevó la cara -sintiendo como sus botas chocaban con las largas piernas de Alfred que no dejaban de moverse para acomodarse- y con su sonrisa casi estampada en el rostro, le besó.
¡Jodida sensación de los dioses! La boca de Alfred era más pequeña que la suya y sus labios sabían a gloria. Sintió como la sonrisa de él desaparecía ante la demanda de que abriera la boca, permitiéndole entrar y explorar la húmeda cavidad a gusto y paciencia suya. Sus lenguas no tardaron en encontrarse y Arthur no tardó tampoco en hacer notar quién era el que mandaba en esa lucha. Alfred, vengativo por haber perdido, comenzó a mover sus caderas, haciendo que la mano de Arthur que todavía sujetaba su miembro chocara con su cuerpo, mandando condenadas descargas por todo su sistema nervioso, hundiéndolo cada vez más en aquel exquisito espiral de goce.
Volvió a maldecir en voz alta, sin saber a quién, sin saber porqué.
-Mierda Arthur, deja de sujetarme… -masculló Alfred desesperado.
Arthur sonrió, sabiéndose el dueño de toda aquella situación.
Dejó de atacar su boca y se deslizó por su garganta, lamiendo y mordiendo ciertas zonas que a su punto de vista eran sensibles para Alfred. El chico se removía debajo de su cuerpo, atormentado y él, deseoso de propagar el tortuoso momento lo más posible, siguió entreteniéndose con su cuello, deteniéndose por bastante tiempo en su manzana de Adán. Otro jadeo y una nueva maldición salieron de la boca americana. Los lentes que portaba terminaron por resbalar de su nariz y cayeron al suelo, haciendo un ruido sordo y seco.
Oh sí, cuánto gozaba con todo eso.
De forma sorpresiva, las manos de Alfred se colaron entre el mínimo espacio que había entre sus erecciones y le bajó los pantalones.
- ¿Te parece bien hasta ahora como lo han hecho mis manos, Alfred? -Preguntó con malicia, sintiendo como las letras del nombre se desvanecían con placer en sus labios humedecidos por un beso que había robado con anterioridad. Alfred, que seguía sufriendo porque las condenadas manos inglesas seguían aprisionando su miembro y no hacían nada más le miró, suplicante. Aunque la mata de pelo que caía en sus ojos hacía difícil adivinar los sentimientos sucios que pasaban por ellos-. ¿O lo hace mejor mi boca al besarte?
-Eres bastante imbécil cuando te lo propones, Arthur -contestó ente jadeos y respiraciones agitadas.
El inglés estaba seguro de que su nombre nunca antes se había escuchado en aquella tonalidad tan deseada. Y le gustaba escucharlo
-Pero ahora quiero probar algo más que tu mano y tu boca… -masculló el americano antes de jadear con fuerza.
Y las explicaciones sobraban porque la mente de Arthur era tan sucia que entendía a lo que Alfred se refería.
-Lo haré, pero sólo si soy yo el que te da a probar -dijo con la voz peligrosamente amenazante y caliente cerca del oído de Alfred, quién se estremeció, quizás por deseo, quizás por saberse el que estaría bajo de todo. Como fuera, al inglés no te importaba saberlo-. Después de todo, soy el mayor…
Sin dar tiempo a un arrepentimiento de su parte, se levantó y el menor soltó un suspiro de alivio al sentir su miembro liberado de la tortuosa mano inglesa. Iba a arreglar el problema que tenía entre las piernas, pero las botas de Arthur se posaron en sus manos, impidiéndole cualquier movimiento. Masculló una maldición.
-Soy yo el pirata que hará todo, capitalista -susurró, sus ojos brillaban anunciando peligro.
Y el tiempo otra vez desapareció cuando Alfred fue tomado y obligado -aunque deseándolo internamente- a darse la vuelta.
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Las maldiciones se hacían pocas, las manos no cubrían nada cuando subían por la espalda y acariciaban cicatrices de sus pasados de guerras y los jadeos eran demasiado bajos como para expresar todo lo que les invadía. El placer muy grande y las acciones muy chicas.
- ¡M-Mierda, Arthur!
No habían palabras de amor, ni caricias suaves ni besos cariñosos. No, las groserías fluían como agua entre sus bocas y las manos inglesas se pegaban tan fuerte a las caderas americanas que Alfred estaba seguro de que terminarían marcadas en su ardiente piel y estaba seguro también de que no le importaría. Los besos en algún punto habían dejado de ser pequeños, ahora eran más demandantes y salvajes, casi carnívoros y se esparcían por toda su espalda. Y Alfred habría dado lo que fuera por que su cabeza se alargara para poder tomar los labios de Arthur, pero sólo tenía que conformarse por jadear y mascullar maldiciones que no sentía en verdad entre cada estocada salvaje del inglés.
El eco de su cuerpo raspar la madera era la nada misma comparado con el sonido de cada entrada brutal de Arthur en él.
Gruñó cuando el inglés sacó una mano de su pelvis -y se recordó mentalmente que cuando todo pasara y Arthur no estuviera en su casa, él iría corriendo a un espejo, rogando encontrar las palmas inglesas clavadas a fuego en su piel- y le rozó la punta del pene, jadeó al sentir como ésta se movía por ella y de la nada comenzaba a masturbarle.
- ¡Joder, desgraciado!
Y sintió como la sangre fluía de su labio al habérselo mordido para contener el grito ronco que quería escapar de sus labios, porque estaba seguro de que por culpa de las manos del inglés y de las estocadas de él, habría hecho retumbar al edificio con sus palabras jadeantes, llenas del nombre de Arthur.
Aunque las maldiciones que Arthur había comenzado a hacer cerca de su oído no se quedaban atrás.
Alfred ya no sabía que era mejor, si las estocadas que de a poco lo llevaban al cielo o el condenado aliento caliente que caía en su oído, estremeciéndolo y volviéndolo aún más demente de lo que creía. Y volvió a repetirse no reconociendo si para sí o para el cuarto entero, que el haber retado a Arthur en la reunión había sido la mejor idea que había tenido en años. Casi en siglos.
Sus manos sudorosas se afirmaron en la madera, el ritmo había comenzado a subir y todo se volvía borroso en su vista, los jadeos se confundían en ambos, volviéndose una sola voz, haciéndose el amor más allá que sus propietarios. Teniendo incluso dos condenadas sesiones de sexo salvaje en una sola.
Y ambos estaban seguros de que estallarían de placer cuando sentían que ese calor les derretía y seguían, con rapidez, uno maldiciendo el ritmo, el otro aumentándolo con goce.
Y el tiempo final no tardó en llegar, convertido en la deliciosa exclamación de nombres, maldiciones y gritos sin sentido del orgasmo. Los cuerpos jadeantes cayeron rendidos, disfrutando al máximo del efímero momento orgásmico, grabando a fuego en sus propias memorias el sin fin de sensaciones que sentían, asegurándose de recordar cada frenesí, cada movimiento y cada pensamiento que había salido hecho palabras de ambas bocas.
Arthur iba a decir algo, Alfred sabía que el desgraciado inglés le iba a decir que había ganado la puta apuesta que no era más que un señuelo disfrazado para conseguir ese deseo al fin cumplido. Pero él le acalló, tirándolo encima de su sudoroso cuerpo y llenando su pelo de caricias y su piel de besos.
Ya tendrían tiempo para pensar en que había salido de todo eso, por ahora, sólo importaban las sensaciones que les había dejado la condenada apuesta.