//CINE: Harry Potter y la Orden del Fénix. Como a estas alturas ya se ha dicho todo de Harry Potter y la Orden del Fénix, voy a permitirme el lujo de salirme por la tangente. Hay dos actitudes que me siguen sorprendiendo (y enervando) película tras película de la franquicia. La primera es la de aquellos que siguen empeñados en que los niños están creciendo demasiado deprisa y que "como no se den prisa, se van a hacer demasiado mayores para interpretar las últimas películas". Esta actitud en concreto me deja perplejo surgiendo en un país como el nuestro, en el que nos comimos con patatas a Raquel Meroño con 30 años haciendo de adolescente de instituto en Al salir de clase. Y la segunda posición respecto a la franquicia es la de aquellos que se sorprenden de que "todas las películas son iguales". Con la sana excepción de Harry Potter y el prisionero de Azkaban, estos últimos parecen olvidar que los films del niño mago no han dejado nunca de ser un ejercicio de producción con dos marcadas tendencias: sacar tajada y entretener (y, visto cómo está el patio, bienvenida sea cualquier iniciativa de entretenimiento original). Llegados a este punto, cualquiera tendrá que reconocer que si de entretenimiento se trata, Harry Potter y la Orden del Fénix es el más dotado de todos los films: por mucha pátina arty que aplicara Cuarón a su magnífica entrega, hay que reconocerle a David Yates que, sin cohartadas artísticas ni voluntad de dejar impronta autoral, ha entregado la más divertida y equilibrada de todas las películas (hasta ahora). Sin necesidad de alardes superfluos, Yates va directo al turrón y engarza una escena imponente tras otra hasta que llega, sin haber abandonado el ritmo vibrante, hasta el apoteósico final (basado en El Cuervo, dicen por ahí), en el que se plasma a la perfección el vivrante punto de inflexión que viven Potter y sus amigos en el original literario de la Rowlings. Porque no la gran mayoría de las decisiones estéticas del film resultan acertadas y fieles al mundo original (los Thestrals, la batalla de la Orden contra los Mortífagos), es que incluso cuando resulta infiel sigue siendo acertado (la reconversión de Umbridge en una fanática del rosa y de los gatos produce igual de incomodidad que las descripciones originales como un sapo, e incluso le proporcionan un plus de malestar al incorporar un elemento de contraste con su actitud). En otras películas no diría esto ni en broma, pero en este caso: ¡bienvenidos sean los fuegos de artificio!\\