Feb 29, 2012 16:19
"Seguramente nunca sabremos si María Soledad Rosas se mató. Habrá, después, muchas discusiones, pero casi todos creerán que sí lo hizo. Y los que no lo crean no podrán aportar datos precisos, pruebas convincentes, más allá de la sospecha o de la incomprensión.
Yo suelo creer en su suicidio: sin certeza, con la duda planeando, me parece la historia más probable. Silente, silenciado, el suicidio es una de las principales causas de muerte del mundo contemporáneo, y va creciendo: en los últimos cincuenta años las tasas de suicidio aumentaron un sesenta por ciento -aunque habría que considerar que ahora se registran muchos suicidios que antes se disimulaban por tabúes religiosos y sociales. La Organización Mundial de la Salud calcula que cada año se mata un millón de personas: 2700 por día, dos cada minuto. Si usted, lector, abandona estas líneas y mira el segundero de su reloj durante sesenta segundos y se sustrae al tedio, habrá escuchado el ruido sordo de dos suicidios en vaya a saber qué territorio. El suicidio, pese al estupor que provoca cada vez, es un enigma muy frecuente.
El suicidio es conservador: el suicida supone que el presente dura y permanece, que su desesperación presente va a seguir siendo así por tanto tiempo que ya no le queda nada que esperar. Y es, al mismo tiempo, un canto a la vida: el suicida es un optimista, alguien que admira demasiado la vida como para aceptar que pueda ser sólo eso que le está tocando. No hay nadie, suelo suponer, más optimista -en cuanto a las posibilidades de la vida- que un anarquista, alguien que cree que el hombre puede ser lo suficientemente inteligente y bueno como para no necesitar que lo gobiernen.
Albert Camus dijo que "no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio". Y así fue desde casi siempre, pero ninguna escuela le dio tanta importancia como los estoicos. Para Séneca y los suyos, el hombre no podría resistir el vacío de la vida si no tuviera la libertad de suicidarse. Esa posibilidad de liberación de esta vida lo ayuda a llegar al día siguiente: si no se mata es porque lo sostiene la convicción de que puede hacerlo cuando quiera. "El pensamiento del suicidio es un consuelo poderoso. Ayuda a pasar bien más de una mala noche", escribió Friederich Nietzsche. Muchos siglos antes le habían preguntado a Agis, rey de Esparta, cómo podía un hombre vivir libre: "Despreciando la muerte", contestó. Hay, en la partida de Edoardo Massari, ecos de esa vieja sentencia -si la mejor forma de despreciar la muerte es internarse en ella, no temerla.
En esa lectura el suicidio sería el último refugio de la libertad: la posibilidad de elegir cuando ya no se puede elegir casi nada. Ese suicidio fue el de muchos que lo eligieron como acto político: Jesús necesitó su propia muerte para coronar su prédica, Sócrates y Séneca para no desmentirla. Y tantos otros hicieron de su suicidio un gesto activo contra sus enemigos: aquella tarde yo estaba en Turín, llegando a la oficina del abogado Novaro, cuando me enteré de que unos musulmanes se habían matado derrumbando las torres de Manhattan, por ejemplo. Un suicidio distinto, ofensivo: uno que arrastra muertes de quienes no eligieron. Uno que cierra las puertas que otros, supuestamente, abren.
Pero no sólo en esos casos el suicidio es político: no hay mayor rechazo a este mundo, a una forma de vida, que matarse. Es una negación completa, no una forma de entablar una negociación, de iniciar un diálogo; es, más bien, la forma de cerrar todo diálogo: de negarse a contestar cualquier pregunta. Sobre todo cuando el suicida no deja escritos que lo justifiquen.
Sólo un tercio de los suicidas del mundo deja notas: la conducta más común es no dejarlas. Pero Soledad sabía -era evidente- que su muerte sería un hecho público: si es legítimo interpretar su decisión en un estado extremo, se podría pensar que no escribir aquella nota -o escribir una para que la quemaran- fue cagarse en el mundo de lo público, en las lecturas políticas de su acción.
Al no escribirla, Soledad desactivó su muerte como gesto político: podría haberla convertido en una declaración y no lo hizo. Si así fue, el amor -el dolor del amor ya perdido- se impone como causa más probable: "Amor se fue. Cuando llegó / de todo hizo placer. / Cuando se fue, / nada dejó que no doliera", escribió Macedonio.
El suicidio es esto mismo y lo de más allá, el azul y el marrón, un perro y su contrario. El suicidio crea, sobre todo, un espacio para suposiciones: es la pregunta final, la que va a quedar para siempre sin respuesta, con exceso de respuestas posibles. Esa pregunta nos dejó Soledad. Todo esto, por supuesto, si es cierto que eligió su muerte."
Martín Caparrós, Amor y anarquía. La vida urgente de Soledad Rosas. 1974 - 1998, 2003.
literatura