Writer's meme (segunda parte)

Apr 13, 2007 20:52

4. Noches de Verano. Y si me gusta Arya Stark, no puedo negar que tanto, o más, me gusta Sansa (no me miréis mal, menos tú targaryen, que sé que me entiendes) porque sé que Sansa os acabará flipando. Y si me gustan Arya y Sansa, ¿Qué voy a decir del Perro? Soy Sansan...



Si había algo que describía las noches en la Fortaleza Roja, era el calor. El calor y el ruido. Había veces que Sansa pensaba que la Fortaleza Roja era como uno de esos grandes pucheros que las conciernas ponían al fuego y que emitían un pitido extraño cuando hervían que hacía que zumbasen los oídos durante horas. Igual que esos pucheros es la Fortaleza Roja, le había contado un día Sansa a una distraída Jeyne Poole, más pendiente de los caballeros con brillantes armaduras que de lo que decía Sansa, continuamente se está moviendo, nunca hay nadie callado, en algún rincón siempre hay alguien que te mira, que susurra y que después se va. Y luego viene otro. Y siempre, siempre hace calor.

Para Sansa Stark, el verano nunca había sido más que una nevada cada varios días, caminar entre los Edelweiss con sólo una capa de armiño sobre los hombros y lavarse la cara en las frías aguas del deshiele para mantener la piel blanca, tersa y joven, como siempre la había dicho la septa Mordane. Jamás se hubiera imaginado que en el sur el verano traía pesados trajes de seda que impedían respirar, recogerse el pelo en redecillas de metal puntiagudo y sudor, sobre todo, sudor.

La primera noche que pasó en la Fortaleza Roja se asustó tanto al verse tan empapada que pensó que se había levantado en sueños y había bajado al riachuelo o, peor aún, que había florecido y se encontraba empapada en sangre. Pero no tardó en descubrir que aquello era simplemente sudor, efecto del calor y, si realmente había momentos en los que echaba de menos Invernalia, era en aquellas noches de sábanas húmedas y pegajosas en las que el pelo se le fijaba a la cara, sentía que el pecho se le oprimía como si no pudiera respirar y sentía verdaderos deseos de estar bajo sus mantas en la Fortaleza de Invernalia, al amparo de las aguas termales, la nieve, los edelweiss y su madre. Sobre todo, su madre, porque el recuerdo de su madre era lo único que le quedaba, con Arya desaparecida y su padre muerto.

Nunca se lo diría a nadie, pero había veces en las que pensaba que, en vez de un Ser con armadura de plata, era su madre la que iba a Desembarco del Rey a salvarla. A su madre no le harían falta armaduras ni espadas, se decía, entraría en la Fortaleza Roja con una capa de armiño y un caballo blanco y solamente tendría que mirar a la Reina para que la dejara marchar, porque las miradas de su madre a veces eran tan frías como la propia Invernalia.

Así era como Sansa pasaba las pesadas noches de bochorno en la Fortaleza Roja, sin poder dormir, pero soñando despierta. También se decía que no dormir era, al menos, un consuelo porque sabía que se dormía, tendría pesadillas con la cabeza podrida de su padre, colgada de la torre más alta, que la culpaba de todo lo que había ocurrido, como si sus deseos y sueños por Joffrey hubieran sido los que habían iniciado todo y no los planes del difunto rey Robert.

Había noches como aquella, sin embargo, en las que el calor era tan sofocante que le daba la sensación de que no podría pensar. Mucho menos, dormir.

Siempre cumplía el mismo ritual. Con los pies, apartaba las sábanas que, a pesar del calor, estaban destinadas a taparla. Aunque no sin un extraño sabor a culpabilidad porque las damas debían cubrirse incluso en la cama o, al menos, eso le habían dicho siempre las septas. Pero claro, eso era en Invernalia, estaba segura de que más de una noche la septa Mordane había hecho lo mismo que ella, aunque fuera en sueños. Después de un rato, tumbada sobre las sábanas sin que el calor hubiese remitido, se incorporaba y trataba de respirar acompasadamente para comprobar que, en efecto, seguía respirando y no iba a morir asfixiada por el calor.

Más que nunca aquellas veces realmente se sentía un pajarito encerrado en una jaula sin fuerzas ni ganas de cantar, como si el Perro hubiera visto a través de ella y fuesen sus sentimientos transparentes para él.

Sansa entonces apartaba los pesados cortinajes de terciopelo verde y dejaba que entrara la luz de la luna, se acercaba a la palangana de porcelana y echaba un poco de agua; más por el mero placer de escuchar cómo caía que con la intención de humedecer su nuca y su frente, pues sabía por experiencia que poco podía hacer el agua caliente en contra de la temperatura de su piel.

Era entonces, en ese extraño silencio lleno de susurros pasos y voces de la siempre ruidosa Fortaleza Roja cuando Sansa creía recopilar fuerzas para abrir la puerta y escapar, o incluso salir volando por la ventana, como si realmente fuera un pajarito. La Vieja Tata decía que por las noches, Los Niños de los Arcianos bendecían a los niños de Invernalia con fuerzas y Sansa quería creerla pero, en el fondo, sabía que no era un pajarito ni tenía el valor para escapar, así que solía sentarse en el suelo, bajo la ventana hasta que se quedaba dormida y el amanecer la despertaba justo a tiempo de meterse de nuevo en la cama y fingir que dormía antes de que las doncellas entraran a vestirla.

Solo que aquella noche no fue el amanecer lo que la despertó sino un golpe seco y enérgico en la puerta de su habitación.

Y otro.

No eran golpes normales, se dijo medo adormilada todavía, no era como si alguien estuviese llamando para comprobar si se encontraba bien y, desde luego, no era la forma de llamar ni de una doncella ni de una septa.

Golpearon la puerta de nuevo y a Sansa le pareció que, más que un golpe, era como si alguien se estuviese empujando a sí mismo contra ella, con la fuerza suficiente como para echarla abajo. ¿Y si era su Florian, que definitivamente había decidido ir a salvarla?

Se levantó lentamente, sin perder la vista la puerta, que ahora se combaba con los golpes, que cada vez eran más rítmicos, más intensos y potentes. Si era su Florian, era el deber de Jonquil el de ayudarle. Si la puerta estaba cerrada por fuera, tenía que ser Jonquil quien la abriera por dentro, como decía el Romance que el bardo aquel de la capa amarilla contaba en la Fiesta del Deshiele justo después de Las Damas de Castamere.

Se acercó a la puerta y acercó su oído. Nadie la llamaba. Nadie decía nada, pero quien fuera, su Florian, seguro que era su Florian, seguía insistiendo. Uno, dos, tres. Un golpe. Cuatro, cinco, seis. Otro golpe. Y ahora más fuerte. Acercó su mano al pomo sin poder evitar que temblara. Quiso preguntar quién era, quién estaba al otro lado, pero estaba tan nerviosa que sentía que la voz no le saldría de su garganta, así que giró el pomo con delicadeza, como lo haría una dama que va a recibir a su caballero, mientras con la otra mano se atusaba el camisón de lino, que tenía el empeño de dejar su hombro al descubierto, y se desenredaba los rizos castaños; pero no hubo girado el pomo por completo cuando la puerta perdió su punto de apoyo y cayó al suelo un amasijo de ropas. Sansa tuvo el tiempo justo para apartarse y evitar que lo que fuera que hubiera caído no la aplastara.

Nadie dijo nada. Sansa no dijo nada tampoco. Se limitó a quedarse de pie. Inmóvil, mirando a aquel embrollo de capas, correas y túnicas que no dejaba de moverse. No pudo evitar que la decepción le subiera por la garganta con sabor a lágrimas, porque si realmente se trataba de su Florian, y algo le decía que así era, no estaba en condiciones de sacarla de allí. Pero no, no era su Florian quien había caído en el suelo de la habitación, descubrió Sansa cuando una nube se apartó de la luna inundando la habitación de luz al instante. No era su Florian. Y lo que antes era decepción, ahora se convirtió en miedo. No era su Florian. Era el Perro. Y no estaba solo.

Al principio, no la reconoció. Ni siquiera se fijó en que estaba en una habitación. Tenía los ojos inyectados en sangre y miraba fijamente a la cara de la mujer que estaba debajo de él. La embestía con fuerza, si importarle los gemidos de aquel embrollo de rizos morenos y cara desgarbada. Sansa se fijó en que a la mujer le faltaba un diente y tenía la cara manchada, pero parecía que a ella no le importaba, porque tenía los ojos cerrados y susurraba palabras al oído del Perro que ella no llegaba a escuchar. Incluso, y esto sí que sorprendió a Sansa, deslizaba su mano por las cicatrices de su cara sin que eso le importara. Tenía, además, su otra mano bajo sus calzones. Y la del Perro estaba sobre sus pechos. Y sobre su cara. Y acariciaba su pelo. Y después le daba tirones. Y seguía embistiéndola. Y Sansa pensaba que la tenía que estar haciendo daño, porque la mujer había veces que gritaba más fuerte y justo después creía que el Perro la besaba, pero no, no estaba segura, pero creía que le mordía los labios.

Y ahí fue cuando la vio.

Sus miradas se cruzaron y Sansa sintió que sus piernas desfallecían, que le subía un cosquilleo extraño por el estómago que no sabía si era miedo, o pena, o una mezcla de muchísimas cosas que nunca sabría separar pero que sabía que terminaban su recorrido en sus mejillas, encendiéndolas como nunca antes se habían encendido. Ni siquiera cuando Joffrey le apartaba la silla para que se sentara. Ni siquiera supo apartar su mirada, se quedó mirando aquellos ojos que no dejaban de mirarla.

No dejaban de mirarla a los ojos, y aquello la asustaba. El Perro seguía embistiendo y tocando a aquella mujer que parecía estar en otra parte, pero la miraba a ella. Sandor Clegane la miraba a ella. Y hacía que se quedara quieta, inmóvil. Ni siquiera se movió cuando el camisón de lino volvió a descolocársele dejando su hombro al descubierto, porque Sandor Clegane la estaba mirando. A ella. Era como si la cabeza del Perro se hubiera quedado inmóvil sobre un cuerpo que no paraba. Ni siquiera parpadeaba. Hasta que, de pronto, cerró los ojos y soltó un gemido que Sansa no supo cómo interpretar. No lo vio bien, porque una nube se había vuelto a posar delante de la luna, pero creyó que hasta le daban espasmos. Pero Sansa tenía tanto miedo que ni siquiera recordó que las damas les preguntan a los caballeros si les pasa algo cuando creen que es oportuno.

Cuando la luz de la luna volvió a la habitación, se dio cuenta de que estaba temblando y de que la mujer ya se había ido. El Perro se estaba abrochando los calzones y se estaba colocando la capa sobre sus hombros. Volvió a mirarla a los ojos y no supo cómo interpretar aquella mirada, porque no parecía la mirada de Sandor Clegane. Se acercó a ella y le puso la mano sobre los labios.

-No digas nada, pajarito. Esto no ha sido más que un sueño. No. Una pesadilla.

Y a la mañana siguiente, Sansa no sabía si aquello había sido real o no, porque era cierto, en la Fortaleza Roja, las pesadillas también olían a sudor.

Y en el quinto puesto, no he podido decidirme porque hay mucho valor sentimental entre estos dos fics, así que pronunciaremos un justo empate.

5 (I). Casi doce uvas. Mi primer Sirius/Bella. Valor sentimental...



Todavía no entendía cómo había accedido su familia a pasar las navidades en España, como cualquier otra familia inglesa. Pero mucho menos entendía por qué tenían que pavonearse delante de las autoridades fingiendo ser muggles. ¡Fingiendo ser muggles! Por él no había ningún problema, si acaso, le gustaría saber por qué, aun siendo muggles, le seguían haciendo el vacío, e incluso disfrutaba viendo a sus primas recoger sus cosas con las manos, las varitas guardadas a buen recaudo en el armario.

Suponía que tenía que ver con aquellas revueltas de magos que habían tenido lugar en Inglaterra algunas semanas atrás. La casa Black había sido asediada por magos de sangre no-pura exigiendo respeto. ¡Qué poco conocían a la familia Black! Mientras estaban rodeando la mansión con pancartas mágicas, sus primas y su hermano Regulus se divertían lanzando maldiciones y conjuros que cambiaban los mensajes o las destrozaban.

Por eso se habrían marchado a aquella colonia de muggles ingleses en aquella isla de España, Mallorca, creía que se llamaba. Claro, porque era lo más lógico, pensó Sirius Black con sarcasmo, conteniendo una sonrisa mientras lanzaba la colilla de su cigarrillo por la ventana. Además, lo tenían que hacer a lo grande, claro. Si tenían que disfrazarse de muggles, no iban a disfrazarse de muggles cualesquiera, no. Tenían que disfrazarse de muggles de la alta sociedad, codearse con muggles de la alta sociedad y cuando terminara todo, torturar a los muggles de la alta sociedad con los que se habían codeado durante todas las vacaciones, no fuera que se contagiaran de algo. "De algo así como humanidad, por ejemplo" pensó Sirius al irrumpir su prima Bellatrix en su dormitorio.

-Llegas tarde, Sirius-dijo con su acostumbrada frialdad, atusándose el terciopelo negro de su vestido y ajustándose los guantes blancos hasta el codo.

-Todavía no han dado las doce en el reloj. Además, no pensé que me echarais de menos.

-Nosotros no, pero parece ser que le has caido en gracia a ese vejestorio muggle que dice llamarse Generalísimo o algo así. Mejor, así no tenemos los demás que estar con él.

La verdad es que Bellatrix no podía mostrar más frialdad. Y Sirius lo sabía, aunque también sabía que había habido tiempos en los que no era frialdad precisamente lo que le mostraba debajo de la túnica. Pero claro, eso era cuando eran niños y todos pensaban que Sirius iba a entrar en Slytherin. Ser dos años menor que Bella no iban a ser un inconveniente para que la endogamia de los Black quedase patente con su matrimonio. Y su frialdad tampoco iba a ser un inconveniente para que Sirius se lo pasara bien un rato. Al fin y al cabo, el nuevo año estaba a punto de comenzar y no iba a perder la oportunidad de empezarlo con buen pie.

-¿Entonces tú no me echas de menos, Bella?-le dijo levantando la copa de champagne y acercándose a ella socarrona y lentamente.

-No me llames Bella. Tú no. Sabes que no te echamos de menos, Sirius. Es más, preferiría que ni estuvieras- sonrió sabiendo que no podía dejarse abatir por su primo- aunque, ¿sabes? eso puedo arreglarlo. ¿Tienes pensado tu deseo de año nuevo? Yo acabo de pensar el mío.

-¿Y cuál es?- le dijo divertido paseándose alrededor de ella, mirándola de arriba abajo con lascivia fingida.

-Lo sabrás cuando llegue el momento, Sirius. Créeme que lo sabrás y cuando lo sepas, quizá no tengas tiempo de pensarlo. ¿Te he dicho alguna vez que lo que deseo se convierte en destino? Ten cuidado con acercarte a mí, quizá tu destino sea acabar en mis manos.

Sirius se rió mientras ambos bajaban las escaleras. La verdad es que sería divertido volver a caer en las manos de Bellatrix. Es más, no le importaría caer en sus manos aquella noche. Las vacaciones estaban resultando demasiado aburridas sin James, mostrándose educado y de buena familia, diciendo por favor y gracias y levantándose de la silla cada vez que una de sus primas entraba en la habitación.
-¿Cuándo lo sabré entonces, Bella?-le tendió el brazo para entrar juntos en el Gran Salón del Palacio, antes de que comenzaran las campanadas de Año Nuevo.

-Algún día, Sirius. Algún día.

Atravesaron la puerta y comenzó la función de sonrisas fingidas y cortesía victoriana como si realmente fueran una familia bien avenida. Sin embargo, Bellatrix no apartaba la vista de él. Y, de alguna manera, le perturbaba. Le perturbaba porque sabía que Bellatrix solía conseguir lo que se proponía. No hacía falta que pidiera un deseo.

Sonó la primera campanada en el reloj de palacio y Sirius se introdujo en la boca una uva, en la más pura costumbre española. Lo mismo hizo con la segunda. Y con la tercera. No fue hasta la sexta campanada cuando se dio cuenta de que, aunque colgada del brazo de su prometido Rudolphus, Bellatrix no dejaba de mirarle mientras acariciaba sus labios con las uvas entre campanada y campanada. Sirius se atragantó. Se atragantó con todas las uvas que le quedaban por tomar. Quizá era el momento de empezar a tomarse a su prima en serio. El destino a veces jugaba malas pasadas. Más cuando era una Black la que jugaba con él.

5 (II). Llanto de loba. La relación Sandor-Arya me parece tan increíblemente genial que escribirles no puede ser de otra manera (cómo les echo de menos, por el Emperador).



-Vamos, renacuaja, no me hagas tener que atarte al caballo y que te arrastre.

Estaba cansada, cansada y cansada. Pero sobre todo enfadada. Aunque no se lo diría al Perro. Prefería molestarle. Y si para eso tenía que callarse que quería montarse en Desconocido, se callaría.

Se sorbió la nariz y aumentó el paso. Tampoco quería que supiera que esa era la razón por la que se había quedado atrás. Las lobas no lloran. Aunque sí los cachorros. O al menos, así se consolaba ella. Al fin y al cabo, acababa de perder a la loba madre y era normal que llorara. Porque, y eso tampoco se lo diría, desde que habían abandonado los Gemelos, había llorado todas las noches. También había destrozado a patadas un tronco seco, pero eso se lo diría aún menos; seguramente la azotaría si se enteraba de que había desperdiciado un leño para el fuego.

Así que le adelantó. Con paso firme y seguro a pesar de aquella ampolla en la planta del pie, a pesar del agujero de sus botas de ante, a pesar de las agujetas, a pesar de que lo único que quería era echar la vista atrás y comenzar a correr hacia los Gemelos como una desesperada.

Porque había noches que creía que el Perro la había engañado. Sí, seguro que en algo la había engañado, porque no era normal que todavía no la hubiera matado. Era el Perro, había matado a Mycah, ¿qué podía esperar de él? Además, ¿y qué si no le había hecho un sólo rasguño cuando le cortó el pelo con aquella daga? ¿Y qué si le daba de comer cuando tenía hambre? Sí, seguro que había algo detrás de todo. Y por eso, por eso mismo, seguía incluyéndole en sus plegarias.

Bueno, aunque alguna noche se le olvidara.

Pero es que con el estómago lleno, incluso los lobos olvidan a sus enemigos.

Cuando estuvo a varios pasos de distancia, Arya echó la vista atrás y vio que el Perro la miraba. Y sonreía. Arya se enfadó aun más si cabe. Así que comenzó a correr.

Y no se dio cuenta, pero comenzó a aullar. Aulló a la luna, que se levantaba en el cielo medio oculta por la luz del sol, aulló a los árboles, al polvo, a una liebre que se le cruzó en el camino. Aulló hasta que se quedó afónica.

Jamás reconocería que ese es el modo que los lobos tienen de buscar a su manada.

Y yo quiero que hagan el meme zauberer_sirin, tulina y rakshah.

Ea.

ferpordios, drooling all around, no seas como george martin, meme time!, fics, nudged, perfertido, fic

Previous post Next post
Up