Laura

Sep 29, 2013 17:37

El día 1 de octubre habré pasado tanto tiempo en Galicia como el que viví en Cantabria.
Laura está en todos los recuerdos que tengo de los meses y las semanas previas a aquel cambio de vida, a aquella mudanza que mi madre sabía que no tendría camino de vuelta.
Con Laura experimenté los miedos y las risas flojas de la preselectividad mientras me dada la tos dándole caladas a los primeros ducados. La de Laura fue la última mirada cómplice antes de coger el lápiz del número dos. Las dos juntas estrenamos aquel verano de COU --EL VERANO-- en la fiesta del Pereda y tuve a Laura a mi lado cuando colgaron en el tablón de anuncios del Villa las notas que me abrían la puerta a iniciar en Santiago algo parecido a la vida adulta.
Aquel verano de 1996, Laura y yo elaboramos una lista secreta y larguísima. Con nombres. No fructificó nada de todo aquello, pero todavía hoy me río sola cuando recuerdo cuántos y qué objetivos nos propusimos derribar entonces, justo cuando habíamos dejado atrás el instituto y nos sentíamos mujeres hechas y derechas.
Laura acompañó mi proceso hacia la vida universitaria. Como si sólo importasen mis inquietudes, mi inminente cambio de vida y de ciudad y hasta mis problemas con la burocracia de la USC. Estoy segura de que no le ha dado suficientemente las gracias por todo; por venirse ese mes de agosto a Melide, por organizar el mejor botellón de despedida que una tardoadolescente pueda imaginar, por taparme con un paraguas cuando nos daba por mear detrás de un banco en pleno, y santanderinísmo, paseo de la Reina Victoria.
Por todas las veces que fui a ella con un "tía, no me hace caso" y el corazón destrozado.
Por las cartas que nos escribíamos los domingos y nos entregábamos el lunes a primera hora.
Porque fue el mejor regalo que una adolescente como la que yo fui pudo tener en una ciudad como Santander y en un instituto como el Villa. Porque las cartas, la escritura creativa en clase de Carcedo, los greatest hits de los Beatles a dos voces en las escaleras del Villa de Selaya y la 'Canción del elegido' escrita con la letra de Laura en mi carpeta / altar a Paco Liaño conforman buena parte de lo mejor que pueda haber en mi.
Porque el Villa no era fácil si no eras guay. O chic. O deportista, incluso. Y yo, bien lo saben las diosas, no lo era.
A principios de julio me encontré con Marta y con Vanesa en los sanfermines de Tetuán. Y, además de comprobar que tienen un retrato como el de Oscar Wilde en algún sitio, coincimos en cuánto mejor nos hubiese ido en el instituto ahora que sabemos que éramos nerds y que los nerds tienen poder.
En aquel momento yo no tenía nada claro qué era, pero Laura me ayudó a encontrar mi poder en los recreos, mientras comíamos jumpers y caramelos kopicko con el culo apoyado en el radiador de enfrente de la clase del tipo que me molaba.
Gracias a Laura supe desdramatizar después de caerme por las escaleras y quedar agarrada a la nalga derecha de Pablo Barquín ante cientos de personas.
E incluso Santander se volvió un lugar más amable cuando merendábamos chocolate con churros o café con leche y tostadas en el San Siro después del cine. Cuando cercábamos la portería visitante del Sardinero en los Rácing-Dépor. Cuando nos fuimos haciendo un hueco entre el mobiliario del Bar-Gas.
Tenía diecisiete años cuando marché de Santander y hace casi diecisiete años que pasó todo aquello. El cumpleaños de Laura, un 29 de septiembre, fue un poco el principio de mi despedida.
Quería ser universitaria en Santiago más que nada en el mundo, pero me ha pesado y me pesa no tenerla un poquito más cerca. Aún así, soy inmensamente feliz cuando, después de tanto tiempo, nos volvemos a ver y la química es exactamente la misma que si fuese lunes a primera hora de la mañana y sólo hubiésemos estado separadas veinticuatro horas. Y eso pasa --a mí, por lo menos-- con muy poca gente.
Felices treinta y cinco, Laura.

Parece que fue ayer


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