CAPÍTULO 8, primera parte
Atenea logró que Licaón se pusiera una ropa que le apareció. Le dijo que el uniforme mojado de un repartidor de la FedEx, era el peor disfraz para ir a un lugar clandestino del panteón. Y se sorprendió no solo que él decidiera ponérsela sin rechistar mucho, sino que se sonriera con el comentario que había hecho, y replicara:
-Bien podría ir vestido de payaso con globos, que estaría mejor que tú y tu look de... Atenea casual, con el que jamás pasarías desapercibida.
Él la miraba muy socarrón, con una sonrisa de suficiencia que ella no pudo dejar de apreciar. Atenea pensó un instante en contestarle: «¿Es ese un halago? ¿Acaso se me está insinuando?», con una entonación lisonjera. Algo en esa voz mental, la hizo dejar de mirarle y recular, avergonzada consigo misma.
-No se preocupe por eso. Soy la diosa de la estrategia, lo tengo controlado.
Licaón le hizo un ademán burlón y entró al baño para secarse y cambiarse de ropa. Cuando salió, Atenea pudo ver la extrañeza en su rostro y la agresión contenida pero, por sobretodo, la confusión. Fue hacia ella y le preguntó:
-¿Qué es...? ¿Qué hiciste?
Atenea se dio cuenta de que la estaba oliendo detenidamente, aunque con disimulo, y ella dio dos pasos atrás, cohibida por su descarado proceder. Pero no estaba sorprendida. Eso era lo interesante de él, no se comportaba como debía para con una de sus diosas... Y sin embargo, hasta ahora, lo hacía en lo que era importante. Lograr que una persona como él le ayudara era mucho más satisfactorio de lo que habría pensando al conocerle porque sentía que, por alguna razón, en verdad lo hacía porque deseaba hacerlo. El por qué deseaba hacerlo era el gran secreto que no lograba entender, pero que desde que habló con Delfos, aún tenía más interés por desentrañar. Lo malo era que se trataba de algo que ni él podía responderle, sino que se daría a conocer al seguir el camino que el futuro les deparara... Al menos, si esta vez Delfos le había dicho la verdad.
-Me puse el disfraz -le explicó, sonriendo y jugueteando con el collar largo que llevaba al cuello, que al extremo tenía un dije.
Era mágico, pero no fue lo que la había hecho convertirse en una mujer alta, de cuerpo fuerte pero sensual. Sus facciones, muy parecidas a las de ella, pero más fuertes y morenas. Su vestido era un pantalón de licra negra especial, por arriba de unos protectores de muslos y espinillas; tenis cómodas y una armadura de torso delgada y dorada que acentuaba su cintura y caderas con el diseño. Tenía un escote algo pronunciado, y los pechos más grandes sobresaltaban por éste. En su mano una daga y, en la otra, un escudo. En vez de un casco, tenía puesta un red de metal ligero, y sus mechones negros salían peinados en trenzas por entre los huecos. Era el «uniforme» a la usanza de las amazonas. Siempre que ellas eran parte de entrenamientos o luchas arregladas, iban con ese tipo de armaduras.
-Sabía que podías jugar al camaleón, bruja, pero no de esa manera. No te sientes ni hueles igual... -y eso no le hacía ninguna gracia- Es como jazmín con sal... y cuando busco tu aroma y empiezo a olerlo...
No lo dijo, pero Atenea sabía que de seguro se desorientaba y sentía un mareo o vaguedad mental.
-Como tú mismo dijiste, soy Atenea y todos en el panteón me conocen al menos de vista. Aún puedo convertir mi cuerpo de esta manera y pasar desapercibida para algunos; pero otros reconocen mi aura o mi olor. Por eso -le enseñó el dije- tengo esto, que esconde mi aura y disfraza mi aroma. Magia de Hefesto; la más efectiva del panteón.
Licaón dio un carraspeo, y miró hacia la puerta.
-Cualquier cosa es mejor que usar la magia de la perra de Artemisa, ¿no? -comentó como por decir algo.
Atenea exhaló un suspiro, y dijo en un impulso:
-¿Que ella me deje usar su magia? Sí, claro -su tono era muy sarcástico.
Apenas terminó de decirlo la diosa le miró con sorpresa, como si fuera él el que acabara de decir algo personal con tanta soltura. Licaón le devolvió la mirada de reojo como analizándola pero luego frunció el rostro. Aún algo molesto por lo que veía, o lo que no veía ni sentía de ella; dio un resoplido. Hubo un par de segundos de silencio, incómodo, y entonces Licaón decidió terminarlos.
-¿Y? ¿Nos vamos? -enfiló hacia la puerta dos pasos, y luego la miró- O su majestad no lo hará como la gente común o corriente.
-No somos gente común y corriente -le respondió yendo hacia él con los brazos cruzados.
Sin previo aviso, aparecieron en unos servicios sanitarios cuya luz era muy tenue y naranja. Afuera, se oía el sonido de una lluvia fuerte con viento y el poco tráfico nocturno.
-Glamoroso.
-Los lugares donde puedes aparecer sin ser visto no suelen serlo -le respondió ella mientras se aparecía una chaqueta gruesa, para cubrirse la armadura.
Salieron y, con su visión nocturna, vieron que se trataba de una tienda de abarrotes cerrada. Licaón no supo cómo, pero Atenea pudo abrir la puerta y las rejas para salir. Afuera solo había una calle oscura y solitaria en la que estaba lloviendo agua nieve copiosamente. Licaón no lo podía oler, pero sí sintió el aura de Hermes en la calle del frente. Iba a ir hacia ahí, sin embargo esperó a que Atenea cerrara de nuevo la tienda, y tomó sin remilgos un paraguas grande que ella le dio para que los tapara a los dos. Cruzaron la calle y fueron hacia abajo de un toldo de una tienda cerrada. Aunque se sentía venir de ahí esa aura despierta y siempre móvil de Hermes, el licántropo no lo vio. Solo había un vagabundo tirado en la acera mojada.
Sin embargo, Atenea fue hacia él y le dio una patadita con el empeine. El joven harapiento se puso en pie de una forma extraña, como si se moviera más por fuerzas externas que por el deseo propio. Licaón se sorprendió al ver el rostro de Hermes en el que antes había pensado que era un simple sin techo. Aunque, pensándolo bien, debió haberlo imaginado. Aún con el agua nieve, su nariz habría olido a un verdadero vagabundo.
-¡Eh, gente! -les decía el dios mensajero, con una voz pastosa y una gran sonrisa en el rostro.
-Estás bebido -le recriminó Atenea.
-Pero no borracho.
Hermes inició el camino por un lado de la acera. Su paso era seguro y rápido. Los dos lo siguieron de cerca. Licaón pensó que era extraño que Hermes no reparara en el mal tiempo que lo rodeaba, pues su caminar era tan relajado como si fuera el más soleado de los días. Aún cuando ellos tenían el paraguas, el viento los estaba mojando a los dos, y Licaón tenía la piel de gallina del frío. Cuando se dio cuenta de que había puesto el paraguas en una posición que protegía más a Atenea, dio un resoplido y lo cambió para cubrirse a él. Ella, después de todo, era una diosa; se tuvo que decir un par de veces cuando se sentía incómodo por alguna razón.
Aún después de doblar una esquina, Hermes seguía con su incansable cháchara:
-... Pero estuve a punto de ganarle a Dioni en un juego de chupitos. Por alguna razón, siempre termino... ¿cómo lo dicen ahora? ¿mordiendo el polvo? -se rió de la expresión. Llegó a la esquina de la calle, y pasó por ella sin importarle el auto que venía muy cerca-. Pero les conseguí la información de como entrar en ese mismo bar... -Los tres caminaron muy rápido mientras el auto paraba de emergencia para no golpearles, y el conductor les gritaba algunas palabras malsonantes. Hermes saludó al tipo con la mano y una sonrisa en el rostro-. No tienen idea de lo que se puede conseguir con un poco de desvergüenza propia y un juego de retos. ¡Me lo pasé genial! ¡Pero por el bien de la misión, claro! Si estoy en un bar y no bebo ni me divierto, es tan obvio que busco información que... -había vuelto a mirarlos, y paró en seco al ver mejor a Atenea- ¡Dime que no vas a entrar así, por favor!
-¿Qué? Pero si es un auténtico uniforme...
-No, no, no y no; hermanita -le interrumpió él, y la abrazó de lado, divertido-. Eso es ropa de mujer que devuelve golpes y ese lugar, -indicó hacia un edificio de dos plantas. Abajo había una fachada sin importancia y arriba, un gimnasio en donde dos mujeres estaban haciendo spinning-, es el lugar donde se encuentra la mayor degradación de los seres vivientes. Donde los hombres se vuelven salvajes y ríen cuando les sacan sangre a golpes, y donde las mujeres no son más que carne complaciente... Eso, es un lugar donde a Ares se le pone dura, y ya sabes que eso solo quiere decir que es pura depravación.
Atenea quiso decir algo, un poco desesperada, pero no dio con las palabras correctas. Licaón, que miraba hacia el edificio, se decía que no parecía para nada el lugar de la perdición que Hermes describía...
-Entonces, ¿no puede ni entrar amazonas de Artemisa? -trató de entender Atenea, o de buscar otra opción mejor.
-No, es un lugar... Purista. Ya sabes lo cuánto que le gustan a Ares las ideas feministas, las amazonas están tan vetadas como las vírgenes de Hestia.
Como los dos no dijeron algo en unos segundos mientras Atenea pensaba, Licaón dijo lo que le parecía lo más obvio.
-Voy solo y listo -decidió, y la miró-. Creo que no poder ser «carne complaciente» está por arriba del uniforme de FedEx...
Hermes dijo un comentario sobre «bromas internas», mientras Atenea le devolvía la mirada al licántropo, pensativa. Y en su rostro se vio de repente la resolución, mientras su atuendo y peinado cambiaba... Cuando terminó de hacerlo, el rostro que le mostró no era el mismo de antes. Iba maquillada y él tuvo la impresión de que sus labios eran mucho más llenos, carnosos y apetecibles; que sus ojos eran más grandes y ahora azules en vez de dorados, delineados en negro y con una ligera sombra color plata. O era la mala iluminación, o ella efectivamente se había embellecido a propósito.
-No, no vas a ir solo cuando no sabes casi nada de espionaje. Voy a ir como tu hembra, y te comportarás como todos ellos lo hacen con sus hembras. -Licaón abrió mucho la boca sorprendido y frunció el ceño a la vez, disgustado, aunque Atenea lo tomó como si dudara de ella y sus capacidades para mantener el papel. Eso la enfureció, y la hizo estar mucho más decidida para lo que iba a hacer-. Yo sé como se comportan sus hembras y tengo experiencia, mucha, en espionaje. Si no salimos airosos de la misión, será porque tú no has sabido cómo actuar. Debes ser como ellos, y dejar ver tu gran capacidad de mando por sobre los licántropos. Tienes que impresionar a Minos para que te haga una oferta, y no temer llegar a extremos para conseguir eso. -lo abrazó de lado y le puso una mano en el bolsillo trasero de los vaqueros-. Estamos listos, Hermes, llévanos allá.
El dios mensajero les dijo lo que debían hacer al entrar por la puerta trasera del pequeño edificio, aunque pensaba en que el rostro pálido y expresión nerviosa de Licaón decía que, al menos él, no estaba listo.
-o-
Les abrieron las puertas y se encontraron con unas muy larga escalera que bajaba a un lugar subterráneo. Estaban alumbradas por pocas antorchas en las paredes graffiteadas con dibujos grotescos y realistas de luchas. Estaban solos, y el sonido del lugar a donde iban (coros de gritos, vítores gruesos y etílicos que iban y venían) les daban seguridad para que Atenea le hablara del comportamiento de los guerreros de Ares, y de los lugares de apuestas y peleas ilegales.
Licaón la escuchó y asentía, haciendo como si fuera algo obvio y que él ya sabía. Atenea esperaba que fuera así, y se refrenó de preguntarle «¿pero me estás escuchando?» un par de veces, más cuando él decidió que iba a pelear. Tenía que actuar su papel, ¿no? Sentirse dueño del lugar, ser bravo, fiero y letal, para que el plan de Atenea funcionara, y ambos sabían que esa era su mejor opción. Solo llamaría la atención de Minos si peleaba y dejaba ver su lado alfa.
Por fin, los vítores se hicieron más fuertes, y la luz del final estuvo cerca. Al salir, se encontraron con un bar atestado de alcohol, alcohol, conversaciones y unas pocas prostitutas. El ruido de los vítores se oía de más abajo, en donde la gran mayoría de concurrentes estaba mirando.
Licaón vio a los otros y se miró la ropa que ella le había aparecido. No tenía nada qué envidiar a ninguno de los que estaba dentro de ese lugar, tal vez un poco más de higiene y menos cicatrices, pero nada más. Estaba seguro de que no se le vería lo «nuevo» en la cara.
Como bien sabían, el bar era sólo la antesala a otro complejo donde se daban los eventos principales, el motivo de su visita estaba ahí abajo y tenían que lograr entrar. Si lo conseguían, entonces tendrían acceso al tipo que hacía el trabajo sucio de Ares. Repasó las órdenes de la Diosa mentalmente, con la cabeza puesta en el objetivo. No se dejó ni pensar en porqué se metía en eso. Su cuerpo, su sangre le pedía acción y lealtad... a la misión.
Y la misión se trataba de ser un hijo de puta. Además, actuar como ella le había pedido implicaba tocarla, y no estaba seguro de poder... se dijo que debía dejar las inseguridades en otro lado, y sacar un poco del rey que fue. Apretó a Atenea y la puso detrás de sí en una maniobra meramente protectora. Alguien fue hacia ellos. Era enorme, de casi tres metros, y solo tenía un ojo.
-El señor que ríe ante el llanto... -dijo con una voz baja y cavernosa, poniéndose entre ellos dos y la concurrencia. Ese era el segundo portero del cual Hermes les habló.
-... es el que lleva la muerte donde está -respondió Licaón, con una voz muy segura.
El tipo puso la gran manaza frente a él. Licaón sacó un fajón de billetes de su chaqueta (otro regalo de su patrono) y se lo entregó.
-¿A quién le vas?
-A mí.
El tipo sonrió enseñando sus muy desiguales dientes.
-Tendrías que ser madrugador para eso, ese lobo de allá -señaló con la cabeza a un tipo solo que tomaba un trago en una mesa- es el último en anotarse, y llegó desde el atardecer. Escoge otro por el que apostar o sino, vete.
Licaón miró hacia Atenea como esperando instrucciones y, para su sorpresa, ella hizo como si hubiera recibido una de él. Le asintió con sumisión y se quitó el abrigo que había llevado todo ese tiempo. A Licaón le costó respirar. Su pelo negro, suelto, parecía una melena sensual y enrulada, larga, voluptuosa, caía en torno a su rostro y a unos hombros muy finos, desnudos, deslizándose por su espalda también bastante descubierta. Pero lo peor, era que no podía dejar de fijarse en que sus senos eran más notorios y prominentes, y que asomaban mucho por encima de ese top strapless de cuero negro, lustroso... y era aún peor, porque la lluvia y el frío habían endurecido sus pezones. Buscando donde dejar de mirar, dio con las líneas de su cadera descubierta que resultaban inquietantemente sensuales, y conducían sin paradas hasta la curva de un trasero respingado enfundado en un pantalón de cuero también negro que él vio ir, contoneándose, hacia la mesa del último luchador.
Muchos la miraron, algunos silbaron y ella les miraba, se dejaba ver por cada uno, y les sonreía. Por un momento, se preguntó si no había agarrado por error a otra mujer, porque esa tan desvergonzada no era Atenea... Y luego, Licaón gruñó para sus adentros. Echó un vistazo rápido alrededor, en lo que Atenea ponía su mejor cara de hembra tonta y sin voluntad, acercándose hacia el peleador que ya la esperaba. Licaón no supo lo que Atenea dijo, solo que ella se acercó al tipo, dejándole ver mejor sus pechos, y el trasero a Licaón y muchos más. Él volvió a gruñir, le acababa de arruinar la concentración hermosamente. Aunque, se dio cuenta, muchos otros dejaron de mirarla cuando el sonido retumbó por el lugar. Respetaron al amo de la mercancía.
-Justo lo que necesitaba. -dijo, en voz baja, un ápice menos intranquilo. ¿¡Qué rayos estaba haciendo esa bruja loca!?
No lo pudo soportar más. Vio como el tipo le acariciaba la espalda casi desnuda, y tuvo que ir hacia ellos. Atenea no se quejó cuando Licaón le rodeó la cintura con un brazo, posesivamente, alejándola del tipo. Se apropió de la cerveza del otro, y bebió todo el contenido. Ella lo observó con una atención casi irreal, la forma en que echaba ligeramente la cabeza hacia atrás, en que se movía su nuez de Adán al tragar, y su calor y torso en su espalda...
En un instante de desconcentración, levantó la mano y le rozó la mejilla afeitada, delicadamente. Ese gesto fue suyo, no de la mujer tonta y sumisa que interpretaba.
Licaón dejó la botella y la miró con una expresión bastante interrogativa. Ella enrojeció, se dio una cachetada mental, y volvió al papel:
-Mi señor, el tipo no me desea.
-Buena oferta, hombre, pero necesito más el dinero que el polvo. -dijo el otro, amable.
-Lo siento, mi señor, habrá que encontrar otra manera para...
De repente, Licaón entendió el plan. Algo aliviado, golpeó la mesa con la botella, y le gruñó al tipo:
-¿Tienes los cojones para despreciar un regalo mío? Quise ser amable contigo, pero se ve que tendremos que hacer esto por las malas. -le gruñó.
Soltó a Atenea puso los brazos a los lados, incitando a una pelea, y se alejó unos pasos de la mesa. El licántropo se puso en pie, alto y corpulento, y fue hacia él. Cuando estuvo a su altura, sin mediar ninguna palabra, Licaón le estrelló el puño derecho en el rostro con una fuerza tal, que mandó a su congénere a caer de espaldas sobre una mesa que sólo tenía vasos vacíos encima.
El chico rodó sobre la mesa y cayó al suelo, pero no demoró en ponerse otra vez de pie. Para cuando Licaón volvió a verlo a los ojos, Atenea estaba extática a su lado, aferrándose a su antebrazo izquierdo con los puños crispados en pequeñas garras, y toda la concurrencia del bar los miraba con ojos azorados. Licaón inspiró profundamente, con el pulso tan acelerado que le golpeaba en las sienes con una fuerza demoledora, y puso de inmediato a Atenea detrás de sí... ¡Inconsciente, como se queda ahí cuando estaban peleando!
-¡Quítate, mujer!-le gruñó, y Atenea le hizo caso.
El otro licántropo se llevó una mano al rostro. Le sangraba la nariz como un torrente.
-... ¿¡QUÉ TE PASA, HIJO DE PUTA!? -ladró el muchacho, mostrando los dientes.
-Dispara primero y pregunta después. ¿No te la sabes? -respondió Licaón, con los dientes también expuestos- ¡No voy a tolerar que un pequeñajo como tú le ponga los dedos encima!
El licántropo se acercó, con un puño bien apretado. Era alto. Un poco más alto que Licaón.
-¡PUTO LOCO, SI TÚ ME LA ENVIASTE!
La concurrencia se empezó a levantar de sus asientos e ir hacia ellos. Atenea, por otro lado, se llevó una mano a la frente, fastidiada. ¿Es que Licaón no había prestado atención? ¡Se suponía que él la había enviado como señuelo! Claro que ella había previsto unas vías más que noquear al lobo en el privado, si conseguía cambiar el puesto en el torneo por «sus servicios sexuales»; y la que estaba pasando ahora mismo era una de ellas: Si Licaón demostraba ser temible y le ganaba al tipo ahí, tal vez lo eligieran para bajar. Si se hacía respetar, si se mostraba poderoso... Y si no olvidaba lo que se suponía que estaba pasando...
-Como una cortesía, porque que tú me darás tu campo. -dijo Licaón, después de unos segundos de confusión.
-A mí se me hace que esa perra no está siendo saciada y vino a mí sin consultártelo primero -devolvió el otro, con tono furioso-. Apuesto a que ella prefiere que yo me la sacuda, en vez de ti, y gratis. Me está mirando la bragueta con unas ganas...
Entre los parroquianos hubo silbidos y susurros. Licaón escuchó todo tipo de cosas, y eso lo hizo dar otro golpe que el tipo esquivó. Los dos licántropos se enzarzaron en una pelea tipo boxeo, pero en que les era más difícil conectar buenos golpes, por su rapidez. La gente miraba sin mucho interés, algunos se devolvieron hacia el balcón. Los swing, puñetazos, algunas patadas, bufidos y pérdidas de aliento iban entre ellos, mientras tumbaban sillas, movían mesas y tiraban bebidas. Estaban muy igualados, pero en un momento en que Licaón tiró un puñetazo y perdió pie, la refriega terminó con su cuello apresado entre los dos brazos del otro licántropo.
-¿Crees que puedes venir aquí y que las cosas se hagan como se te da la gana? ¿Quién te crees que eres? -se rió el que se ya veía vencedor.
-Soy más viejo que tú, y más fuerte. Eso lo sé -respondió él, con la voz algo desmayada.
«Nadie es más viejo que yo, tenlo por seguro.» pensó Licaón, con una media sonrisa feroz, e intentando quitarse del agarre con sus dos manos, o dando puñetazos o golpes en el pie. El tipo casi que ni se inmutaba, ¿es que acaso estaba drogado o qué?
-Pues, estás tan enano, que no te lo creo. -el muchacho estiró un poco el cuello, y le habló a la mujer que se asomaba entre el gentío-. ¡Eh, nena! ¿Qué dices? Si a este no se le levanta, te puedes venir conmigo.
Esa vez, las burlas generalizadas sonaron más alto, y Licaón volvió a aspirar con fuerza. En serio que no quería ganar así, lástima que una regla de ese lugar era «no transformarse hasta estar en la jaula», porque así hubiera ganado sin trampas. Vio como Atenea le miraba a él con genuina preocupación. Eso lo hizo decidirse por actuar.
-Escucha, zoquete... no te metas donde no puedes ni acercarte a mear. ¿Entiendes? Esta es mi zona.
-Tu perra parece de acuerdo con la propuesta.
-... la perra no tiene voz ni voto. -escupió Licaón. Sentía la sangre agolpándose en su rostro, y la cabeza le dolía...-. No tienes permiso de tocarla.
Y empezó a usarlo, según como recordaba que lo hacía cientos de años antes. La fuerza de su ira empezaba a reflejársele en los ojos y en el pálpito de la yugular. Los gruñidos que surgían por su garganta tampoco eran amables. Hasta los parroquianos empezaron a mirarlos con verdadero interés, extrañados por lo que estaba pasando entre esos dos luchadores. Licaón parecía envuelto en un aura oscura, poderosa... hasta Atenea se percató de que en él algo acababa de cambiar.
Los ojos del muchacho se abrieron mucho, y la Diosa pudo ver miedo en su mirada. El agarre de los brazos del tipo se aflojó y Licaón pudo respirar mejor. Tosió un poco, se alejó un par de pasos y lo miró, muy divertido y seguro:
-¿Qué pasa? ¿Ya no eres tan gallito? -vociferó Licaón, mostrando los colmillos.
El otro retrocedió.
-No, yo... -balbuceó sin dejar de mirarlo directamente, muy asombrado- Lo siento, no sabía que fuera usted, yo... lo lamento tanto.
-No te oigo, ¿qué dices perrita?
La gente rió. Licaón dio un paso, y el muchacho que tenía en frente se encogió en su lugar, gimoteando.
-¡Lo siento! ¡Perdóneme, por favor! ¡Yo no quería...! ¡No sabía! ¡No hemos vuelto a saber de usted en cientos de años, no...! ¡No era mi intención, se lo juro! ¡Se lo suplico, no me haga nada!
Atenea se sonrió y mucho. Era el comportamiento más sumiso que había visto jamás. En serio que Licaón era muy alfa. Se sentía esa fuerza en todo el lugar. Un algo que hacía querer bajar cabezas, tranquilizarse y recular... Corrió hasta Licaón y lo abrazó por la espalda, rodeándole la cintura con los brazos. Intentó mantener una actitud algo mimosa y sexual, como ese tipo de mujeres hacían, y dijo:
-... bebé, ¿Está todo bien ya? -le dijo, con cierto temor, y asomó la cabeza por debajo del brazo de Licaón. Vio su cuello, enrojecido, pero con una lesión sin importancia. Se sintió más tranquila.
Licaón, algo mareado y con dolor de cabeza por la falta de oxígeno, se recargó en ella, pero por sus posturas, nadie lo hubiera adivinado.
-Sí, el tipo me dará su espacio en el torneo, ¿verdad que sí?
Licaón intensificó su furia hacia el joven, y el tipo gimió de nuevo. Eso era un sí. Un par de tipos se rieron, otros miraron a Licaón, como esperando saber del todo qué pasaba.
Hacía tiempo que no se sentía así, tan... Poderoso. Él, como el Primer Licántropo, ejercía instintivamente dominio sobre todos los demás, porque todos ellos eran sus hijos, nietos, bisnietos y tataranietos. Todos, en última instancia, le debían obediencia y respeto. Aunque no lo conocieran y no se hubiera vuelto a oír de él en miles de años, los lobos sabían bien que cuando el instinto los subyugaba, debían obedecer. Él era su Alfa Supremo, su líder absoluto.
Cualquiera que lo reconociera como su superior, sucumbiría ante él.
-¿Debo ir con él como agradecimiento?
Licaón abrió mucho los ojos y se atoró un «¡No!» rugido en la garganta. Ella le sonrió con esa mueca lasciva más para los que veían que para él, y acercó su boca a su oreja. Con algo de vergüenza, pero sabiendo que no tenía otra, le susurró entre besos, suaves lamidas y pequeñas mordidas:
-... ¡No lo arruines! Ya sabes quién eres y si dice tu nombre aquí, estaremos jodidos. Tienes que mantener tu identidad en secreto, algunos ya saben que tú y yo hemos coincidido en estos días -para su sorpresa, sintió en su cintura las manos de él cerrarse como garras, cuando la apartó unos pocos centímetros. Sintió como él temblaba ligeramente, y la miró... de una manera que la hizo sentir un pulso en el bajo vientre. Se recuperó rápido, acudiendo a su papel-: Yo me voy a hacer cargo, te lo prometo, bebé. -Y alejó un poco su cuerpo del de él, pero no de su agarre.
Licaón dudaba, pero ella le dijo con un brillo feroz en la mirada «Obedéceme, sé lo que estoy haciendo». Él cerró los ojos cuando la piel de su lóbulo palpitante recordaba una caliente y cariñosa lamida. La soltó y la empujó levemente hacia el otro; no tanto porque seguía su orden, sino porque sentía que no se podría controlar por mucho con ella cerca. No se veía, sentía ni olía igual, pero algo en saber que era Atenea... ¡Control, maldita sea, contrólate!
Al final, miró al muchacho que había terminado acurrucado contra una mesa, temblando. Cuando lo señaló con un dedo en largo, el licántropo volvió a temblar y soltó unos gañidos animales por la garganta, como un perro apaleado:
-¡Tienes quince minutos con ella! ¿Me escuchaste?
-... s-sí, ¡Sí, entendido! -aceptó el chico, y Atenea fue con él.
Unos tipos, divertidos, les hicieron saber donde estaban los reservados, y todos volvieron a lo que estaban haciendo. Fue como si el volumen de los vítores, los sonidos de pelea, el olor de sudor y licor y las conversaciones volvieran a existir para Licaón. Él regresó a la barra y se desplomó sobre la banqueta con el cuerpo endurecido de tensión y empapado de sudor. Apenas entonces se daba cuenta de que hizo tanto esfuerzo para mantenerse bajo control, que estaba sudando como un caballo. Se quedó allí un momento, en lo que intentaba no pensar en qué estaría haciendo Atenea con el joven licántropo, y apretó los dientes.
El cíclope lo llamó con un silbido. Licaón se volvió, furioso, y le clavó la mirada. El sujeto le dedicó una sonrisa de admiración y le hizo correr por la barra una cerveza, de la mejor calidad, en lo que se le acercaba.
-Me gusta tu actitud, chico. ¿Te sientes con tanta suerte como para llevarte los tres millones?
-Claro.
-Entonces, estás en el torneo. ¿Tu nombre?
-John Smith.
-Está bien, el nombre en verdad nos da igual -el tipo se encogió de hombros y lo apuntó en una libreta en donde había tachado algunas cosas-. Aunque te tengo que advertir, los novatos no suelen salir vivos en eventos tan importantes. No importa mucho la vida, con tal de que haya un ganador. Si te sigue interesando, sígueme.
-Cuando vuelva mi chica.
-... perfecto. -sonrió el cíclope-. Iré a hacer todos los arreglos. -y fue hacia una mesa donde estaban los apostadores.
Licaón vio como algunas personas fueron hacia ahí y empezaron a cambiar apuestas. Había dado buena impresión, ¡Bien! Pero eso no lo hacía perder el enojo por Atenea y ese otro tipo; como la ansiedad por la sensación caliente con sus caricias... Y el temor de que en verdad no sintiera miedo de ingresar a un torneo donde moría gente; más bien bestial expectativa.
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