Disclaimer: Los personajes Borin y Omagi son propiedad de los productores de NCIS, Shane Brennan, Gary Glasberg y el guionista de ese capítulo: Lee David Zlotoff.
1X3: JUNTOS POR SEPARADO
Cap 1: Llamadas y noticias, parte final
IV.
Estaban esperando en la azotea, Omagi y Ríos sentados en el suelo del helicóptero y con los pies en las agarraderas. Rivers paseaba cerca de ellos, con un teléfono celular en la oreja y la otra mano en el bolsillo. Por la leve sonrisa y la forma en rápida en que hablaba, parecía estar teniendo una conversación amena. Por su lado, Borin estaba cerca de la entrada, con los brazos cruzados, taconeando y esperando con impaciencia a que alguien llegara por esa puerta.
―¿Alguna vez se relaja en el trabajo? ―le preguntó en un susurro la morena a Omagi, haciendo una pequeña cabezada hacia Borin. Sonrió, divertida―. Si lo hiciera, no me hubiera sorprendido tanto verla bailar salsa en la fiesta de Anna.
―A mi parecer, lo mejor y más interesante de la jefa relajándose y siendo divertida, es que nunca te lo ves venir ―le respondió Omagi, viendo hacia la pelirroja, que estaba llamando por su teléfono celular, posiblemente al piloto que no llegaba―. Aunque sabes que es capaz de serlo, siempre te sorprende. Pero sí, puede estar relajada en el trabajo, cuando vamos por buen camino en un caso, por ejemplo. ―Miró a Ríos―. ¿No me habías dicho que cuando se conocieron fue divertida?
Ríos hizo un movimiento de cabeza entre sí y no.
―Para ella, no para mí. ―contestó la morena, mientras el timbre de llamado del celular de Omagi apareció de fondo a su conversación.
Pero él ahogó una carcajada.
―Humor sarcástico, se disfruta o se sufre. ―Tomó su teléfono celular, y lo contentó. Algo en lo que le dijeron le hizo ponerse serio y un poco pálido.
Por su lado, Rivers había terminado su conversación y pasó de lado a los dos agentes para acercarse a Borin y comentar, de buen humor:
―El tal Detective Yablosky en verdad era la detective Chang, ¡Qué pequeño es el mundo!
―¿Chang? ―preguntó ella, con interés.
Rivers asintió, llevándose las manos a las bolsas del abrigo. El viento azotaba con fuerza en el lugar, y eso junto al frío de Boston los había hecho palidecer un poco a los dos.
―Patel y yo la conocimos hace ¿ocho años? Y Era solo una pecosa uniformada. Cuatro años después, estuvimos por allá en otro caso, y por casualidad nos la encontramos en las calles. Ya estaba en Robos y, ahora, es la recién casada novata de Homicidios.
―Una carrera rápida. Es competente y ambiciosa. ¿Crees que nos pondrá problemas con la jurisdicción o la ayuda?
Rivers se encogió un poco de hombros, pero la miró con seriedad.
―Como dije, solo la he visto dos veces y con años de diferencia. La Chang que conocí la primera vez, era algo nerviosa y hablaba mucho y rápido, pero muy competente. La Chang que vi de pasada la segunda vez, y con la que hablé solo por unos minutos, parecía más competente y mucho menos nerviosa. La Chang-Yablonsky que acaba de hablar conmigo por teléfono, parece seguir siendo muy competente y con energía, pero mucho más atareada. Dijo algo así como que tenía un par de casos en las últimas treinta y seis horas y que no le vendría mal la ayuda con el, y cito, «tipo del pañal». ―Borin lo miró con un poco más de interés y subió sus cejas, sorprendida. Rivers se sonrió, divertido―. Chang-Yablonsky dijo que nos lo iba a explicar cuando llegáramos.
―Creo que no nos dará problemas con la jurisdicción ―decidió Borin―. Pero, en cuanto a la ayuda... ―Hizo un ademán con la cabeza y un hombro, que decía a las claras que dudaba de que fueran a conseguirla.
―A veces es mejor que nos...
Pero en ese momento, un hombre entró por la puerta y Rivers dejó inconcluso lo que decía. El piloto era bajo y regordete, y puso los ojos en blanco cuando vio la mirada acusatoria que le prodigaba la pelirroja. Sin más, inició el camino hacia el helicóptero mientras se excusaba.
―Un hombre tiene que comer, Borin.
―No lo niego, pero un hombre también puede responder las llamadas y decir que está comiendo.
El piloto miró a Rivers como si le tuviera un poco de lástima, y el agente especial se encogió de hombros, totalmente tranquilo, aunque comentó:
―Tiene razón, Henry, hasta yo estaba impaciente.
El hombre dio un bufido.
―No es como si fueran a salvar vidas. Los muertos pueden esperar unas dos horas, ¿no?
―El nuestro ya ha esperado cuatro días ―le reprochó Borin.
Él la miró, práctico.
―Con todo respeto, pero eso es lo positivo de que esté muerto. Puede esperar todo el tiempo, que ya no volverá a morir.
Borin cerró la boca, su quijada palpitó y la había abierto para decir algo, cuando Omagi llegó a su lado.
―Jefa, tengo que... ―parecía aún muy confundido como para terminar la oración, y simplemente le enseñó el teléfono celular.
Borin pareció entender la situación mejor que él, aún con tan poco. Le dio una palmada en el hombro, y su expresión se suavizó tanto hasta dedicarle una sonrisa.
―Ve Omagi, eso es más importante.
Omagi se desinfló de alivio y le sonrió grande de vuelta.
―Gracias jefa, temí que con la llegada del caso...
Ella lo interrumpió al darle una pequeña palmada en la nuca y le sonrió con cierta alegría. Mientras caminaba hacia el otro lado, para sentarse en el asiento del copiloto, dio la animada orden.
―Nos mantienes informados, Omagi. Sabes que nos interesa mucho a todos.
―Sí, jefa.
Ríos ya estaba sentada dentro del helicóptero, pero su rostro apareció a un lado de la puerta para desearle buena suerte. Omagi lo agradeció y se volvió hacia la salida, encontrándose con Rivers a medio metro de él. Algo en la expresión preocupada que el asiático tuvo para con el agente, hizo a su jefe dejar de sonreír y sentirse hasta ofendido.
―Estaré bien, estaremos bien.
Aunque parecía dudarlo, Omagi solo le dio una palmada en el antebrazo.
―Suerte con ellas.
Y los dos siguieron su camino.
V.
O`Connor, como Paulsson le había ordenado, estaba frente a su computadora y con el mouse en su mano, aunque intermitentemente. Necesitaba las dos para hacer esa danza rápida con las manos y los dedos, en que tecleaba, usaba el mouse, y volvía a teclear a la vez. Estaba tan ensimismado en su «sinfonía del hacker», mirando de un monitor a otro, y moviendo sus dedos y manos al compás improvisado que iba conociendo para conseguir lo que buscaba; que no contestó al teléfono hasta el quinto tono, y aún viendo hacia un monitor muy interesado, mientras mantenía el aparato entre el oído y el hombro, dijo con apuro:
―O`Connor.
Se oía un ligero sonido sibilante del viento detrás de lo que preguntó Borin.
―¿Puedes venir a New Jorsey?
Mientras el rubio se daba un momento para entender lo que ella le estaba pidiendo, tomando el teléfono celular con su mano; pudo oír el murmullo de alguien quejándose por el tiempo perdido. Frunció el ceño, dudoso de haber oído bien.
―Nunca me han llevado... ―dijo, confuso.
―¿Puedes o no? ―Lo apremió Borin.
O`Connor miró hacia debajo del escritorio, donde estaba la maleta con ropa para tres días. Nunca la había tenido que usar. Estaba ahí más como una prueba de su anhelo, que porque realmente creyera que fuera necesaria para su trabajo. En los casos que necesitaban alojamiento, siempre estaba hecha la inspección de la escena del crimen; y lo más que conseguía de ellos, era que le enviaran las pruebas que no habían sido analizadas, además de los informes hechos por los criminalistas de la policía. Dio un resoplido casi que de dolor, y tuvo que contestar.
―No, jefa. Estoy en algo para el jefe.
―O.K., hasta luego ―dijo Borin, comprensiva, y colgó.
O`Connor terminó la llamada y dio un bufido al ver la fotografía de Victor Frunze desde un monitor. Tomó de nuevo fuerza y concentración, y volvió al trabajo.
-o-
Borin colgó su teléfono celular y Henry le preguntó:
―¿Viene o no viene?
―No.
―¡El tiempo empieza! ―proclamó Ríos, apretando un botón táctil en su teléfono celular, para iniciar la cuenta del cronómetro.
―¡Pequeña tramposa! ―dijo Henry, mientras tocaba algunos botones y enchufes―. Pero dos minutos más o menos no harán una diferencia.
―No podrías saberlo, Henry, solo hay un minuto entre una hora y otra ―contestó la morena, y miró a Rivers frente a ella. Sonrió―. ¿No te unes a la apuesta?
―No ―contestó él con simpleza, aunque tuvo que gritar porque el sonido de las astas empezó a apoderarse del lugar―. Ellas y yo no nos llevamos.
Segundos después, el helicóptero despegó.
VI.
Paulsson bajó de su auto con rapidez, y fue hacia donde estaba la camioneta blindada estrellada en la pared frontal de una lavandería. El auto tenía las puertas abiertas y un cuerpo ensangrentado en el asiento del conductor. El otro marshall que había trabajado en el traslado, estaba en la acera, muerto, la sangre haciendo un charco a su alrededor.
Una ambulancia empezó el camino al hospital desde un lado de la calle. Había dos patrullas, y cuatro policías uniformados haciéndose cargo de los curiosos, el poco tráfico, los medios de comunicación y de acordonar la escena. También había una camioneta negra y dos tipos en traje oscuro, uno hablando por teléfono, el otro viendo la escena. Esos debían ser parte de los marshall que estaban a cargo de la situación.
Paulsson caminó con decisión hacia ellos, pero uno de los patrulleros lo siguió y se puso frente a él.
―Lo siento, no...
―Agente federal ―aseveró sin mirarlo siquiera, más bien apurando el paso. Le enseñaba su placa, aunque solo fue un segundo y la quitó antes de que pudiera procesar que era de una agencia que, lo más seguro, no conocía―. Nosotros lo habíamos puesto tras las rejas.
El policía entendió el mensaje y se alejó de él. Paulsson llegó hasta el hombre que miraba el auto estrellado y, luego, las marcas de llantas que había dejado la camioneta al intentar frenar, junto a otras marcas muy cerca de esas al lado de la calle y otras, frente a la camioneta. El marshall dio un bufido y negó.
―Un auto con mucho peso y grande le chocó varias veces desde el lado; y otro le salió al frente, de forma tal que el conductor tuvo que maniobrar hasta chocar con la lavandería, y ahí fue cuando los asesinaron y sacaron a Frunze ―dijo Paulsson en voz alta, lo que al parecer el agente estaba pensando.
―Le dijimos que lo manejaríamos ―le respondió el marshall, con ese tono oficial que cualquier autoridad pone para con las personas que nada tienen que ver en el altercado, y más bien estorban el paso.
―Y yo le dije que, dado que nosotros lo arrestamos, nosotros ayudaríamos. De hecho...
Pero el tipo lo interrumpió:
―Mi jefe no ha hablado para decir... ―justo en ese momento, el teléfono celular del marshall sonó. El hombre miró hacia el recién llegado como si no se creyera la posibilidad que acababa de imaginarse, y Paulsson le dio una rápida sonrisa socarrona. Contestó―: Green. ―oyó lo que le dijeron, y miró hacia Paulsson como si se sintiera embaucado―. Deja a la policía mirar. Si es el auto, sigue la mejor ruta que hubiera seguido desde ahí para salir de la ciudad. ―colgó―. Entonces, no era el jefe diciéndome que debo cooperar contigo. Terminamos aquí.
―Somos la Guardia Costera. Búsqueda y rescate es lo nuestro, somos de ayuda con solo interesarnos ―dijo Paulsson, muy confiado.
El hombre rió.
―Nosotros somos los marshall, atrapar fugitivos es lo nuestro.
―Como lo es transportarlos sin que se escapen.
El agente le frunció los ojos y se dio la vuelta, para ir a hablar con su compañero. Paulsson lo siguió y oyó con cierta paciencia.
―Déjanos hacer nuestro trabajo, lo menos que necesitamos es a alguien emocionalmente involucrado obstruyendo nuestra investigación.
―Lo que más necesitan es personas motivadas en su esquina ―insistió, con más determinación.
El hombre se volvió a él, se acercó y quiso imponerse a Paulsson por su tamaño y presencia física. Le habló con más fuerza e impaciencia:
―No. Lo que necesito es que no te metas en ―su teléfono empezó a sonar nuevamente, pero él siguió hablando sin importarle eso― mi investigación, y nos dejes hacer nuestro trabajo.
―¿No vas a contestar? ―le preguntó Paulsson, para nada impresionado por su porte o tono.
El hombre frunció de nuevo su ceño, pero lo hizo.
―Green ―y su expresión cambió rápidamente al oír lo que le decían. Ya no parecía altanero, sino en cierta forma avergonzado. Luego, miró al jefe de la oficina de Boston muy sorprendido.
Paulsson sonrió.
―Doy por hecho que ése sí es su jefe diciéndole que debe dejarme ayudar.
El marshall asintió con resignación y Paulsson se acarició ambas manos, como alistándose para el trabajo; cuando le oyó acceder a lo que le decía su jefe.
―¡Bien! ―dijo, justo cuando Green colgó―. Esto haremos: ustedes seguirán su rastro, y nosotros investigaremos la planeación del escape. Nos damos la información recabada cada dos horas o cuando sea pertinente.
Green asintió, aunque aún no del todo contento.
―Cada uno en su sitio, no está tan mal ―dijo, más para sí que para Paulsson.
―Tengo a uno de mis criminalistas en espera de los registros de las llamadas telefónicas y visitas de Frunze. Además, ¿Saben dónde está Burkhart, su abogado?
―En corte, uno de los míos está con él. Parece limpio.
Paulsson ahogó una sonrisa de suficiencia.
―Estuvo haciendo de todo para tener una audiencia sin importancia en la corte y, ¿justo el único momento en que lo ha hecho posible dar un paseo por la ciudad, un equipo de asalto le espera para matar dos marshall, herir a un inocente y ayudar a escapar a Frunze…? No me parece muy limpio, pero nosotros nos haremos cargo de él y si hay algo que les sirva, les haré saber... ¿Puedes llamar para que le hagan llegar los videos por internet a mi criminalista?
Green pareció de repente confundido cuando Paulsson dejó de hablar con rapidez y seguridad de un tema, para pedirle algo sobre otro aspecto. Cuando éste le chasqueó los dedos frente al rostro para hacerlo despertar, el hombre frunció el ceño pero inició la llamada para darle lo que pedía. Su compañero
VII.
La sala era espaciosa, con las paredes, muebles y adornos acordes a la idea central de usar combinaciones de colores amarillos y rojizos suaves. Parecía una estancia alegre, amena y sin embargo, algo en sus dimensiones y los muebles que eran elegantes y cómodos a la misma vez, hablaba de suntuosidad. No había algo sucio, fuera de lugar, ni desgastado. Tenía ventanales a un jardín igual de cuidado, una chimenea de verdad en la sala, y una puerta de madera con picaporte dorado que fue abierta con cierta violencia por Omagi. Éste buscó a alguien con la mirada, y al no encontrarla, decidió tomar la maleta a un lado de la entrada y gritar.
―¡Indi, ya llegué!
Omagi fue hacia la escalera, pero oyó descorrerse las puertas de vidrio blindado, las que iban al jardín, y se devolvió.
―Estoy aquí ―decía Indira, sonriente pero algo sudada.
Iba vestida con ropa elástica para hacer ejercicio, que lograban cubrir la enorme barriga de nueve meses de embarazo. Su cola de caballo alta había dejado salir varios de los cabellos y tenía ojeras debajo de los ojos.
Omagi la miró entre confuso y preocupado, pero antes de decir algo le dio un pequeño beso en la boca.
―Me dijiste que estabas...
―¿En labor? Sí, lo estoy. ―Indira fue a sentarse a un sillón, y Omagi tomó su mano al pedírselo ella con un movimiento del brazo. Con cierta rigidez en la espalda, se sentó lentamente mientras comentaba―: Desde media mañana tuve la primera contracción, y ahora se están haciendo un poco más...
―¿Por qué no me dijiste?
Ella casi que puso los ojos en blanco.
―Sabes que he tenido dolores de espalda desde hace un par de días, así que no creí que fuera nada del otro mundo. Hasta que se hicieron más fuertes y recurrentes. Ahora están cada quince minutos, más o menos. Por eso fui a caminar al jardín y a hacer un poco de yoga pero... No ayuda tanto como dicen.
―Debiste llamarme apenas te enteraste de que se hacían recurrentes. ―insistió Omagi, gesticulando aún con la maleta en su mano.
―¿Para qué? ―hasta levantó un poco los hombros, como quitándole importancia, y lo hizo poner la maleta en la mesita del té con un ademán―. Me esperarán horas antes del parto. Creí que podría esperar a que llegaras en la noche, pero como me dejaste el mensaje de que te ibas, pues te llamé.
Omagi frunció un poco sus ojos.
―No sé si alegrarme de que estés tan serena, o dolerme de que no me dijeras desde el inicio.
Indira le dio una palmada en el muslo.
―Esto no es sobre ti ―le dijo, en son de broma―. Es todo sobre tenerme cómoda y tranquila. Me sentía cómoda y tranquila pudiendo manejarlo sin ti. Dejé de sentirme cómoda y tranquila cuando casi te vas del estado, pues te llamé.
Él le sonrió, mientras los dos se arrellanaron al sillón y a la cercanía del otro.
―Es la cosa más egoístamente cariñosa que me has dicho en mucho tiempo.
―Espera a que esté en el parto. Creo que seré de las que gritan en contra de sus maridos que las pusieron a sufrir así.
―Lo soportaré ―afirmó, con mucha seguridad.
―No lo dudo.
Los dos se sonrieron y dieron otro beso en la boca. Entonces, ella cogió el control remoto de la mesita de noche y prendió la televisión.
―Apuesto a que están dando la ley y el orden.