Semper Fidelis, capítulo 3

Jun 21, 2012 10:13

Con retraso, como siempre... pero ahí va el tercer capítulo de Semper Fidelis. Os recuerdo que es una traducción de un magnífico fanfiction de Blind Author, el capítulo en su versión original en inglés lo podéis encontrar aquí: http://www.fanfiction.net/s/6576448/3/Semper_Fidelis.

Por si alguien se incorpora ahora a la lectura, este es el prompt inicial: Moriarty hace creer a Sherlock y a Mycroft que John y Anthea trabajan para él. Así que a estos últimos no les queda más remedio que huir y tratar de demostrar su inocencia. Slash como trama muy, muy secundaria, ya que Sherlock apenas aparece en la historia.

Sólo para lectores adultos, especialmente este capítulo que muestra violencia de forma muy gráfica.

Bienvenidos al capítulo 3, en el que la trama avanza considerablemente y descubrimos el plan de Moriarty... Disfrutadlo!

SEMPER FIDELIS

Capítulo tres



Anthea se las arregló para convencer a John de quedarse en la casa en lugar de marcharse inmediatamente, pero solo si le permitía aplicarle un vendaje.

John había roto unas tiras de la ropa de sus atacantes y había vendado su brazo, la peor de sus heridas, y le había dicho que usara la otra mano para aplicar presión en la herida de la clavícula. Anthea lo hizo, y así recibió permiso para investigar el resto de la casa.

Mientras tanto, John registró los cuerpos en busca de armas, consiguiendo una colección de pistolas y varias docenas de balas además del táser del policía, y en general estaba siendo tan frío y eficiente como un mercenario profesional.

Anthea intentaba encontrar algún fragmento de información que pudiera serles útil, y comprobó toda la casa, buscando cajas fuertes y compartimentos secretos tan rápidamente como pudo. Habría sido más fácil buscar suelos y paneles con sonido a hueco si sus oídos no retumbaran como címbalos que acabaran de chocar.

John le había asegurado que era de esperar cuando se disparaban armas sin protección auditiva. Tendría que conseguirle un silenciador en el mercado negro.

Habían despojado el dormitorio de todo aparato electrónico, seguramente los mismos  que habían causado la matanza, y había salpicaduras de sangre arterial en una pared y un pequeño charco en el suelo, cerca de la cama.

Excepto que, tras el recuento del número de cuerpos y de las varias heridas que habían recibido, Anthea estaba casi segura de que ese charco de sangre no debería estar ahí. Instintivamente, se arrodilló al lado, con cuidado de no tocarlo, y miró bajo la cama.

Un cuchillo con una hoja de doce centímetros y empuñadura negra estaba allí tirado, con una capa de sangre seca decorando la hoja.

Anthea resistió el impulso de cogerlo. El cuchillo no era del tipo que solían llevar los encargados de seguridad, esos llevaban unos de quince centímetros, así que o alguien se había traído un arma de casa… o pertenecía a uno de los atacantes. El charco de sangre del suelo parecía indicar que a uno de los invasores le había alcanzado una bala u otro cuchillo, había caído al suelo y allí había perdido su cuchillo.

Anthea dedicó un momento a preguntarse por qué no lo habían recogido de nuevo, pero el tamaño del charco hacía dudar que hubiera sobrevivido, o que estuviera consciente cuando sus compañeros se lo habían llevado de la casa.

Dejó el cuchillo donde estaba. Con un poco de suerte, la policía conseguiría algunas huellas de la empuñadura, y ella podía hackear su base de datos para encontrar a quién pertenecía.

*          *          *

John puso en el suelo las radios de los policías, fuera del alcance del hombre con las esposas puestas, pero casi en la mano de su compañero inconsciente.

-De verdad que lo siento- dijo, esperando que el policía no le guardara rencor por haberle pateado de esa forma-. Traté de no causar un daño permanente.

Sabía que Anthea y él no podían remolonear; si el policía no informaba pronto, en comisaría asumirían que tenía problemas y enviarían otro coche patrulla para ayudarle. Había arrojado la mayoría de las armas dentro de lo que seguramente había sido un maletín para portátil. Si iban a encontrarse con más tiroteos, quería más pistolas, y John esperaba que Anthea hubiera tenido la misma suerte en su búsqueda de electrónica.

También necesitaba echar un vistazo más a fondo a sus heridas tan pronto como fuera posible. No eran letales, desde luego, pero la herida de su brazo la debilitaría si no curaba correctamente.

Y eso era lo que más preocupaba a John. Habían arrojado el cuchillo específicamente al brazo de Anthea, el objetivo había sido inutilizar, no matar, y solo habían empezado a disparar después  de que Anthea y él abrieran fuego. Pero, ¿por qué ¿Por qué tratar de que se rindieran, en vez de matarlos?

Subió las escaleras para ver a Anthea, y la encontró en el pasillo.

-Se han llevado absolutamente todos los aparatos electrónicos de la casa- dijo ella, bastante calmada para una mujer cuyo brazo aun sangraba sin parar.

John estaba impresionado, sabía de primera mano cuántas terminaciones nerviosas había en la zona del hombro, pero nada en la cara de Anthea indicaba que le doliera.

-Bueno, tengo todo lo que necesito- dijo él, sopesando el maletín de portátil-. Salgamos de aquí para que pueda tratar tus heridas.

Antes de dejar la casa, John se aseguró de envolver el brazo de Anthea otra vez para que no fuera tan obvio que estaba sangrando por toda la manga de su camisa.

-Había un cuchillo arriba- dijo Anthea tan pronto como John puso en marcha el coche. Su brazo herido significaba que él iba a tener que ocuparse de conducir de momento-. Probablemente se le cayó a uno de los atacantes, y había un charco de sangre que lo corrobora. Lo dejé para que lo encuentre la policía, así que luego tendré que entrar en su sistema…

-¿Puedes hacer eso?- exclamó John-. ¿Meterte… en los ordenadores de la policía así de fácil?

-Desde luego- dijo Anthea distraídamente, examinando el vendaje improvisado de su brazo-. Es bastante fácil si sabes cómo hacerlo.

John decidió no detenerse a considerar lo enervante que era esa afirmación, prefiriendo en su lugar centrarse en necesidades prácticas.

-¿Entonces necesitarás un ordenador?

-Oh, no, esto es más que suficiente-. Anthea señaló su Blackberry, y John se preguntó si todavía podía llamarse una Blackberry: con todas las modificaciones y mejoras que por lo visto le había hecho, dudaba que quedase algo del modelo original.

-No podemos quedarnos en Londres- continuó ella-. Sería mejor ir hacia el norte, hacia Escocia.

-Tengo que tratarte correctamente ese brazo, tan pronto como sea posible- interrumpió John-. Dejaremos Londres si es necesario, pero iremos a un sitio cercano, donde podamos descansar un poco. ¿A menos que te apetezca correr por ahí con un brazo inutilizado?

Anthea pareció digerirlo.

-¿Qué te parece Sussex?

La respuesta de John fue interrumpida por un sonido estridente proveniente del móvil de Anthea. En si, eso no debería ser inusual, pero John veía perfectamente la pantalla desde el asiento del conductor, y sintió una ola de frío recorriéndole cuando vio el identificador de llamada.

John Watson

Alguien estaba llamando a la Blackberry de Anthea desde su móvil, el que había tirado.

Mirando con cautela a John, ella se movió para aceptar la llamada, pulsando unos cuantos botones que John supuso que eran para conectar el manos libres, ya que una voz sonó en el coche al momento.

-¿Hola?

Sonaba como una mujer, definitivamente elegante. Colegio privado y Cambridge u Oxford; John se hubiera apostado todo lo que tenía en su cuenta bancaria, ahora inaccesible.

-¿Hola?- repitió Anthea con cuidado, repasando rápidamente la pantalla, pero John no podía determinar qué estaba viendo, si es que veía algo-. ¿Con quién tengo el placer de hablar?

-Alguien que simpatiza con vuestra causa.

Los ojos de Anthea se estrecharon, y John hizo chasquear su espalda, la tensión en sus brazos tan fuerte que le preocupaba atropellar algo si no prestaba más atención a la carretera.

-¿Hasta qué punto?- preguntó Anthea, y John podía oír varias capas de sospecha en su voz.

Él no sería un experto en estas cosas de super espía, da igual cuántas veces hubiera visto las películas de James Bond, pero John aun así se hacía una idea de lo inquietante que era esto. Quienfuera que fuese esa mujer, parecía saber lo que les había pasado. Había llamado a Anthea desde el teléfono de John, lo que sugería que los vigilaba desde el tiempo suficiente como para haber visto a John deshacerse de su móvil y haberlo recogido. Y además debía saber el número de Anthea para hacer esa llamada.

-Hasta el punto de ofrecer toda la ayuda posible- respondió la persona al otro lado del teléfono.

-¿Y qué tipo de ayuda sería esa?- inquirió Anthea, obviamente tratando de comprobar los motivos de esa extraña mujer.

Aunque el teléfono estaba en manos libres, John sintió que era mejor dejar hablar a Anthea y permaneció callado.

-Cualquier cosa que necesitéis- fue la respuesta-. Dadme una lista de lo que queráis y un punto de recogida, y me ocuparé de ello.

Anthea frunció el ceño, y pareció pensar con detenimiento. Entonces, sin previo aviso, desconectó la llamada.

La cara de confusión de John le hizo explicarse.

-Piensa en ello, John. Somos fugitivos conocidos o, al menos, tú lo eres., y una extraña mujer nos llama ofreciendo ayuda, todo lo que tenemos que hacer es darle una localización donde pasaremos a recoger lo que ella nos deje.

John hizo una mueca.

-Vale, ya veo a dónde quieres llegar. Pero entonces, ¿de qué iba eso? Estoy seguro de que la policía no puede hacer ese tipo de cosas, suponiendo que pudieran encontrar mi teléfono… ¿Crees que tiene algo que ver con el plan de Moriarty?

-Posiblemente- asintió Anthea-. ¿Pero de dónde habrán sacado mi número?

John deslizó esa información en su cerebro, esperando que desatase una iluminación. Pero lo único que le salió fue…

-¿Mycroft?

No quería ni pensar en esa posibilidad. Anthea había tenido la cortesía de no restregarle por la cara la traición de Sherlock, así que lo menos que podía hacer era hacer lo mismo por ella con Mycroft. Pero John no podía pensar en nadie más, ¿qué otro sería capaz de conseguir el teléfono de John de la papelera adonde había ido a parar, y además tener el número de Anthea?

Y había oído hablar de programas que podían alterar tu voz, hacerla más profunda o más suave… o hacerte sonar como una voz del sexto opuesto.

-Quizá- dijo con suavidad Anthea, y John se preguntó si ella se daba cuenta de que se estaba mordiendo el labio inferior-. Dijo que me daría veinticuatro horas, pero tendría que informar a otros…

-Y quizá esos otros no se inclinarían a darte esa ventaja- acabó John.

-Exacto.

-¿Debería preocuparnos que localicen la llamada?- preguntó John, antes de recordar lo que Anthea había dicho antes acerca de su Blackberry-. Ah, sí, ilocalizable.

Ella asintió, distraída, mirando su brazo vendado.

John había evitado mencionar su herida, no ayudaría hacerle ver lo preocupado que estaba, pero se vio obligado a preguntar:

-¿Cómo te sientes?

Ella no dijo nada, pero le lanzó el tipo de mirada que implicaba que había hecho una pregunta estúpida.

-Puedes decirme que te duele, sabes, es lo que se suele esperar de este tipo de situación.

-Entonces sí, me duele jodidamente.

-Nunca he entendido por qué la gente dice eso- murmuró John mientras hacía que el coche girase  una esquina-. Porque, la verdad, si joder duele, entonces es que estás haciendo algo mal.

Hubo un momento de silencio sorprendido, y entonces Anthea rompió a reír. Era una risa tensa y entrecortada, como si estuviera tratando de no reírse pero no pudiera evitarlo, y John  sonrió, contento por haber conseguido animar un poco a su aliada.

*          *          *

Mycroft sabía que la caja de bombones estaba rompiendo su dieta, y no le importaba, estaba de vacaciones. Por primera vez en veinticinco años, se estaba tomando tiempo libre del trabajo y no era por la cena de Navidad de los Holmes.

Lo había dejado todo en manos de dos personas semi competentes, y les había dado instrucciones precisas de que solo podían ponerse en contacto con él si el colapso del gobierno parecía inminente. Y desde luego no quería oír nada sobre… ella.

Mycroft se había concedido una semana. Una semana para mantenerse alejado del mundo, para purgarla de su vida. Y cuando volviera al trabajo, estaría calmado, con la cabeza clara y, sobre todo, con pleno control sobre si mismo.

O eso esperaba. Porque en verdad estaba empezando a dudar de que una semana fuera tiempo suficiente para borrarla completamente. Dudaba de que incluso un año fuera suficiente.

Él (y en realidad también su hermano) había salido a su madre en ese aspecto, y Mamá decía a menudo que eran las personas de su naturaleza, reservadas y muchas veces consideradas frías, las que sentían de forma más fuerte y profunda. Y, en su caso, era cierto; a pesar de que Padre llevaba muerto casi diez años, Mycroft nunca la había visto ni mirar a otro hombre.

Desafortunadamente, Mycroft sospechaba que sería lo mismo para él. Algunas personas podían superar la muerte o una traición, podían curarse lo suficiente como para dejar acercarse a otras personas y volver a enamorarse… pero no ellos.

Los corazones de los Holmes eran pequeños y duros y oscuros, y en ellos solo había sitio para una persona.

Y fíjate, ni un día después de descubrir su traición, Mycroft ya se estaba volviendo sensiblero.

Por un momento, se preguntó si debería llamar a Sherlock y a John. Una discusión con Sherlock normalmente garantizaba que le desapareciera el mal humor, pero al final decidió no hacerlo. No estaba de humor para recibir una dosis de la felicidad doméstica de su hermano, hoy no.

*          *          *

Sherlock no iba a tomar drogas. Se negaba a que John le condujera a ello, se negaba a aceptar el enorme agujero negro que la ausencia de John había abierto en su piso, en su vida.

De todas formas, estaba fumando otra vez. Y mucho.

Quizá si fumaba en todas las habitaciones del piso, el olor a tabaco borraría el aroma de John.

Todo lo que previamente pertenecía a John se había llevado a Scotland Yard, y Sherlock se alegraba de ello (a Lestrade no le había complacido la pequeña excursión de Sherlock pero, como no había pruebas de que se hubiera puesto en contacto con John, no podía arrestarle). Sin embargo, las habitaciones, el sofá, las toallas, las sábanas… todavía olían a John, algo que Sherlock intentaba corregir lo antes posible.

Quizá entonces, sin nada que le recordara a John en ninguna parte, Sherlock finalmente conseguiría borrar al hombre.

Lo había intentado antes, desde luego; había intentado eliminar su relación y su amistad para quedarse solo con el abstracto concepto de John como uno de los secuaces de Moriarty que se había infiltrado en Baker Street. Pero no había funcionado. Quizá porque borrar algo requiere que ese algo esté cerrado y empaquetado, y con John… simplemente no podía hacer eso. No funcionaba; John siempre había desafiado los intentos de Sherlock de medirle y clasificarle desde el principio, y no estaba teniendo más éxito ahora que John… no estaba ahí.

Sherlock exhaló el humo lentamente en el hueco del sofá donde John solía sentarse, asegurándose de girar la cabeza y echar el aire sobre los cojines.

Necesitaba ser capaz de borrar a John-el-amigo y a John-el-amante. Tenía que recordar solo a John-el-traidor porque si no…

Si no, Sherlock no se veía capaz de perseguir a Moriarty otra vez.

*          *          *

-Este sería un buen lugar para retirarse- murmuró John mientras conducía a través de Sussex.

Anthea no contestó, y con un vistazo John vio que estaba mirando por la ventana. Más específicamente, estaba contemplando el sol, que empezaba a sumergirse tras el horizonte.

John sospechaba que estaba pensando en Mycroft, y en que el periodo de gracia que él le había concedido estaba a punto de expirar.

-¿Puedes poner la radio?- preguntó, esperando distraerla. Quizá Anthea encontrara una emisora agradable con música que la animara un poco.

Funcionó mejor de lo que John había esperado, probablemente porque Anthea estaba desesperada por algo que le ayudara a sacarse de la cabeza a Mycroft. Durante los siguientes quince minutos o así, se dedicó a juguetear con la radio del coche, cambiando de emisora, oyendo unas cuantas canciones y cambiando de frecuencia cuando empezaban los anuncios.

Al final, cogieron una habitación en el primer motel en el que pudieron encontrar una habitación libre. Anthea se ocupó de la transacción para que John no tuviera que mostrar su cara a nadie. John le puso el brazo en un cabestrillo para que pareciera que tenía algún tipo de herida muscular, y una vez llegaron a la habitación, tuvo al fin la oportunidad de echarle una ojeada en condiciones a su herida.

El problema era que, ciertamente, necesitaba puntos, y el material no era algo que John llevara normalmente encima. Anthea tenía un kit de costura, así que podía usar aguja e hilo si pudiera esterilizarlos pero, francamente, no era lo ideal.

-Aprieta un poco- dijo Anthea después de que él le apretara el vendaje tan firmemente como pudo.

-Necesitas puntos- dijo John con franqueza-. Esto servirá de momento, pero necesita los suministros apropiados.

Anthea negó con la cabeza, impaciente.

John la fulminó con la mirada.

-¿Sabes que lo que se suponía que te iba a hacer ese cuchillo? Se suponía que te iba a cortar el músculo deltoide y te iba a inutilizar completamente el brazo. ¡Tienes suerte de que en vez de eso solo rozara tu bíceps! Quizá yo no sea un espía super inteligente como tú, pero créeme cuando te digo que necesitas puntos o te arriesgas a tener la movilidad reducida en ese brazo para siempre.

Su voz había tomado el tono severo que usaba con los pacientes recalcitantes, y las cejas de Anthea fueron subiendo frente arriba a medida que su tono se iba volviendo más serio e intenso.

-¿Qué?- preguntó John finalmente, sin saber qué pensar de su expresión.

-Creo que entiendo cómo conseguiste que Sherlock se sometiera a tu tratamiento médico.

La mente era una cosa curiosa, reflexionó John. Era extraño cómo la simple mención del nombre de Sherlock le hacía sentir como si le hubieran dado una bofetada.

Anthea pareció darse cuenta de lo que había pasado, ya que su expresión cambió en un instante de “impresionada a su pesar” a “contrita”, pero John se giró antes de que ella pudiera decir nada.

-Descansa un poco- murmuró-. Voy a ver si puedo encontrar algún lugar que venda material de primeros auxilios. Aunque no sé de ningún sitio por aquí en el que puedan tener eso…

-Usa esto- dijo Anthea, colocándole en la mano su Blackberry.

John supuso que tenía conexión a Internet o algo así, y asintió distraídamente mientras ella se iba al dormitorio y cerraba la puerta tras ella.

Dejando a John con la Blackberry en su mano. Una Blackberry a la que alguien había llamado no hacía ni una hora, ofreciéndoles cualquier tipo de ayuda que necesitasen.

Él sabía que las razones de Anthea para colgar la llamada habían sido perfectamente válidas: podía ser muy bien una trampa. Pero… de todas formas ya estaban atrapados, y ¿se arriesgaría alguien que los estuviera siguiendo a exponerse de esa forma? Si les habían visto tirar el teléfono de John (y encima de forma tan inmediata como para recogerlo de la basura y llamar con él en solo unas horas), ¿por qué no los habían cogido justo entonces? Si les habían localizado tan pronto, John imaginaba que no habrían tenido problemas en seguir sus movimientos. Sí, se habían disfrazado y habían cambiado las placas de matrícula, pero si alguien los estaba observando tan de cerca desde el primer momento…

John sabía que no debería hacerlo. Pero Anthea necesitaba desesperadamente suministros médicos, de tipo hospitalario, y John dudaba que pudieran encontrar lo que necesitaba en Sussex. Si no cosía la herida, el tejido de la cicatriz que se formaría sería demasiado duro y podía restarle movimiento en el brazo durante años, antes de que empezara a ablandarse.

Y si buscaban una clínica… era otra oportunidad de ser vistos, reconocidos y puestos bajo custodia.

John levantó la Blackberry de Anthea, y marcó el número de su propio móvil.

*          *          *

Avra Holmes quizá estaba entrada en años, pero no era lo bastante vieja como para que se le pasara por alto algo de esta magnitud.

Cuando sus hijos finalmente sentaron cabeza, se había sentido tan feliz por ellos… y con unos compañeros perfectos, además. Compañeros que los entendían y los ayudaban con su trabajo, pero que cuidaban de ellos al mismo tiempo; realmente no podría haber pedido que sus hijos estuvieran en mejores manos.

A la pareja de Mycroft, la mujer con el nombre siempre cambiante, la había conocido ya, desde luego. Esperaba la ocasión en que le presentaran formalmente a John Watson, pero parecía que ese feliz acontecimiento tendría que ser pospuesto.

Su vigilancia (sobre sus dos hijos) había captado toda la debacle, claro. Avra siempre había encontrado interesante que mucha gente asumiera que Sherlock y Mycroft habían heredado sus extrañas tendencias de su padre, ya que mientras que su querido George había sido el artista de la familia, Avra sabía que habían salido a ella más que a él. Por ejemplo, la mayoría de los pequeños trucos de Mycroft eran cosas que ella le había enseñado y, de los dos, Mycroft era el más parecido a ella, con sus manipulaciones calculadoras y los largos hilos que movía. Sherlock era un poco más como su padre, impulsivo y atrevido y sin preocuparse por parecer “normal”.

A veces, de todas formas, no podía evitar pensar que era desafortunado que tuvieran más de su cálculo hiper-observador que de la calidez alegre de su marido. Eso los había convertido en grandes hombres, sí, y en aterradoramente inteligentes… pero a veces pensaba que hubieran sido más felices de haber tenido más de la naturaleza de George en lugar de la suya.

Y les hacía propensos a meter la pata como ahora. Sus hijos nunca habían tenido confianza en si mismos en lo que se refería a su lado emocional. Avra era exactamente igual, antes de que George le enseñara a tener fe en si misma. Por eso habían caído en esa trampa.

Porque era definitivamente una trampa. Los compañeros de Sherlock y de Mycroft acusados de traición en el mismo día era demasiado para ser una coincidencia. Francamente, le sorprendía que sus hijos aun no se hubieran dado cuenta… pero tenían tantos problemas de comunicación (demasiados iguales para su gusto, sospechaba ella), y alguna sabiduría solo llega con la edad, por lo que parecía... Qué pena que hubiera prometido que nunca se inmiscuiría en sus problemas personales; si la escucharan, todo esto podría estar resuelto para la hora de la cena.

Avra quizá estaba técnicamente jubilada, pero eso no significaba que estuviera muerta: todavía mantenía el esqueleto de su vieja red de vigilancia, solo en caso de que sus chicos necesitaran ayuda. Había demostrado ser de un valor incalculable cuando Sherlock se topó con aquel tal Moriarty en esa piscina, y cuando oyó las noticias sobre los compañeros de sus hijos, se aseguró de vigilarlos tanto como pudo.

Hizo que alguien de su equipo recogiera el teléfono de John cuando se deshicieron de él, y les llamó con una oferta de ayuda. Avra no se sorprendió de que le colgaran tan rápido, Mycroft había escogido a una chica escéptica, pero se contentaba con esperar el momento propicio. Dudaba de que se hubieran dado cuenta de la realidad de su situación, y el doctor parecía más confiado… Pronto la desesperación llevaría a uno de ellos a llamarla con una petición.

Cuando el teléfono sonó, ella contestó al primer timbrazo.

*          *          *

Sebastian Moran tenía un estómago fuerte; era un francotirador profesional, así que era algo obligatorio. Ver personas asesinadas (o incluso torturadas) nunca le había hecho perder el apetito.

Pero odiaba el desperdicio, por lo que se vio obligado a interrumpir los preparativos de Moriarty.

-¿Estás seguro de que debes hacer esto?

Jim le miró con el ceño fruncido.

-¿Cuál es el problema?

Sebastian señaló con la mirada al hombre que colgaba en el centro de la habitación. Sus muñecas estaban esposadas, y la corta cadena que las unía colgaba firmemente de un gancho, colocado tan alto que solo los dedos de los pies de Gustav Rainer tocaban el suelo de cemento.

Solo dos días antes, Sebastian le daba instrucciones a este hombre, y actuaba como su protector, pero no eran los sentimientos lo que le condujo a intervenir. Gustav era el doble de John Watson, y Sebastian pensó que Jim debería al menos considerar otros usos para él antes de disponer completamente del hombre.

Había sido difícil encontrar a alguien parecido al doctor Watson y que Jim pudiera utilizar. Había llevado meses de trabajo vaciarle lentamente las cuentas bancarias, conseguir que le despidieran, asegurarse de que no le contrataran en ningún otro sitio, observarle endeudarse profundamente en un intento de mantener a su esposa y a su hijo, hasta que estuvo tan desesperado que había consentido en prostituirse a cambio de que Jim le prometiera que cuidaría de su familia.

Cuando contrataron a Gustav, al principio tenía el mismo peso y la misma altura que el doctor Watson, pero solo se le parecía ligeramente. Después de que el cirujano plástico favorito de Jim terminase con él, Gustav podía haber pasado por el gemelo idéntico del doctor.

Entonces Jim se había asegurado de que se le viera hablando con Gustav, cenando con él, pasándole dinero, y las ruedas del plan de Jim se habían puesto en movimiento.

Pero Sebastian todavía no tenía claro del todo cuál era el plan. Jim no solía estar de humor para confidencias, y a menudo Sebastian solo se enteraba de las razones que había tras sus órdenes cuando estas ya se habían llevado a cabo y Jim se recreaba frente a él. Acusar a John Watson (y a la mujer del gobierno, comosellame) había sido el primer paso, eso lo sabía Sebastian, pero todavía no estaba seguro de qué venía ahora.

Únicamente que por lo visto suponía torturar a ocho hombres hasta la muerte (según la última cifra). Aunque era verdad que a Jim a veces le apetecía que la gente muriera (y moría), era inusual en él ser tan metódico. También era inusual para él ser tan concreto en su elección de las víctimas; todas las personas que había matado eran hombres de treinta y pico a cuarenta años, estatura ligeramente bajo la media, y bastante en forma.

Y todos habían muerto por un método diferente. El primero había sido estrangulado y revivido repetidamente, hasta que su cuerpo no lo había soportado más. El segundo había sido quemado por todo tipo de cosas, desde colillas a un lanzallamas. El tercero había sido por amputación, con Jim arrancándole primero los dedos de las manos, después los de los pies, después los brazos y las piernas. Y después de eso…

Después de eso, Jim se había vuelto creativo.

-Estamos dedicándole mucho esfuerzo a todo esto- dijo Sebastian, señalando a Gustav-. ¿Estás seguro de que quieres que todo acabe en la basura?

Jim sonrió.

-Qué dulce por tu parte vigilar mis intereses, Seb, pero en esta etapa del plan, Gustav no es más que una carga.

Sebastian se encogió de hombros afablemente, ignorando las súplicas ahogadas y los gemidos que Gustav estaba intentando hacer oír por debajo de su mordaza.

-Si tú lo dices. Pero, ¿puedo preguntar? ¿Cuál es el plan?

Esto, justo esto, era por lo que nadie podía usurparle a Sebastian su lugar dentro de la jerarquía en la organización de Moriarty. Porque nadie más se atrevía a preguntar “¿por qué?” a Jim, temerosos quizá de que Jim chasquearía los dedos y los convertiría en comida para perros o algo así.

A veces Jim no respondía, desde luego. Algunas veces solo decía “porque quiero que lo hagas” o “porque yo te lo digo”, y eso era todo. Pero a veces… a veces compartía con Sebastian cualquiera que fuera el brillante y enfermo plan que cruzaba por aquella mente increíble.

-Le dije a Sherlock que quemaría su corazón- dijo Moriarty, con una sonrisa que recordaba a un tiburón, fría y presumida y complacida al mismo tiempo-. Y yo cumplo mis promesas.

-¿Así que le has hecho pensar que su querido doctor es un traidor?- aventuró Sebastian. Sería ciertamente efectivo, pero parecía que faltase algo, esa vena extra de maldad que Jim empleaba de forma tan perfecta.

-Bueeeeeeno, esa es la primera parte- canturreó Jim, con la voz llena de alegría.

-¿Cuál es la segunda?

-Traemos aquí al pequeño Johnny… y le destruyo- pronunció Moriarty, saboreando cada sílaba-. Y no me refiero a matarle, oh, no, eso es demasiado fácil. Lo destrozaré mentalmente, físicamente, emocionalmente, hasta que no sea nada más que una ruina chillona, capaz solo de gritar o de llorar o de suplicar clemencia. Hasta que solo sirva para una institución mental y sedantes las veinticuatro horas del día.

Una ligera excitación placentera empezaba a subirle por la espina dorsal a Sebastian.

-¿Y entonces?

La sonrisa de Jim se amplió, como una de esas serpientes que pueden dislocar sus mandíbulas.

-¿Sabías que he estado guardando todas las evidencias con las que hemos acusado a John? Todo lo que muestra que los cargos contra él son falsos está todavía en el ordenador.

Sebastian asintió. Era consciente de que Jim había documentado la caída del doctor con obsesivo detalle, pero nunca se había sentido inclinado a preguntarle por qué.

-Bien, pues cuando el pobre pequeño Johnny sea más animal que humano, lo dejaré en la puerta de Sherlock con un gran paquete de documentos que demostrarán que estaba del lado de Sherlock todo el tiempo.

Sebastian sonrió. Como todos los planes de Jim, era absolutamente genial. Y sabiendo lo exhaustivo que era Jim, John no tenía la más mínima oportunidad.

Si nadie creía que John estaba de su lado, nadie lo buscaría si desaparecía.

Bueno, lo buscarían, pero lo harían como culpable, como a un hombre que todavía tenía su libertad, no como una víctima de secuestro y tortura.

Algo se le ocurrió entonces a Sebastian.

-¿Y qué hay de la chica del gobierno? ¿Qué hacemos con ella?

Jim agitó la mano con desdén.

-Una pantalla de humo. Suficiente para mantener al hermano mayor ocupado y con esa larga nariz suya fuera de nuestros asuntos. No es el tipo de persona que se ocupa bien de este tipo de cosas, ¡los trastornos emocionales son tan caóticos! -. Jim se rió como un loco-. Ahora mismo, estará de vacaciones, intentando bloquearlo todo para volver a ser ese tipo duro, frío y calculador una vez más.

Sebastian asimiló todo con una inclinación de cabeza.

-Y ahora tienes que matarle- señaló a Gustav-, para que nadie sepa que hay un doble de John Watson corriendo por ahí.

-Exacto- sonrió Jim-. Sabía que lo verías como yo.

-¿Para qué eran los otros?

-¿Los otros?- Jim frunció el ceño por un momento, y entonces la comprensión suavizó su rostro otra vez-. Oh, los otros. La práctica hace la perfección, y no puedo correr el riesgo de matar a John cuando lo tengamos, después de todo. Así que estoy llevando a cabo algunos experimentos.

Sebastian entendió. Jim estaba cogiendo a hombres más o menos de la edad, la altura y el peso del doctor Watson, y estaba determinando en qué punto los diferentes medios de tortura cruzaban la línea y se convertían en letales. Así cuando tuvieran al doctor en sus garras, Jim sabría exactamente hasta dónde podía llegar. La precisión absoluta era imposible, claro; había miles de variaciones físicas y psicológicas entre cada individuo, pero le daría a Jim una estimación.

Bueno, eso explicaba el látigo que descansaba en el suelo. Sebastian se estaba preguntando qué hacía allí. Era relativamente corto, no mucho más largo que una fusta, con una empuñadura gruesa y sólida y una tira larga y flexible que terminaba en punta. Arrancaría sangre, y lo haría rápido.

-Bien, que disfrutes- dijo, volviéndose hacia la puerta y empezando a salir de la habitación.

Con el rabillo del ojo, Sebastian vio a Jim coger el látigo y dirigirse a Gustav.

-Créeme, no es nada personal, hiciste un trabajo ejemplar, pero verás, no puedo arriesgarme a dejarte vivo, y necesito comprobar en qué punto azotar a un hombre de más o menos tu estatura, peso y edad resulta fatal.

Sebastian meneó la cabeza y dejó a Jim con su trabajo, su voz suave haciendo eco a través de la habitación de hormigón, por encima de los sollozos y los gemidos ahogados de Gustav.

-Necesito practicar antes de que llegue el plato fuerte, sabes…

El látigo resonó con un golpe como un petardo, y Sebastian cerró la puerta cuando Gustav gritaba.

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