de patitas en la calle. (argentina/chile)
para
dumbassprincess(...desde hace 2 años)
Manuel no se dio cuenta de que estaba a punto de llover hasta que un relámpago iluminó el comedor.
Llevaba más de una hora queriendo terminar (o por lo menos, empezar) los ejercicios de matemáticas que le habían mandado de tarea, pero se había pasado toda la tarde pensando en el gato. El pequeño gatito gris, de patitas blancas y enormes ojos celestes, abandonado en una caja de cartón a pocas cuadras de su departamento. Lo vio cuando regresaba del colegio con su mamá, quien no le dio tiempo de acercarse que ya le estaba recordando que en el edificio no se permitían animales y lo consoló diciéndole que no se preocupara; un gatito tan lindo no tardaría en encontrar a alguien que se lo llevara.
(¿Y si no lo encontró?
La lluvia caía sobre su balcón.)
Aprovechando que su mamá estaba distraída hablando por teléfono en la cocina, se apresuró a agarrar la toalla de mano del baño, su campera y el paraguas junto a la puerta; tomó con cuidado las llaves y sin hacer ruido, salió. Con un poco de suerte, llegaría antes de que su mamá colgara y quizás hasta tendría tiempo de esconder al gatito en su habitación.
Tardó más en planear un escondite para el animal que en llegar a la cuadra donde lo había visto. Sus veloces pies frenaron en seco cuando en vez de al gato, vio a un niño sentado con las piernas cruzadas a lo indio, la campera hecha un bollo contra su pecho y la otra sosteniendo la caja de cartón que fallaba en servirle de paraguas. Fue tan penosa la imagen que Manuel no se detuvo a pensar en otra cosa que no fuera resguardarlo de la lluvia.
-¡Te vai a resfriar si te quedái bajo la lluvia, po’! -lo regaña, cubriéndolo con su paraguas y aguantándose las ganas de decirle weón. Ya bastantes reglas había roto escapándose de su casa y poniéndose a hablar con un extraño. Unos ojos se asomaron por debajo de la caja desecha, verdes.
(Y grandes y desamparados...
Casi como los del gato.)
-Me perdí -se defiende y no sabe cómo, pero lo hace sonar desafiante a pesar de que está muerto de miedo. Dejando la caja a un lado, en vista de que el niño no parece que vaya a marcharse, apretó su campera con ambas manos-. Iba caminando con mi papá y me perdí. ¿Qué querés que haga si se largó a llover?
Manuel se da cuenta de que habla distinto, de que la tonada no es la misma, pero le resulta muchísimo más importante la forma en que le contestó. -¿Y de weón noma’ no se te ocurrió ponerte bajo un techo?
-¿Qué techo, boludo? -le recrimina apenas se siente insultado- No hay nada acá. Llevo horas buscando a mi papá y ni siquiera me crucé con nadie para poder preguntarle. Al único que me crucé fue a Manu.
-¿De qué Manu me hablái, rucio? -y respondiendo a su llamado, un maullido cortó la discusión.
El bulto entre sus brazos se movió y de los pliegues de la campera salió la cabecita del gato que había ido a buscar; se volteó a mirarlo y le maulló con suavidad, como si lo hubiera reconocido. Manuel se arrodilló para acariciarlo, aliviado de que no le hubiera pasado nada. Incluso estaba totalmente seco, como si nunca hubiera estado bajo la lluvia, muy a diferencia del rucio aweonao que estaba empapado.
Fue como si dos piezas encajaran dentro su cabeza.
-¿Te quedaste todo el tiempo con él?
(¿Por eso no te escondiste de la lluvia?
¿Por eso lo protegiste con tu campera apenas cayó la primera gota?
¿Llevas tanto tiempo perdido que hasta tuviste tiempo de pensarle un nombre?)
-Estaba solo -murmuró contra las orejas del animal, encogiéndose de hombros.
Y tú también, pensó Manuel pero no dijo nada.
Acordándose que traía una toalla dentro de su abrigo, le acercó significativamente el paraguas, prácticamente ordenándole que lo tomara con la mirada. Cuando lo hubo tomado, sacó la toalla y la dejó caer sobre la cabeza rubia. Con ambas manos y sin prestarle atención a los ojos que lo miraban con curiosidad, se dio a la tarea de secarle el cabello.
-¡Ay, boludo! ¡Despacio! -se quejó al primer tirón. Manuel frunció el ceño nuevamente, masticando por dentro las ganas de continuar con la discusión de antes. Encima de que le estaba haciendo un favor, ¿tenía que ser delicado también? El siempre justo y bien ponderado weón nunca antes se había aplicado tan bien a alguien como a este chico.
-Cállate oh, weón pesado -gruñó, haciendo más fuerza con los dedos-. Vai a terminar mojando al gato si seguí así. Quédate quieto.
Le sorprendió un poco que le hiciera caso. Siguió como antes, mirando de vez en cuando el gesto adolorido debajo de la toalla y las mejillas coloradas, no supo si por aguantarse las quejas o qué. Pero no se privó de reírse a las claras cuando le quitó la toalla y vio lo despeinado que había quedado, como si acabara de salir de la cama. Frunció el ceño, las mejillas más coloradas que antes, el gesto adusto derritiéndose de a poco porque ese pibe tenía una risa contagiosa, luminosa (porque en serio, ¿desde cuándo una sonrisa transforma una cara así?). Su mano se aferró con suavidad al cuello de la remera, llamando la atención de Manuel que todavía tenía rastros de risa en la comisura de sus labios.
-Gracias.
Manuel podría (debería) haberse sobresaltado por el gesto, de no ser porque no vio malicia en esos ojos verdes. Su agarre era suave, los dedos relajados contra el hueso de su clavícula y él todavía es demasiado joven para comprender todo lo que quiso decir con una palabra tan simple (pero lo siente, tanto que no puede sostenerle del todo la mirada.)
El gato maulló ofendido cuando un estornudo de su protector le sacudió las orejas.
-Te lo dije, rucio -murmuró más para sí mismo, volviéndolo a mirar. Por mucho que quisiera, no podía simplemente agarrar al gato e irse y ya estaba muy oscuro para que fueran caminando los dos solos hasta la comisaría, eran muchas cuadras. Lo tomó del brazo, incitándolo a pararse -. Ya, po’. Levántate, vamos a mi casa y ahí podí llamar a tu papá.
-Eh... -le quitó el paraguas de la mano y sin soltarlo, lo obligó a seguirle- Pero ¿a tu mamá no le va a importar?
Manuel sintió que la calle daba un giro de ciento ochenta grados y que los pies le iban en el aire. Se había olvidado por completo de su mamá. Su cabeza maquinó los peores mil y un escenarios posibles en menos de lo que su compañero tardó en decirle: “Che, ¿estás bien? Te pusiste pálido”.
Bueno, ahora el rucio le debía un favor... así que, llegado el caso, Manuel estaba en todo su derecho de usarlo como escudo humano.