Fuego Conmemorado

May 10, 2010 17:25

Fuego Conmemorado

Primera Parte

... El pánico corrió por sus venas.

Los habían traicionado. A alguien dentro del equipo se le había salido su ubicación; era la única respuesta para la emboscada que los estaba esperando cuando se Aparecieron en el punto de destino. Apenas si había tenido tiempo de tocar el suelo con el estómago cuando escuchó gritos y las maldiciones llovían sobre su cabeza.

“¡Son ellos!” escuchó gritar a alguien con fuerza mientras otro destello de luz verde se estrellaba tan cerca de su cabeza que pudo sentir cómo le quemaba las puntas del cabello platinado.

“¡Malfoy! ¡Malfoy, vamos!”

Levantó la mirada y pudo ver a Weasley extendiendo la mano llena de pecas hacia él, y se aferró a ella como a la vida misma dejando que lo arrastrara detrás de una pared de ladrillos.

“¿Qué diablos...?” comenzó a decir, pero luego se estremeció y presionó la cabeza contra los ladrillos cuando una maldición golpeó la esquina cercana a él destrozando parte de la mampostería.

“Es una emboscada,” contestó Weasley sin aliento, tenía los ojos azules abiertos descomunalmente y el rostro pálido. “Tuvo que haber sido... ¡hijo de puta!”

Esas palabras fueron la única advertencia que tuvo Draco  para saber que su posición había sido comprometida antes de que una luz roja brillara frente a ellos cortándole seriamente el muslo derecho. Sabía que había gritado de dolor porque nunca había sentido algo así, bajó la mirada para ver sus pantalones rotos y debajo, la carne expuesta de su pierna por el corte que llegaba casi hasta el hueso. Presionó la mano contra la herida, pero pronto la sangre manaba entre sus dedos y cuando intentó moverse, la pierna no le respondió. Se arrastró cuando Weasley lo sujetó por el hombro de la túnica para correr y ponerse a salvo.

“No puedo,” gritó Draco. “Es mi pierna. Vete... ¡vete!”

“No puedo dejarte aquí,” contestó frenético Weasley. “Harry nunca me lo perdonaría...”

“Nunca me perdonaría a mí si mueres por mi culpa...” lo empujó con fuerza. “Vete por el amor de dios...”

Parecía que Weasley iba a seguir discutiendo cuando escucharon un grito casi animal, aterrorizante y terrible y levantaron la mirada como uno solo para ver a Harry Potter esquivando sortilegios, agachando y ondeando su cuerpo muscular para llegar hasta ellos, su túnica ondeaba y su varita lanzaba hechizos conforme avanzaba.

“¡Es Potter!” gritó alguien triunfante.

“No,” dijo Draco desesperado.

“¡Sácalo!” le gritó Harry a Ron antes de voltearse. “¡Sácalo! ¡Ahora!”

Sintió que una mano se aferraba a su cintura, sintió que lo levantaban y lo recargaban contra un pecho fuerte y justo cuando Weasley comenzaba a girar para Aparecerlos, vio la asquerosa maldición verde golpear a Harry directamente en el pecho. Lo vio quedar inmóvil y luego desplomarse al suelo como una marioneta a la que le han cortado los hilos, vio los ojos verdes sin vida mirar a la nada escuchó el grito furioso de triunfo del otro lado.

“¡No!” gritó retorciéndose entre los brazos de Weasley, luchando por zafarse, por regresar con Harry. “No, no...” y luego iba cayendo por el espacio con la convicción de que su vida ya no valía la pena...

“No,” murmuró Draco Malfoy moviendo la cabeza constantemente sobre la fina funda de lino de la almohada. “No, no...”

Se despertó con un jadeo de dolor, se incorporó con el corazón latiendo desbocado contra sus costillas, la piel cubierta de sudor frío que pegaba su seda de pijama contra su cuerpo delgado. Echó un vistazo por la lujosa suite con los ojos grises muy abiertos, la garganta apretada y las lágrimas cayendo ignoradas por las mejillas teñidas de un rubor profundo. Presionó una mano elegante contra su corazón desbocado y la otra contra su muslo frotando el bulto de la cicatriz en la que siempre sentía un dolor sordo. Se dejó caer nuevamente sobre las almohadas empapadas de sudor y se cubrió la cara con las manos mientras su mente atormentada se daba cuenta de que había sido solo un sueño, una pesadilla, que no lo estaba viviendo otra vez. Uno pensaría que después de 19 años ya no tendría el poder de destruirlo. Pero lo hacía, oh, todavía lo hacía.

Dios, odiaba los Aniversarios.

Después de un largo baño en la bañera de mármol hundida en su habitación, y después de aplicarse un poco de una pomada que él mismo había preparado para lidiar con los efectos persistentes de su herida, apenas si cojeaba para el momento en que bajó por la gran escalera para entrar en la enorme estancia del vestíbulo de la Mansión Malfoy. Esa mañana se había tomado su tiempo para cuidar su apariencia, peinó hacia atrás su cabello corto platino de la misma forma que había preferido hacía mucho tiempo, se puso un traje Armani hecho a la medida con una camisa gris oscuro y una corbata de seda negra. No tenía la intención de seguir la tradición mágica del cabello largo; haría todo lo que estuviera dentro de su alcance para diferenciarse de su padre ante las mentes de los demás, aún cuando eso significara mostrar la línea en retroceso de su cabello y utilizar ropa muggle. De hecho, no había utilizado ni una túnica de mago desde que lo obligaran a retirarse de la División de Aurores diecinueve años atrás. Diecinueve años exactos.

Hizo a un lado ese pensamiento y compuso una expresión vacía en su rostro aristocrático mientras se detenía cerca de la mesa redonda de mármol al centro de la entrada cavernosa y revisaba rápidamente el correo que se encontraba pulcramente apilado sobre una bandeja de plata. No había nada que requiriera su atención inmediata; en su mayor parte eran invitaciones a eventos sociales a los que no pretendía asistir y solicitudes para financiar alguna que otra obra de caridad. Dejaría que su madre las escogiera y contestaría las que ella creyera convenientes. Dejó los pergaminos sobre la mesa y se dirigió hacia el enorme comedor formal y luego al desayunador.

La luz de la mañana entraba por los vastos ventanales que alineaban un costado de la enorme habitación dejando al descubierto una vista panorámica de los opulentos jardines de su madre. Ella estaba sentada en un extremo de la larga mesa, traía puesta una bata de satín azul cielo y el cabello peinado en un elegante bastón francés. En la actualidad su cabello platinado era más blanco que rubio y tenía pequeñas arrugas en los extremos de sus ojos azul claro y alrededor de su encantadora boca, pero él creía que se veía más hermosa que nunca. Le llegó un suave aroma floral cuando le besó suavemente la mejilla y sintió sus dedos suaves y fríos cuando ella le tocó la mejilla.

“Buenos días, madre,” murmuró antes de sentarse a su derecha.

“Buenos días, querido,” respondió ella y luego frunció ligeramente el ceño al voltear a verlo. “¿No dormiste bien?” él la miró con una ceja arqueada. “Estás pálido, mi amor.”

Él bajó la mirada a su plato mientras se colocaba la servilleta sobre su regazo. “La pierna me ha estado molestando un poco.”

“¿La nueva poción no está funcionando?” preguntó ella frunciendo un poco otra vez el ceño. “Deberías hablar con el Sanador Wetherby...”

“Está bien,” contestó gentil pero firmemente levantando la mirada y posando una mano sobre la de ella. Ella desistió, pero suspiró suavemente.

“No necesitas sufrir en silencio, cariño,” dijo cuidadosamente. “Es lo único que digo.”

Iba a responder cuando la atmósfera cálida de la habitación fue perturbada por una voz cortante y clara.

“Oh, pero si los mártires sufren en silencio, querida madre.”

Draco apretó los labios hasta formar una línea fina y Narcissa levantó la mirada irritada hacia la dueña de la voz.

Astoria Greengrass-Malfoy entró en la soleada habitación vestida con un traje para montar rojo profundo, y el cabello negro y lacio en un peinado parecido al de su suegra. Era una mujer exquisitamente hermosa, su figura alargada y esbelta, su piel de un pálido muy a la moda, pero la dureza alrededor de su boca y la expresión maliciosa de sus ojos cafés arruinaba el efecto. Sus botas de montar a la altura de la rodilla chasqueaban el piso de parqué conforme caminaba y llevaba un fuete en una mano. Se deslizó lánguidamente en la silla directamente frente a su marido y le dirigió una sonrisa de piedra.

“Me sorprende un poco verte esta mañana, querido,” dijo arqueando una ceja negra y los ojos brillando de malicia.

“No me imagino por qué,” contestó Draco tenso. “He tenido reuniones en la oficina toda la mañana.”

“Bueno, estoy bastante segura de que todo el mundo entendería si te costara trabajo salir de tu habitación hoy.” Draco le dirigió una mirada de advertencia, pero Astoria se limitó a sonreír lentamente.

“¿De qué estás hablando?” preguntó irritada Narcissa. Astoria le enseñó un periódico que traía enrollado en la mano, como si hubiera estado esperando la oportunidad. Lo dejó caer sobre la mesa y éste se abrió en la página frontal. El titular decía ‘Diecinueve Años Después’ en negritas y debajo había una foto, una foto mágica de un hombre guapo ya cerca de los treintas de cabello negro despeinado y unos ojos grandes detrás de unos lentes sencillos y una sonrisa desinteresada. El pie de foto decía: ‘Otro Aniversario de la Trágica Muerte de Harry Potter’. Draco lo miró fijamente y sintió que la garganta se le cerraba poco a poco.

“Una historia tan triste, de verdad,” dijo tensa Astoria mientras observaba como la ya de por sí pálida cara de su esposo perdía el poco color que tenía. “Tan joven, tan guapo. Con toda la vida por delante, su hermosa esposita y sus tres hermosos hijos.”

“Yo... no tengo hambre,” dijo Draco tan tranquilamente como le fue posible al tener la garganta cerrada, echó para atrás su silla y se puso de pie abruptamente. “Comeré algo después en el pueblo.” Ni siquiera miró a su esposa por lo que no pudo ver la satisfacción vengativa en su cara.

Narcissa sujetó la mano de su hijo. “Draco, por favor,” dijo suavemente. Él ni siquiera miró esos ojos azules; lo único que podía pensar era en escapar de la pesada atmósfera de esa soleada habitación y de la foto mágica de esa hermosa cara que sonreía lentamente una y otra vez.

Le dio un apretón a esa mano fría y se marchó sin decir otra palabra, el sonido que produjeron sus botas italianas fue antinatural, pues le había regresado la cojera. Cruzó la puerta del comedor y se marchó sin mirar atrás.

Draco caminó por el Callejón Diagon de camino a las oficinas del Conglomerado Malfoy, ignorando las miradas rápidas y los susurros que iban dirigidos a él. Estaba acostumbrado a la atención, tanto, que ahora la ignoraba por completo. Se ajustó el abrigo de piel negra para cubrirse del viento frío, pero aún así se colaron por sus pantalones algunas ráfagas y su paso se volvió más y más tieso porque los músculos del muslo se le tensaron. La suave bufanda gris de casimir le rozaba la barbilla y alcanzó a oler una fragancia proveniente de el tejido suave de lana; era una fragancia que había puesto él mismo, una fragancia de una botella que tenía escondida en su guardarropa y que utilizaba con moderación esparciendo un poquito sobre alguna prenda que sabía estaría cerca de su cara. Era su esencia, la que había utilizado hacía ya tanto tiempo y Draco atesoraba cada gota preciosa y cuando se terminaba, hacía el viaje hasta la tienda Harrods en el Londres Muggle para comprar otra botellita. No era particularmente cara y no era de marca, pero se tranquilizaba cada vez que aspiraba el aroma como de bosque, al recordarle que alguna vez había amado y había sido amado, y aceptaba el consuelo de donde podía encontrarlo.

Saludó al portero en la entrada de su edificio con un movimiento de cabeza que el hombre vestido con su uniforme verde formal regresó mientras le mantenía la puerta abierta. Draco entró e inmediatamente se vio envuelto por la calidez de las enormes chimeneas alineadas en la pared opuesta, por el olor de los muebles de piel negra y por el ambiente de las paredes de madera oscura, la intención había sido crear una atmósfera de riqueza y permanencia y Draco sabía que lo habían logrado.

“Buenos días, Sr. Malfoy,” lo saludaron varias personas al pasar y Draco les asentía educadamente, recibiendo sus saludos con una ligera inclinación de la cabeza. Se acercó a su elevador privado que llevaba a las oficinas del último piso y presionó el botón esperando pacientemente con la espalda hacia la habitación. Cuando las puertas se abrieron en silencio, entró y se dio la vuelta conforme se fueron cerrando, agradecido por ese momento en el que no estaría bajo el escrutinio de nadie. Sabía que como Director General y Presidente del Consejo del vasto Conglomerado, su presencia provocaba un interés inmediato en el edificio; después de todo, él era el jefe de todos. Pero había ocasiones, en especial cuando se sentía débil, en que lo desgastaba la presión constante de la atención. Cuando las puertas del elevador se abrieron para revelar el área de recepción afuera de su propia oficina, recobró el temple para volver a ser observado mientras cruzaba la alfombra verde cazador que llevaba hacia el escritorio de su asistente justo a un lado de las puertas de su oficina.

“Buenos días, Harper,” saludó suavemente el joven que había sido su asistente durante casi cuatro años. Hamilton Harper se había graduado de Hogwarts como el Ravenclaw más alto de su generación y se había vuelto invaluable.

“Buenos días, señor,” contestó educadamente poniéndose de pie inmediatamente y entregándole una pila de correspondencia y memos que habían estado cerca de su codo derecho, ya los había seleccionado y esperaban a que él llegara. Sabía que las cosas que no requerían de su atención ya habían sido tratadas con eficiencia y que lo que le estaba entregando era lo que su asistente había evaluado como importante. Vio una copa del Diario El Profeta doblada pulcramente al fondo de la pila y cerró los ojos un momento antes de sacarla de la pila para tomarla con la otra mano y regresársela.

“Hoy no voy a necesitar el periódico, Harper,” dijo esforzándose para que su voz se escuchara firme pero no mandona. Una indicación de lo profesional que era Harper, fue que se limitó a asentir y retiró el periódico de su mano sin hacer comentario alguno. Draco se llevaba el periódico todas las mañanas, cuando menos para revisar la sección de negocios y ver cómo iban sus acciones en el Mercado Mágico; que lo rechazara era un cambio tremendo en su rutina. El hecho de que Harper sólo asintiera educadamente sirvió únicamente para elevar el concepto que Draco tenía de él.

“¿Quiere que revise las acciones y vea si hay algo de interés en la sección de negocios, señor?” preguntó suavemente. Draco asintió, no estaba seguro de haber escondido bien su alivio.

“Sería excelente,” contestó.

“Su té ya está adentro, señor.” Harper pasó frente a él y puso la mano sobre el elaborado pomo dorado. “Su hijo vino hace unos minutos. Dijo que le gustaría platicar con usted unos minutos esta mañana, si es que puede atenderlo.”

“Siempre puedo atender a Scorpius,” contestó Draco y las comisuras de su boca se suavizaron un poco. “Dile que venga cuando lo crea conveniente.”

“Sí, señor.”

Draco entró a su ‘santuario privado’ y escuchó la puerta cerrarse a sus espaldas con un pequeño suspiro de alivio. Aquí, en esta habitación que él mismo había diseñado, estaba a salvo de lso ojos inquisitivos de los demás y de las expectativas de su personal. Se desabrochó y quitó el abrigo colgándolo en un perchero que estaba a un lado de las enormes puertas, se iba a quitar la bufanda, pero decidió mejor no hacerlo y la dejó alrededor de su garganta. Cruzó la alfombra gruesa, se acercó a las dos sillas de piel grandes que estaban frente a una chimenea de mármol negro en cuyo interior el fuego crepitaba alegremente; entre las dos sillas elegantes había una mesita de ocasión con un servicio completo de té. Se sentó a la derecha y observó cómo el servicio cobraba vida, se elevaba la tetera y servía el humeante líquido café en una taza de delicada porcelana, dos cubos de azúcar se elevaron de su tazón respectivo y fueron a caer en el té. Una cuchara delgada se levantó por voluntad propia y revolvió el azúcar hasta que se disolvió, luego una rebanadita de limón salió de otro plato y se fue a posar para flotar suavemente sobre la superficie de la bebida caliente. Draco observó el proceso ocioso, pensando en que quizá era tiempo de darle otro aumento a Harper. El hombre era invaluable.

Se terminó su té y el servicio desapareció en el momento en que descansó la taza sobre el platito. Volvió a tomar la pila de correspondencia que todavía no revisaba y fue hacia su escritorio, se sentó detrás dejando la correspondencia sobre el vade de sobremesa y estaba a punto de tomar el primer memo cuando sus ojos recayeron en el cajón central de su escritorio y se quedaron ahí. Cualquiera que lo hubiera estado observando hubiera podido ver cómo sus ojos habitualmente ligeros se nublaban, la forma en que sus labios se curvaron hacia abajo. Hizo una pausa en sus movimientos y en lugar de dirigirse hacia la correspondencia, bajó la mano hacia el cajón.

Su contenido estaba organizado limpiamente, de una manera casi dolorosa. Las plumas a la izquierda, el pergamino perfectamente enrollado al centro, el logotipo del Conglomerado Malfoy grabado al centro casi hasta el fondo. A la izquierda había un cuchillo afilado que utilizaba para afilar sus plumas y varios frascos de tinta de surtidos colores acomodados limpiamente junto al pergamino. Pero Draco ignoró todo esto. Sus ojos se desviaron rápidamente al pequeño gancho en el extremo derecho más alejado del cajón del cual pendía una llave dorada muy pequeña. Su mano tembló sólo un poco cuando la tomó sintiéndola fría contra sus dedos.

Cerró el cajón casi en silencio y giró la cabeza para mirar debajo de éste hacia la izquierda, cerda de su rodilla. La pequeña cerradura era indetectable si uno no sabía qué buscar; la chapa dorada era tan parecida a la madera de roble dorado que ésta se convertía en una especie de camuflaje involuntario. Pero Draco sí sabía dónde buscar, se agachó, metió la llavecita en la cerradura y la giró. Hubo una pausa, luego se escuchó un ‘clic’ y se abrió una puerta de no más de 13 cm por lado. Metió los dedos y tanteó a su alrededor hasta que encontró lo que sabía estaba guardado ahí; un pedazo de pergamino. Tragando con dificultad lo sacó y lo sostuvo entre sus manos.

Estaba manchado en las orillas, la edad y casi dos décadas de marcas de dedos manchaban el alguna vez pergamino color marfil hasta convertirlo en un beige amarillento y mugroso. Las orillas estaban particularmente sucias como resultado de haber sido manejado y doblado literalmente cientos de veces. Al principio lo había visto casi todos los días; ahora sólo lo sacaba de su escondite unas cuatro o cinco veces al año y lo sostenía entre sus manos. Lo abría cada Navidad y cada día de San Valentín, aún cuando sabía que emocionalmente estaría hasta el piso. Lo abría en su cumpleaños, el quince de Junio y el treinta y uno de Julio. Y lo abría el quince de Mayo. El quince de Mayo, todos los años, tan pronto como terminaba su té, abría esta carta; marcaba el día en que todo había terminado, el día en que todo había cambiado. Mientras sostenía el pergamino en sus manos, cerró los ojos y se permitió recordar...

La primera vez que vio la carta fue el diecisiete de Mayo del dos mil nueve. Faltaba un mes escaso para su cumpleaños número treinta y había estado en la unidad de cuidados intensivos de San Mungo durante casi cuarenta y ocho horas. El sortilegio que cortó el músculo de su muslo hasta el hueso había sido uno particularmente oscuro y los sanadores se las habían visto negras para controlar la hemorragia y regenerar el tejido. Le habían dado pociones fuertes contra el dolor y para dormir, porque el dolor de la pierna era enorme, pero nada comparado con el dolor que laceraba su corazón. Cuando estaba despierto lo único que hacía era mirar ausente hacia el techo, recordando el destello de luz verde, la espiral de lana negra mientras caía, los ojos verdes de mirada vacía que había alcanzado a ver tan sólo un momento. Pero era peor cuando dormía, pues en sus sueños lograba llegar a tiempo hasta Harry, lo jalaba hacia la seguridad y era mucho más doloroso cuando despertaba porque sabía que esta vez el sueño era el respiro y la realidad la pesadilla.

Estando a la deriva dentro de esa neblina inducida por las drogas lo despertó el feroz dolor punzante que emanaba de su muslo hasta la cadera. Extendió la mano para tocar la campanilla que llamaría a la enfermera cuando se dio cuenta de que no estaba solo en la habitación. Había alguien sentado cerca de su cama y no era su madre, que había mantenido una vigilia casi constante, ni su esposa, quien en ese momento, y para posterior vergüenza de ella misma, todavía lo amaba. No, sentada en la tiesa silla blanca del hospital estaba la última persona que Draco esperaba ver en su habitación, con ojos cafés insensibles y mejillas hundidas por el dolor y la falta de sueño. Su brillante cabello castaño rojizo dejaba su rostro al descubierto y su cuerpo esbelto casi juguetón estaba embutido en un desafortunado traje sastre negro de poliéster: la cara que se descubrió mirando era indudablemente la de Ginevra Weasley-Potter. Ella lo veía fijamente, sus manos descansaban sobre su regazo sujetando con tanta fuerza su bolsa negra que tenía los nudillos blancos, sus pecas sobresaltaban contra su piel casi sin color. Se miraron fijamente durante un tenso momento, Draco con los ojos muy abiertos y el corazón en la garganta, la cara de ella inexpresiva, salvo por las líneas de dolor alrededor de sus ojos y boca.

“Me dicen que lo más probable es que quedes parcialmente lisiado,” dijo finalmente con voz plana. “Te diría que lo siento, pero no es así.”

Él tragó con dificultad, la boca se le había secado pero no sólo por las drogas en su sistema sino también por los nervios. “Supongo que tienes todo el derecho,” logró decir con voz ronca por la falta de uso. No había dicho ni cinco palabras en los dos días que llevaba aquí.

Ella siguió mirándolo un buen rato, luego bajó la mirada a su regazo y abrió la bolsa negra barata. Él la observó esperando a medias que sacara la varita y lo hechizara, casi deseando que así lo hiciera. En cambio, sacó un pedazo de pergamino blanco. La sostuvo un momento y luego, después de cerrar brevemente los ojos como si estuviera reuniendo todas sus fuerzas, la dejó encima de la cama cerca de su mano. “Esto es en realidad más para ti que para mí,” dijo tensa. “No quiero volver a verla nunca.” Luego se paró y caminó hacia la puerta y su cabello brillante pareció una madeja de listones rojos contra la oscuridad austera de su saco. Una vez que tuvo la mano sobre el pomo volvió a hacer una pausa. “Ni por un momento vayas a pensar que esto lo hago por amabilidad,” dijo sin mirar atrás y con la voz desprovista de emoción. “Lo hago porque sé que lo que está escrito en esa carta te destrozará y quiero que sufras tanto como yo.” Abandonó la habitación con esas palabras escalofriantes. Draco pudo escuchar sus tacones sobre el piso mientras se alejaba por el pasillo.

Miró el trozo de pergamino durante un buen rato antes de tomarlo con una mano temblorosa. Cuando lo volteó y vio la escritura al otro lado hizo una mueca reflexivo. Con la escritura desordenada y apresurada de Harry decía una sola palabra: Ginny. Tan sólo ver eso hizo que le doliera el corazón.

Por poco y no la abre. Hubo ocasiones en que deseó no haberlo hecho. Pero diecinueve años después, sentado en su opulenta oficina supo que no habría podido descansar si no la hubiera leído. Ahora sus manos volvían a temblar al abrirla de nuevo; no sabía por qué este año estaba siendo mucho más difícil que los anteriores, pero así era. Por algún extraño motivo el dolor se sentía nuevo y crudo otra vez, y cuando bajó la mirada a la página de líneas desastrosas con una escritura igualmente desastrosa, ya sentía cerrada la garganta.

“Gin,” comenzaba.

“Sé que estás enojada conmigo y creo que lo entiendo. Si nuestra situación fuera al revés yo también estaría hecho una furia. Y sé que me quedo corto al decir enojada. Sé que te sientes herida, traicionada y... decepcionada, y lo único que puedo contestar es: lo sé. Lo sé y lo siento.

“Quizá las palabras se oigan demasiado vacías; pero sabe que las digo en serio. Nunca quise que esto pasara. Sé que todos los hombres que han engañado a sus mujeres han dicho lo mismo, pero en mi caso es la verdad. Te amo, Ginny.”

Al llegar a este punto, Draco tragó con dificultad. Nunca le era fácil leer esa línea.

“Te amo y adoro a los niños y nunca fue mi intención lastimar a ninguno de ustedes. Una parte mía desea que esto nunca hubiera pasado, que pudiéramos volver a ser los que éramos, a sentir lo que sentíamos cuando éramos niños. Pero sé que eso no puede ser, no ahora. Ya no.

“Nunca pretendí enamorarme de nadie más que de ti. Mi vida ya estaba arreglada; tenía un trabajo, a ti, a los niños y creí que eso era todo lo que quería. Perno no puedo mentirte, Gin, y ya no me voy a mentir más a mí mismo. No era suficiente y no lo ha sido durante bastante tiempo. Creo que lo ignoré porque no quería enfrentarlo, no quería pues había una cosa sobre mí que era... diferente y rara. Ya había pasado por muchas cosas. Y crecí escuchando decir a tío Vernon y tía Petunia sobre los ‘fenómenos antinatura’ de la tele y que yo ya era uno de ellos. No necesito decir nada más... y luego estaba Dudley.  Me llamó marica desde el momento en que tuve la edad suficiente para entenderlo; no podía darle la satisfacción de saber que quizá fuera verdad. No quería que fuera verdad. Quería ser... normal, cuando menos en esto.

“Pero aprendí una cosa, Gin. He aprendido que no puedes fingir ser quien no eres. Que eventualmente te escupe a la cara. Que eres quien eres y que mientras más trates de ignorarlo te vuelves más miserable. He sido miserable durante mucho tiempo, y si eres honesta contigo misma, tuú también lo has sido.

“Por favor, no culpes a Draco por esto. Conozco tu carácter, pero esto no es su culpa. No es su culpa que me haya enamorado de él. No es su culpa que no pueda imaginarme la vida sin él. Y no es su culpa que lo necesite como necesito el aire, el agua y la comida. Así que, ódiame si eso te hace sentir mejor, pero comprende que yo fui tras él, que fui yo el que comenzó esto y que sólo tengo la esperanza de que yo signifique para él cuando menos  la mitad de lo que él significa para mí...

Lo necesito, Ginny y me niego a seguir fingiendo que no es así...”

Draco nunca podía leer más allá de este punto. Al llegar aquí se encontraba con los ojos llenos de lágrimas e incapaz de continuar. Ginevra Weasley había sabido perfectamente lo que hacía al darle esa carta; era como si le enterraran un puñal en el corazón cada vez. Y cinco veces al año la abría, la leía y las heridas se abrían otra vez.

Tragó con dificultad, volvió a doblar el pergamino cuidadosamente, pero no lo volvió a guardar con la misma rapidez de siempre. La sujetó sabiendo que era la última carta que Harry había escrito, porque justo al día siguiente...

El intercomunicador mágico sobre su escritorio emitió un campaneo suave y Draco puso la carta sobre su muslo y se limpió rápidamente la humedad de las mejillas antes de inclinarse para presionar el botón dorado de encima. Se manifestó lentamente sobre la pequeña caja de madera una imagen de Hamilton cuya cara era una máscara profesional.

“Sí, Harper,” dijo esforzándose porque su voz sonara lo más normal posible. En cambio, salió un poco entrecortada y el rostro de su asistente parpadeó.

“Lamento interrumpirlo, señor,” dijo rápidamente, Draco suspiró silenciosamente y apretó los puños sobre los muslos delgados un momento. Presionó el pergamino con la muñeca derecha.

“No interrumpes nada,” dijo suavizando la voz intencionadamente. “¿Qué querías?”

“Su hijo está aquí para verlo, señor.”

Draco asintió. “Déjalo pasar.”

La imagen de Harper asintió y desapareció.

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